– Ese hombre, el borracho…
– ¿Sí?
– ¿Qué pasó con él?
– Los dos caballeros que lo sujetaban aguardaron a que viniera la fuerza pública. Acudieron dos guardias, lo esposaron y se lo llevaron a empellones.
– Muy bien. Ahora reflexione un momento, ¿tenía enemigos su marido?
– No, que yo sepa. Supongo que como cualquier hombre de negocios.
– ¿Vicios?
– Ninguno.
– Doña Huberta…
– Ninguno, mi Gerardo es un hombre pío. Asiste a misa diaria a las siete de la tarde en la iglesia de San Agustín, al salir del trabajo. Es un hombre muy recto, apenas se permite un vaso de vino en las comidas y vive dedicado a su oficio.
– Un hombre recto en todos los sentidos.
– En efecto.
– ¿Tiene su marido alguna «amiga»?
– ¡Víctor! -exclamó don Alfredo.
Ros miró a su amigo y dijo:
– Blázquez, hay que llegar al fondo del asunto.
– No pasa nada, no pasa nada… -lo tranquilizó doña Huberta alzando la mano izquierda mientras con la derecha se atizaba un buen trago de jerez-. Mi marido, don Víctor, no ha tenido ni tiene querida ni es amigo de visitar a coristas ni casas de mala nota. Es un santo.
– Ya. ¿Conoce la naturaleza de los negocios que lo llevaban a Madrid?
– Iba a comprar unos inmuebles para luego alquilarlos a través de un corredor que se encargaría de su mantenimiento, así como del cobro y de enviarle las rentas.
– ¿Sabe su nombre?
– Ni idea. Nunca me he metido en sus negocios.
– Salgamos -dijo Víctor poniéndose en pie de improviso.
Colocó a la dama en la puerta, en lo alto de las escaleras desde las que despidió a su marido, y mandó que viniera Ambrosio, el cochero. Le hizo sacar el elegante Brougham y aparcarlo donde el día de autos.
– Bien, bien -dijo en voz alta-. Doña Huberta, ¿está en el mismo sitio en que estaba aquel día?
– Sí -contestó muy resuelta.
Víctor subió los ocho escalones de dos en dos y se situó junto a ella, mirando hacia fuera.
– ¿Había alguien más en la calle?
– Sí, gente que pasaba arriba y abajo.
– ¿Algún otro coche?
– Sí, uno en la acera de enfrente, recogiendo a algún vecino.
– ¿Parado?
– Creo que… sí, pero enseguida partió, me parece, no estoy segura del todo…
– El borracho, ¿dónde estaba?
– Allí, a la derecha -dijo la dama señalando una farola de gas. Víctor se acercó al lugar y echó un vistazo en derredor.
– Bien -dijo-. Ahora necesito hablar a solas con Ambrosio. Pase dentro, doña Huberta, que enseguida volvemos. Alfredo, Juan de Dios, subid al coche, vamos a repetir el recorrido que hizo don Gerardo. De camino, abrid dos o tres veces la portezuela y la cerráis, e intentad no hacer ruido, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -respondieron los compañeros de Víctor.
Este subió al pescante con Ambrosio, que era joven, pelirrojo y buen mozo.
– Bien, Ambrosio, intenta recordar. Cuando subió tu señor, hubo un cierto revuelo por un tipo que gritaba.
– Sí, ahí a la derecha, donde se ha colocado usted antes.
– Bien. ¿No bajaste a socorrer a la dama?
– No, dos señores lo agarraron al instante.
– Ya. ¿Bien vestidos?
– Sí, con traje y bombín los dos.
– Aun así, ¿por qué no bajaste?
– No era necesario, el Tuerto había sido reducido. Además, íbamos con el tiempo justo.
– ¿El Tuerto?
– Sí, un tipo alto, delgado y tuerto, me suena de verlo por las Ramblas, creo que era carterista. Sé que lo llaman el Tuerto.
– Vaya.
– Había un coche parado ahí enfrente, ¿no?, en sentido contrario.
– Parado… no, venía lento y creo que, sí, que paró, no lo sé a ciencia cierta, pues quedaba detrás de mí, a la izquierda. Quizá llegó a parar, quizá no.
