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»Estuve cinco semanas tratando de entender el primer laberinto que Francesco describe. Estudié a Vitruvio para entender los términos arquitectónicos. Busqué todos y cada uno de los laberintos antiguos que conocía: el de la Ciudad de los Cocodrilos, en Egipto, y los de Lemnos y Clusio y Creta, y media docena más. Entonces me percaté de que había cuatro laberintos distintos en la Hypnerotomachia: uno en un templo, uno en el agua, uno en un jardín y otro bajo tierra. Cuando creí que empezaba a dominar un cierto nivel de complejidad, éste se cuadruplicaba. Incluso Polifilo se pierde al principio del libro y dice: «Mi único recurso era rogar piedad a la Ariadna de Creta, que dio el hilo a Teseo para que éste escapara del difícil laberinto». Es como si el libro supiera lo que me estaba haciendo.

»Al final me di cuenta de que lo único que definitivamente funcionaba era el acróstico formado por la primera letra de cada capítulo. Así que hice lo que el libro me pedía que hiciera. Rogué piedad a la Ariadna de Creta, que era tal vez la única persona capaz de resolver el laberinto.

– Regresaste a Gelbman.

Paul asintió.

– Tuve que tragarme mis palabras. Estaba desesperado. En julio, Gelbman me permitió quedarme con él en Providence después de que Vincent insistiera en que estaba haciendo progresos con el método. Se pasó el fin de semana enseñándome las técnicas de decodificación más sofisticadas, y fue entonces cuando las cosas empezaron a marchar mejor.

Recuerdo que mientras Paul hablaba yo miraba por encima de su hombro, a través de la ventana, y sentía que el paisaje estaba transformándose. Estábamos en nuestra habitación, en Dod, solos, un viernes por la noche; Charlie y Gil estaban debajo de nosotros, bajo tierra, jugando a paintball en los túneles de vapor con un grupo de amigos del Ivy y del equipo de emergencias médicas. Al día siguiente, yo tenía que escribir un ensayo y estudiar para un examen. Una semana más tarde, conocería a Katie. Pero en ese momento Paul acaparaba por completo mi atención.

– El concepto más complicado que me enseñó -continuó Paul- era cómo decodificar un libro con la ayuda de algoritmos o claves sacadas del texto mismo. En esos casos, la clave está escondida en la narración. Buscas la clave, que es como una ecuación o un librito de instrucciones, y luego la utilizas para descifrar el texto. El libro se interpreta a sí mismo.

Sonreí.

– Esa idea es capaz de provocar la bancarrota del departamento de Literatura.

– Sí, yo también era escéptico -dijo Paul-. Pero resulta que tiene una larga tradición. Los intelectuales de la Ilustración escribían tratados enteros con este método para divertirse. Los textos parecían relatos normales, novelas epistolares, ese tipo de cosas. Pero si conocías la técnica adecuada (tal vez reconocer erratas que resultaban ser intencionadas, o resolver puzzles incluidos en las ilustraciones), podías encontrar la clave. Algo así: «Usa sólo números primos y cuadrados perfectos, y las letras que tengan en común cada décima palabra; excluye las palabras de lord Kinkaid y cualquier pregunta hecha por la criada». Si seguías las instrucciones, al final te encontrabas con un mensaje. La mayoría de las veces era un poema humorístico o un chiste de mal gusto. Pero uno de esos tíos llegó a escribir su testamento así. Quien pudiera descifrarlo, heredaría todas sus propiedades.

De entre las páginas de un libro, Paul sacó una hoja de papel. En ella, en dos párrafos distintos, había reproducido el texto de un pasaje escrito en clave y debajo, el mensaje decodificado, mucho más breve. Pero no logré entender cómo el primero se había convertido en el segundo.

– Al cabo del tiempo empecé a pensar que tal vez funcionara. Quizás el acróstico con las letras capitulares de la Hypnerotomachia fuera una pista. Tal vez su función fuera indicar cuál era la interpretación adecuada del resto del libro. A muchos humanistas les interesaba la cábala, y la idea de hacer juegos con el lenguaje y símbolos fue muy popular durante el Renacimiento. Tal vez Francesco había utilizado algún tipo de cifrado en la Hypnerotomachia.

»El problema fue que ignoraba por completo dónde buscar el algoritmo. Empecé a inventarme mis propias claves, sólo para ver si alguna funcionaba. Me enfrentaba al problema un día tras otro. Encontraba algo, luego me pasaba una semana escarbando en la sala de Libros Raros y Antiguos, buscando una respuesta… y al final descubría que ese algo no tenía sentido, o que era una trampa, o un callejón sin salida.

»Luego, a finales de agosto, me dediqué a un solo pasaje durante tres semanas. Aparece en el momento del relato en el que Polifilo está examinando las ruinas de un templo y encuentra un mensaje en un jeroglífico tallado en un obelisco. «Al divino y siempre augusto Julio César, gobernador del mundo» es la primera frase. Nunca la olvidaré, porque estuvo a punto de volverme loco. Las mismas páginas, un día tras otro. Pero lo había encontrado.

Abrió una carpeta que había en el escritorio. En el interior había reproducciones de todas las páginas de la Hypnerotomachia. Buscó el apéndice que había creado y me mostró una página en la que había pegado la primera letra de cada capítulo, formando lo que parecía una nota de secuestro. Las letras formaban el famoso mensaje sobre Fra Francesco Colonna. Poliam Frater Franciscus Columna Peramavit.

– Partí de una premisa muy simple: el acróstico no podía ser tan sólo un truco, una forma barata de identificar al autor. Tenía que tener una función más amplia: las primeras letras no solo decodificaban ese mensaje inicial, sino todo el libro.

»Así que lo intenté. El pasaje que había estado estudiando comienza, en uno de los dibujos, con un jeroglífico: un ojo.

Pasó varias páginas hasta que al fin lo encontró.

– Pensé que, al ser el primer símbolo del grabado, debía ser importante. El problema es que no me sirvió de nada. La definición del símbolo que da Polifilo (el ojo hace referencia a Dios, o la divinidad) no me conducía a ninguna parte.

»En ese momento tuve un golpe de suerte. Una mañana estaba trabajando en el centro de estudios, y no había dormido demasiado, así que decidí comprarme un refresco. El problema era que la máquina me devolvía el dinero una y otra vez. Estaba tan cansado que no lograba entender por qué, hasta que me di cuenta de que estaba metiendo mal el billete. Lo estaba metiendo con el reverso hacia arriba. Estaba a punto de darle la vuelta e intentarlo de nuevo cuando lo vi. Justo frente a mí, en el reverso del billete.

– El ojo -le dije-. Encima de la pirámide.

– Exactamente. Es parte del gran sello. Y entonces me di cuenta. En el Renacimiento había un famoso humanista que utilizaba el ojo como símbolo personal. Incluso lo hacía imprimir en monedas y medallas.

Esperó como si yo supiera la respuesta.

– Alberti. -Paul señaló un pequeño volumen que había al otro lado de la estantería. En el lomo se leía: De re aedificatoria-. Eso es lo que Colonna quería decir. Estaba a punto de tomar prestada una idea del libro de Alberti, y quería que el lector lo supiera. Sólo tenías que descubrir de qué se trataba, y el resto encajaría perfectamente.

»En su tratado, Alberti crea equivalentes en latín para vocablos arquitectónicos derivados del griego. Francesco hace la misma sustitución a lo largo de toda la Hypnerotomachia, excepto en un lugar. Yo lo había notado la primera vez que traduje esa sección, porque empecé a encontrarme con términos vitruvianos que no había visto en mucho tiempo. Pero nunca pensé que fueran significativos.