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Enseguida, aun antes de que yo tuviera que explicárselo, se detuvo y encendió la lámpara de cabecera.

– Claro… -susurró-. Dios mío, claro.

En la foto de la estatua que le había mostrado, había dos pequeñas protuberancias que le salían de la parte superior de la cabeza, como cuernos de sátiro.

Paul bajó de su litera de un salto, tan ruidosamente que creí que Charlie y Gil aparecerían en cualquier momento.

– Lo has conseguido -me dijo con los ojos como platos-. Tiene que ser esto.

Continuó así durante un instante, hasta que comencé a tener la incómoda sensación de estar fuera de lugar; me preguntaba cómo habría podido Colonna poner la respuesta de su acertijo en una escultura de Miguel Ángel.

– ¿Y por qué están allí? -pregunté finalmente.

Pero Paul ya se me había adelantado. De un tirón bajó el libro de su litera y me enseñó la explicación que aparecía en el texto.

– Los cuernos no tienen nada que ver con la infidelidad. El acertijo era literaclass="underline" «¿Quién le puso cuernos a Moisés?». Todo viene de una traducción equivocada de la Biblia. Cuando Moisés baja del Monte Sinaí, dice el Éxodo, su cara brilla con rayos de luz. Pero la palabra hebrea «rayos» puede también traducirse como «cuernos»: karan o keren. Cuando san Jerónimo tradujo el Antiguo Testamento al latín, pensó que nadie salvo Cristo debía brillar con rayos de luz. Así que escogió la acepción secundaria. Y así fue como Miguel Ángel talló a su Moisés. Con cuernos.

En medio de toda aquella excitación, no creo que me percatara de lo que estaba ocurriendo. La Hypnerotomachia había regresado a mi vida, entrado en ella a hurtadillas, y me llevaba por un río que nunca había sido mi intención atravesar. Sólo nos faltaba descubrir la trascendencia de san Jerónimo, que había aplicado la palabra latina cornuta a Moisés, otorgándole así un par de cuernos. Pero durante la semana siguiente, aquélla fue una tarea que Paul asumió de buena gana. A partir de aquella noche, y a lo largo de cierto tiempo, fui tan sólo un mercenario contratado, su último recurso contra la Hypnerotomachia. Pensé que podría mantener esa posición, que podría conservar aquella distancia con el libro, dejando al mismo tiempo que Paul hiciera el papel de intermediario. Y así, mientras Paul regresaba a Firestone, embargado por las posibilidades de nuestro hallazgo, yo llevé a cabo mi propio descubrimiento. Todavía me estaba poniendo medallas por mi encuentro con Francesco Colonna, y apenas alcanzo a imaginar la impresión que causé en ella.

Nos conocimos en un lugar en el que ambos éramos extraños pero en el cual ambos nos sentíamos a gusto: el Ivy. Por mi parte, puedo decir que había pasado allí tantos fines de semana como en mi propio club. En cuanto a ella, ya para entonces se había vuelto una de las favoritas de Gil (esto era meses antes de que comenzaran los procesos de selección en su clase), y lo primero que se le ocurrió fue presentarnos.

– Katie -dijo, tras propiciar que ambos fuéramos al club la misma noche de sábado-, te presento a Tom, compartimos habitación.

Le mostré una sonrisa perezosa, convencido de que no era necesario mover demasiado los músculos para cautivar a una estudiante de segundo.

Enseguida habló. Y, como una mosca en un panal, que busca miel y encuentra la muerte, descubrí quién estaba cazando a quién.

– Así que tú eres Tom -dijo, como si yo cumpliera con la descripción de un convicto colgada en la pared de una oficina de correos-. Charlie me ha hablado de ti.

Lo mejor de que alguien sepa de ti a través de Charlie es que a partir de entonces las cosas sólo pueden mejorar. Al parecer, él y Katie se habían conocido en el Ivy varias noches atrás y al darse cuenta de que Gil tenía intenciones de hacer de Celestino, Charlie aportó detalles de su cosecha.

– ¿Qué te dijo? -pregunté, intentando no parecer demasiado preocupado.

Pensó un instante, mientras hallaba las palabras precisas.

