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– ¡Weh! ¿Steck ich in dem Kerker noch? ¡Verfluchtes dumpfes Mauerloch, Wo selbst das liebe Himmelslicht Trüb durch gemalte Scheiben bricht!

– Goethe -me dice Paul-. Siempre acaba con el Fausto. -Antes de cerrar la puerta tras nosotros, Paul grita-: Buenas noches, señora Lockhart.

Su voz nos llega serpenteando a través de la entrada de la biblioteca.

– Sí -dice-. Es una buena noche.

Capítulo 6

Según supe por mi padre y Paul, Vincent Taft y Richard Curry se conocieron en Nueva York, en una fiesta celebrada en el norte de Manhattan, cuando ambos tenían poco más de veinte años. Taft era un joven profesor de Columbia, una versión más delgada de su ser posterior, pero con el mismo fuego en el vientre y el mismo aspecto de oso. Autor de dos libros en los dieciocho meses escasos transcurridos desde la lectura de su tesis, Taft era el niño mimado de la crítica, el intelectual de moda que frecuentaba los círculos sociales más selectos. Curry, por su parte, había sido eximido del servicio militar por tener un soplo en el corazón y comenzaba su carrera en el mundo del arte. Según Paul, estaba haciendo amistad con personas influyentes y labrándose lentamente una reputación en la acelerada escena de Manhattan.

Su primer encuentro se produjo a última hora, cuando Taft, que se había achispado un poco, derramó un cóctel sobre el hombre de complexión atlética que estaba sentado a su lado. Fue un accidente previsible, me dijo Paul, pues para entonces Taft ya tenía fama de borracho. Al principio, Curry no se ofendió… Hasta que se dio cuenta de que Taft no tenía la menor intención de disculparse. Lo siguió hasta la puerta, exigiendo alguna forma de reparación, pero Taft, caminando dando tumbos hacia el ascensor, lo ignoró. Mientras bajaban las diez plantas, Taft le arrojó al apuesto joven un aluvión de insultos y después, mientras hacía eses hacia la puerta de la calle, bramó que su víctima era «pobre, desagradable, bruta y minúscula».

Para su imaginable sorpresa, el joven sonrió.

– Leviatán -dijo Curry, que había escrito un trabajo menor sobre Hobbes cuando estaba en Princeton-. Y te has olvidado el «solitario». «La vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, bruta y minúscula.»

– No -replicó Taft con una mueca atropellada, segundos antes de estrellarse contra un poste-, no lo he olvidado. Es sólo que lo de «solitario» me lo reservo para mí. Lo de «pobre», «desagradable», «bruto» y «minúsculo», sin embargo, te lo dejo a ti.

Tras lo cual, dijo Paul, Curry detuvo un taxi, metió a Taft en él y regresaron a su piso, donde Taft permaneció durante las doce horas siguientes en un estado de profundo e intoxicado sopor.

Según el relato, al despertar Taft, confundido y avergonzado, los dos hombres iniciaron una torpe conversación. Curry le explicó a qué se dedicaba, y lo mismo hizo Taft. Parecía que la extrañeza de la situación iba a provocar el fin de la charla cuando, en un momento de inspiración, Curry mencionó la Hypnerotomachia, un libro que había estudiado en las clases de un profesor muy popular en Princeton: un hombre llamado McBee.

Sólo puedo imaginar la respuesta de Taft. No sólo estaba al tanto del misterio que rodeaba al libro, sino que debió darse cuenta de que a Curry se le encendían los ojos al mencionarlo. Según mi padre, comenzaron a discutir las circunstancias de sus vidas y pronto se dieron cuenta de lo que tenían en común. Taft despreciaba a los demás académicos, cuyo trabajo le parecía miope y trivial, mientras que para Curry sus compañeros de trabajo eran personajillos absolutamente carentes de interés y profundidad. Ambos percibían en los demás falta de nervio, carencia de objetivos. Y tal vez eso explica las concesiones que ambos hicieron para sobreponerse a sus diferencias.