– Y tú, al azuzar al caballo, miraste a la derecha, donde el incidente del Tuerto, ¿no?
– Así es.
– Arrea, haremos el mismo recorrido que aquel día.
Ambrosio azuzó los caballos y el carruaje comenzó a andar. Víctor quedó en silencio durante unos minutos mientras pensaba.
– El coche ese… ¿era de alquiler?
– No me fijé, no puedo decírselo.
– Ya.
Se escuchó el ruido de la portezuela que se abría, un crujido característico, enseguida se escuchó un portazo. Víctor volvió a quedar en silencio. Miraba de reojo, hacia atrás. Pasaron unos minutos en los que Víctor se empapó del ambiente de las calles, colorista, laborioso: mujeres con amplios pañuelos en los que llevaban envuelta la comida para sus hombres, que vivían presos de sol a sol en las inmensas fábricas de ladrillo rojo; agricultores que arrastraban con esfuerzo carros repletos de hortalizas camino del mercado de la Boquería y pilludos de ropas raídas y enormes gorras que le recordaron a sí mismo cuando llegó de niño a Madrid.
Escucharon un crujido.
– La puerta de nuevo, se escucha con toda claridad -dijo Víctor por todo comentario.
Otro portazo Al rato, tras observar con detalle el recorrido y poco antes de llegar, el inspector Ros retomó la palabra:
– ¿Pudo saltar don Gerardo?
– Imposible, es un hombre mayor e íbamos a paso vivo. Además, lo hubiera notado.
– Y al llegar al apeadero te habrías encontrado la puerta abierta.
– Claro.
Llegaron a su destino.
Pararon. Sin bajar del pescante, Víctor dijo:
– Al llegar, ¿qué hiciste?
– Miré a la derecha. Allí había dos cocheros amigos míos aguardando a los viajeros que llegan a las nueve y media, y les hice una seña para almorzar en cuanto dejara a mi jefe.
– En ese momento, ¿aminoraste?
– Sí, un poco, porque pasaron varios transeúntes por delante.
– ¿Pudo bajar ahí tu señor sin que te dieras cuenta?
Ambrosio puso cara de pensárselo.
– No. Creo que no -dijo muy resuelto.
– Ese montón de tierra que hay ahí, en la esquina, ¿estaba aquel día? Pudo saltar sobre él.
– Sí, es de una obra de ahí al lado, creo recordar que sí estaba.
Víctor tomó nota:
– Y al llegar bajaste y no había nadie en el interior.
– Exacto.
– ¿Algún objeto? ¿Algún olor? ¿Algo que te llamara la atención?
El joven quedó en silencio.
– Sí, ahora que lo dice. Bajemos del coche.
El joven y Víctor bajaron del pescante y abrieron la portezuela. Don Alfredo y López Carrillo parecían algo sorprendidos.
– Ahí -dijo el cochero señalando un pequeño grabado en la cara interna de la portezuela.
– «Icaria» -leyó Víctor.
Aquella palabra había sido grabada con un objeto punzante, en letras mayúsculas.
– ¿Os suena esta palabra de algo? -preguntó Ros.
Sus amigos negaron con la cabeza.
– ¿Se fijó usted si este grabado fue realizado antes de la desaparición de don Gerardo? -preguntó Víctor al cochero.
– Pues no sabría decirle. Reparé en ello aquel día porque examiné el interior detenidamente.
Víctor quedó pensativo:
– Icaria -murmuró-. Me suena, ahora que lo pienso, y creo saber de qué. Un momento.
Entonces Ros extrajo un breviario del bolsillo.
– No irás a ponerte a rezar ahora, Ros -dijo López Carrillo en plan chistoso.
– No, no, es mi enciclopedia particular.
Don Alfredo sonreía mientras su amigo se afanaba en buscar la letra I en aquel pequeño libro que parecía un diccionario, y dijo:
– Yo lo llamo la «Victorpedia».
– Aquí está -repuso Ros.
– ¡Si está escrito en chino! -exclamó López Carrillo.
– Taquigrafía, Juan de Dios, taquigrafía. «Icaria», comuna socialista, ciudad ideal fundada en Estados Unidos por Cabet, socialista utópico francés, que fracasó rotundamente.
– Vaya. Sí que llevas información ahí -dijo López Carrillo.