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Y así, como el rey canoso que inventaba nuevos trabajos para el joven Hércules, Taft dejó la carga de la prueba en manos de Paul. Hasta que su nuevo protegido pudiera sacarse de encima el problema de la edad de Colonna, Taft se negaría a asesorar cualquier investigación que tuviera como premisa la autoría del romano.

La manera en que Paul se negó a doblegarse bajo la lógica de esos datos desafía toda explicación. El reto de Taft lo inspiró, pero también lo hizo el propio Taft: aunque Paul rechazara la rígida interpretación que hacía aquel hombre de la Hypnerotomachia, decidió ser igual de implacable con sus fuentes. Si mi padre se había permitido seguir su intuición e inspiración, investigando sobre todo en lugares exóticos como monasterios y bibliotecas papales, Paul adoptó los métodos de Taft, mucho más exhaustivos. Ningún libro era demasiado humilde; ningún lugar, demasiado aburrido. Empezó a registrar el sistema bibliotecario de Princeton de arriba a abajo. Y lentamente, su antigua concepción de los libros, como la concepción del agua que tiene un niño que ha pasado toda su vida junto a una laguna, quedó destronada por aquel repentino encuentro con el océano. El día en que entró a la universidad, su colección de libros contaba con poco menos de seiscientos ejemplares. La de Princeton, que sólo en la Biblioteca Firestone incluía más de ochenta kilómetros de estanterías, contaba con más de seis millones.

Al principio, aquella experiencia intimidó a Paul. La imagen pintoresca que mi padre había trazado -en la que uno se topaba por accidente con documentos importantes- quedó desmentida de inmediato. Más doloroso, imagino, fue el cuestionamiento al que le obligó a enfrentarse, la introspección y la duda que le hicieron preguntarse si su genio no era más que un talento provinciano, una estrella débil en la esquina más oscura del cielo. Que los estudiantes de cuarto con los que compartía clases admitieran la ventaja que les llevaba, y que sus profesores le tuvieran un aprecio casi mesiánico, no significaba nada para Paul si no era capaz de progresar con la Hypnerotomachia.

Durante aquel verano en Italia, todo cambió. Paul descubrió el trabajo de los académicos italianos, en cuyos textos pudo penetrar gracias a cuatro años de latín. Tras excavar en la biografía definitiva del Pretendiente veneciano, supo que ciertos elementos de la Hypnerotomachia se debían a un libro llamado Cornucopiae, publicado en 1489. Como simple detalle en la vida del Pretendiente, ese hecho no parecía importante; pero Paul, que se había aproximado al problema con el Francesco romano en mente, supo ver en él mucho más. Más allá de la fecha en que Colonna afirmara haber escrito el libro, ahora había una prueba de que la composición era posterior a 1489. En ese momento el Francesco romano tendría al menos treinta y seis años, no catorce. Y aunque Paul ignoraba por qué Colonna había mentido acerca del año de redacción de la Hypnerotomachia, se dio cuenta de que había respondido al reto de Taft. Para bien o para mal, había entrado en el mundo de mi padre.

Lo que siguió fue un periodo de inmensa confianza en sí mismo. Armado con cuatro idiomas (el quinto, el inglés, era inútil excepto para fuentes secundarias) y un extenso conocimiento de la vida y la época de Colonna, Paul llevó a cabo el asalto al texto. Cada día se dedicaba más al proyecto, tomando frente a la Hypnerotomachia una posición que me pareció incómodamente familiar: las páginas eran campos de batalla donde Colonna y él medían fuerzas; el ganador se lo llevaba todo. La influencia de Vincent Taft, que en los meses previos al viaje había permanecido inactiva, regresó entonces. A medida que el interés de Paul fue tomando tonos de obsesión, Taft y Stein adquirieron una mayor importancia en su vida. Si no hubiera sido por la intervención de un hombre, creo que habríamos perdido irremediablemente a Paul.