– Algo sobre astronomía. Sobre las estrellas.

– Enano blanco -le dije-. Es una broma para científicos.

Katie frunció el ceño.

– Yo tampoco la entiendo -admití, tratando de reparar la primera impresión-. No me gustan demasiado ese tipo de cosas.

– ¿Eres de Literatura? -preguntó como si se notara.

Asentí. Gil me había dicho que a ella le gustaba la filosofía.

Katie me miró con suspicacia.

– ¿Quién es tu escritor favorito?

– Pregunta imposible. ¿Quién es tu filósofo favorito?

– Camus -dijo, aunque mis intenciones fueran retóricas-. Y mi escritor favorito es H. A. Rey.

Las palabras me llegaron como un examen. Nunca había oído hablar de Rey; sonaba como un modernista, un T. S. Eliot más oscuro, como e.e. cummings pero en mayúsculas.

– ¿Escribía poesía? -aventuré, porque podía imaginármela leyendo a escritores franceses a la luz de una vela.

Katie parpadeó. Luego, por primera vez desde que nos habíamos conocido, sonrió.

– Escribió George el curioso -dijo, y soltó una carcajada cuando traté de no sonrojarme.

Ésa, creo, era la receta de nuestra relación. Nos dábamos lo que nunca esperábamos encontrar en el otro. Durante mis primeros días en Princeton, yo había aprendido a no hablar de cosas serias con las chicas; incluso la poesía puede matar la relación, me había enseñado Gil, si se la confunde con la conversación. Pero Katie había aprendido la misma lección, y a ninguno nos gustaba. En primero, ella había salido con un jugador de lacrosse a quien yo conocí en uno de mis seminarios de literatura. Era un tío inteligente, interesado en Pynchon y en DeLillo de un modo en el que yo nunca lo estuve, pero se negaba a hablar de ellos fuera del aula. A Katie la sacaban de quicio esas fronteras que él trazaba en su vida, los muros que levantaba entre el trabajo y el placer. La noche del Ivy, ambos vimos, en veinte minutos de conversación, algo que nos gustaba, una voluntad de no levantar muros, o de no dejar que los muros ya levantados se tuvieran en pie. A Gil le satisfacía haber formado una pareja tan buena. Al cabo de poco, ansiaba la llegada del fin de semana, esperaba encontrarme con ella entre dos clases, pensaba en ella antes de acostarme, o en la ducha, o en medio de un examen. En cuestión de un mes estábamos saliendo juntos.

Durante un tiempo pensé que, siendo el mayor de los dos, debía aplicar la sabiduría de mi experiencia a todo lo que hacíamos. Me aseguré de que nos limitáramos a lugares conocidos y a multitudes amistosas, porque había aprendido de otras relaciones que la familiaridad siempre llega después del amor: dos personas que se creen enamoradas pueden darse cuenta, al quedarse solas, de lo poco que saben del otro. Así que insistí en sitios públicos -los fines de semana en los clubes, las noches de entre semana en el centro estudiantil- y aceptaba que nos viéramos en los dormitorios o en los rincones de las bibliotecas sólo cuando creía detectar algo distinto en la voz de Katie, los registros «ven a mí» que me jactaba de ser capaz de distinguir.

Como de costumbre, fue Katie quien tuvo que resolverme los problemas.

– Ven -me dijo una noche-. Vamos a cenar juntos.

– ¿A qué club? -pregunté.

– A un restaurante. Tú eliges.

Llevábamos menos de dos semanas saliendo; aún había demasiadas cosas que no sabía de ella. Una larga cena solos era demasiado arriesgada.

– ¿Quieres invitar a Karen o a Trish? -pregunté. Sus dos compañeras de habitación de Holder habían sido hasta entonces nuestras carabinas. Trish, en especial, parecía no comer nunca, y se podía confiar en ella para que hablara durante toda la cena.

Katie me estaba dando la espalda.

– Podríamos decírselo también a Gil -dijo.

– Vale. -Me pareció una combinación curiosa. A más gente, más seguridad.

– ¿Y Charlie? -preguntó-. Él siempre tiene hambre.

Al final me di cuenta de que estaba siendo sarcástica.