Porque diferencias hubo, y no pequeñas. Taft era una criatura voluble, difícil de conocer y todavía más difícil de amar. Bebía demasiado cuando estaba en compañía, pero también cuando estaba solo. Su inteligencia era implacable y salvaje, un fuego que ni él mismo llegaba a controlar. Ese fuego consumía libros enteros de una sentada y encontraba flaquezas en los argumentos, lagunas en las pruebas, errores en la interpretación, todo en disciplinas muy alejadas de la suya. Según Paul, no tenía una personalidad destructiva, sino una mente destructiva. A medida que lo alimentaba, el fuego crecía y no dejaba nada a su paso. Cuando hubo quemado todo lo que encontró a su paso, sólo le quedaba una cosa por hacer. Con el tiempo, acabaría por consumirse a sí mismo.

Curry, en cambio, era un creador, no un destructor: un hombre con más potencial que hechos. Tomando la frase de Miguel Ángel, le gustaba decir que la vida era como la escultura: cuestión de ver lo que los demás no podían y de quitar lo que sobrara a golpes de cincel. Para Curry, el viejo libro era tan sólo un bloque de piedra que esperaba su momento para ser tallado. Aunque nadie lo había entendido en quinientos años, ahora había llegado el momento de mirarlo con ojos nuevos, de tocarlo con manos nuevas. Que los huesos del pasado se pudrieran en el infierno.

De manera que, a pesar de todas estas diferencias, Taft y Curry no tardaron demasiado en encontrar puntos en común. Aparte del viejo libro, compartían una inmensa inclinación por las abstracciones. Creían en la noción de grandeza: grandeza de espíritu, de destino, de objetivos. Como espejos gemelos enfrentados, con sus reflejos multiplicados, se habían mirado en serio por primera vez, y habían visto que tenían la fuerza de miles. Una consecuencia extraña pero predecible de su amistad fue el hecho de que ambos se quedaran más solos que al empezar. El rico paisaje humano de sus respectivos mundos -sus colegas y amigos de la universidad, sus hermanas y madres y antiguos amores- se oscureció hasta transformarse en un escenario vacío provisto de un solo reflector. Sus carreras, por supuesto, florecieron. Taft no tardó en ser un historiador de renombre y Curry se convirtió en el propietario de una galería que con el tiempo le valdría una gran reputación.

Pero claro, nunca hay que olvidarse de la locura de los grandes hombres. Ambos llevaban una existencia servil. El único alivio les llegaba en la forma de las reuniones semanales que celebraban los sábados por la noche; entonces se juntaban en el piso de uno o del otro, o en un restaurante vacío, y se divertían juntos gracias al único interés que tenían en común: la Hypnerotomachia.

Aquel año, en pleno invierno, Richard Curry presentó a Taft, finalmente, el único amigo con el que nunca había perdido el contacto, el amigo al que había conocido en Princeton, en la clase del profesor McBee, el hombre que compartía su interés por la Hypnerotomachia.

Me resulta difícil imaginar a mi padre en aquella época. El hombre que veo ya está casado; lo veo marcando la estatura de sus tres hijos en la pared de su despacho, preguntándose cuándo empezará a crecer su único hijo varón, yendo de aquí para allá con sus viejos libros escritos en lenguas muertas mientras el mundo amenaza con caérsele encima. Pero este hombre es una fabricación nuestra -de mi madre, mis hermanas y yo- y no el que Richard Curry conoció. Mi padre, Patrick Sullivan, había sido el mejor amigo de Curry en Princeton. Se consideraban los reyes del campus, e imagino que compartían una amistad que hacía que lo parecieran. En tercero, mi padre jugó en el equipo universitario de baloncesto, aunque no abandonó ni por un instante el banquillo, hasta que Curry, como capitán del equipo de fútbol americano, lo reclutó para el césped, donde mi padre se desenvolvió mejor de lo que todos esperaban. Al año siguiente, compartían habitación, y casi siempre comían juntos; en tercero llegaron a salir con un par de gemelas de Vassar, Molly y Martha Roberts. Aquella relación, que mi padre comparó una vez con una alucinación en una sala de espejos, terminó la primavera siguiente, cuando las hermanas se pusieron vestidos idénticos para ir a un baile y los hombres, tras beber demasiado y prestar poca atención, se insinuaron, cada uno por su lado, a la gemela con la que estaba saliendo el otro.