Ese hombre fue Francesco Colonna, y su libro no resultó ser la mujer fácil que Paul había esperado. Por más que flexionara el músculo de su mente, se dio cuenta de que la montaña se negaba a moverse. A medida que sus progresos se hacían más y más lentos, y que el otoño del tercer año se convertía en invierno, Paul se volvió irritable, presto a comentarios hirientes y gestos groseros que sólo podía haber aprendido de Taft. Según me contaba Gil, los miembros del Ivy habían empezado a burlarse de Paul cada vez que lo veían sentado solo en la mesa del comedor, rodeado por pilas de libros, sin hablar con nadie. Cuanto más veía cómo flaqueaba su confianza en sí mismo, más comprendía algo que mi padre había dicho alguna vez: la Hypnerotomachia es una sirena: en la playa distante es un canto atractivo, y en persona es toda garras. Si decides cortejarla, lo haces bajo tu responsabilidad.

El tiempo pasó. Llegó la primavera; bajo la ventana de Paul chicas con camisetas de tirantes jugaban al frisbee; en las ramas de los árboles se acumulaban las flores y las ardillas; el eco de las bolas de tenis llenaba el aire; y Paul seguía en su habitación, solo, con las persianas bajadas, la puerta cerrada con llave y un letrero en su tablero de anuncios que decía no molestar. Todo lo que a mí me encantaba de la nueva estación, a él le parecía una distracción: los olores y los sonidos, la impaciencia tras un invierno largo y libresco. Me di cuenta de que yo mismo me convertía, para él, en una distracción. Todo lo que me contaba empezaba a sonar como el pronóstico del tiempo de una ciudad extranjera. Nos veíamos con poca frecuencia.

Pero el verano lo transformó. A principios de septiembre del último curso, después de pasar tres meses en un campus desierto, nos dio la bienvenida y nos ayudó a instalarnos. De repente estaba abierto a cualquier interrupción, dispuesto a pasar tiempo con los amigos, menos obsesionado con el pasado. Durante los primeros meses de ese semestre, disfrutamos de un renacimiento de nuestra amistad mucho mejor de lo que yo hubiera podido esperar. Paul hizo caso omiso de los curiosos del Ivy, gente que lo escuchaba con atención, esperando oír de su boca algo escandaloso; pasaba cada vez menos tiempo con Taft y Stein; saboreaba las comidas y disfrutaba de los paseos entre clases. Incluso le veía la gracia a la forma en que todos los martes, a las siete de la mañana, los basureros vaciaban los contenedores bajo nuestra ventana. Me pareció que estaba mejor. Más aún: me pareció que había vuelto a nacer.

Pero más tarde, cuando Paul vino a verme en octubre, a altas horas de la noche y después de los exámenes parciales de otoño, comprendí el otro aspecto que nuestras tesinas tenían en común: ambas eran sobre muertos que se negaban a ser enterrados.

– ¿Hay alguna forma de convencerte de que vuelvas a trabajar en la Hypnerotomachia? -me preguntó aquella noche. Por la tensión de su rostro supe que había encontrado algo importante.

– No -dije, en parte porque era cierto, y en parte para obligarlo a mostrar sus cartas.

– Creo que he descubierto algo. Pero necesito tu ayuda para entenderlo.

– Cuéntame -dije.

Ahora no importa cómo empezó mi padre, qué despertó su curiosidad por la Hypnerotomachia; así es cómo empecé yo. Lo que Paul me explicó aquella noche le dio nueva vida al mortecino libro de Colonna.

– El año pasado, cuando vio que yo estaba cada vez más frustrado, Vincent me presentó a Steven Gelbman, de Brown -empezó Paul-. Gelbman investiga en el campo de las matemáticas, la criptografía y la religión, todo junto. Es un experto en el análisis matemático de la Torá. ¿Has oído hablar de eso?

– Suena a cábala.

– Exacto. No hay que limitarse a estudiar lo que dicen las Escrituras; hay que estudiar lo que dicen los números. Cada letra del alfabeto hebreo tiene un número asignado. A través del orden de las letras se pueden buscar patrones matemáticos en el texto.

»Pues bien, al principio yo no estaba muy seguro. Ni siquiera después de diez horas de clases sobre las correspondencias sefiróticas logré creérmelo. Simplemente me parecía que aquello no guardaba ninguna relación con Colonna. Cuando llegó el verano, ya había terminado de estudiar las fuentes secundarias de la Hypnerotomachia, y empecé a trabajar en el libro en sí. Fue imposible. Si trataba de imponerle una interpretación, el libro me la arrojaba a la cara. Cuando pensaba que ciertas páginas se movían en una dirección determinada, con una determinada estructura, con una determinada intención, de repente la frase se acababa, y en la siguiente todo había cambiado.