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– Pero no te tienes que ver con Curry hasta las ocho y media, ¿no? -le pregunta Gil a Paul, tratando de convencerlo-. Para entonces ya habremos terminado. Puedes seguir trabajando esta noche.

Richard Curry, un excéntrico que en otros tiempos fue amigo de mi padre y de Taft, ha sido el mentor de Paul desde el primer año de carrera. Lo ha puesto en contacto con los más destacados historiadores del mundo, y ha financiado buena parte de su investigación sobre la Hypnerotomachia.

Paul sopesa en la mano el cuaderno de notas. Sólo con verlo, sus ojos vuelven a llenarse de fatiga.

Charlie intuye que está a punto de ceder.

– A las ocho menos cuarto ya habremos terminado -dice.

– ¿Cuáles serán los equipos? -pregunta Gil.

Charlie se lo piensa y luego dice:

– Tom va conmigo.

El juego que estamos a punto de jugar es una nueva versión de un clásico: una frenética partida de paintball [1] en un laberinto de conductos de vapor que hay debajo del campus. Allí, hay más ratas que bombillas, la temperatura llega a cuarenta grados en pleno invierno, y el suelo es tan peligroso que incluso la policía del campus tiene prohibido efectuar persecuciones.

La idea se les ocurrió a Charlie y a Gil durante el periodo de exámenes de primero; se inspiraron en un viejo mapa que Gil y Paul habían encontrado en su club, y en un juego que el padre de Gil y sus amigos jugaban en los túneles cuando estaban en el último año de carrera.

La popularidad de la nueva versión creció hasta contar con la participación de casi una docena de miembros del Ivy y la mayoría de los amigos de Charlie del Equipo de Emergencias Médicas. A todos les sorprendió que Paul fuera uno de los mejores jugadores; sólo nosotros cuatro lo entendíamos, porque sabíamos que Paul utilizaba a menudo los túneles para ir y venir solo del Ivy. Pero su interés en el juego fue disminuyendo gradualmente. Le molestaba que nadie comprendiera como él las posibilidades estratégicas del juego, el ballet táctico. Paul no estaba presente en la memorable partida jugada a mediados de invierno en la que un disparo errado perforó un conducto de vapor. La explosión derritió seis metros de revestimientos plásticos de segundad de las líneas de alta tensión, tres a cada lado del impacto y de no ser porque Charlie se los llevó de allí a tiempo, hubiera podido asar vivos a dos estudiantes que iban medio borrachos. Los vigilantes (la policía del campus de Princeton) descubrieron lo ocurrido, y en cuestión de días el decano había impuesto una avalancha de castigos. Tras los disturbios, Charlie reemplazó las pistolas de pintura y los perdigones por algo más rápido pero menos arriesgado: un viejo juego de pistolas de rayos láser que encontró en un mercadillo de objetos usados. Aun así, a medida que se acerca la fecha de la graduación, la administración ha impuesto una política de tolerancia cero en cuanto a infracciones disciplinarias. Si esta noche llegaran a sorprendernos en los túneles, podríamos ser expulsados temporalmente o incluso algo peor.

De la habitación que comparte con Gil, Charlie saca una gigantesca mochila de excursionista, y luego saca otra y me la entrega. Finalmente, se pone la gorra.

– Por Dios, Charlie -dice Gil-. Sólo vamos a jugar media hora. Me llevé menos trastos para todas las vacaciones de primavera.

– Siempre preparados -dice Charlie, echándose la mochila más grande sobre el hombro-. Ése es mi lema.

– El tuyo y el de los boy scouts -farfullo. -El de los Águilas -dice Charlie, porque sabe que yo nunca pasé de novato.

– ¿Están listas las chicas? -interrumpe Gil, de pie junto a la puerta.

Paul respira hondo, como despertándose, y asiente. Recoge el busca en su habitación y se lo cuelga en el cinturón.

Frente a Dod Hall, nuestra residencia, Charlie y yo nos despedimos de Gil y Paul. Entraremos en los túneles por lugares distintos, y no nos veremos hasta que bajo tierra uno de los equipos encuentre al otro.

– No sabía que hubiera boy scouts negros -le digo a Charlie en cuanto nos quedamos solos. Caminamos por el campus. La capa de nieve es más profunda y más fría de lo que me esperaba; me envuelvo en mi anorak de esquí y me pongo los guantes.

– No pasa nada -dice-. Antes de conocerte, yo no sabía que hubiera blancos cobardes.

El trayecto hacia el extremo sur del campus transcurre en medio del aturdimiento. Ahora que la graduación se acerca y me he sacado la tesina de encima, durante varios días el mundo me ha parecido lleno de movimientos superfluos: los estudiantes menos privilegiados asistiendo a seminarios nocturnos, los de último año pasando a limpio sus últimos capítulos en los ordenadores de salas sobrecalentadas y ahora, los copos de nieve que llenan el cielo bailando en círculos antes de posarse en el suelo.

Mientras caminamos, me empieza a doler la pierna. Durante años, la cicatriz que tengo en el muslo ha sabido predecir el mal tiempo seis horas después de que el mal tiempo llegue. Esta cicatriz es recuerdo de un viejo accidente. Poco después de cumplir dieciséis años, sufrí un accidente de tráfico que me obligó a pasar en el hospital casi todo el verano del segundo curso. Los detalles me resultan borrosos, pero la única imagen precisa que guardo de aquella noche es la de mi fémur izquierdo, que se rompió limpiamente y me atravesó la piel. Apenas tuve tiempo de verlo antes de desmayarme por la impresión. También se me rompieron los dos huesos del antebrazo izquierdo y tres costillas del mismo lado. Según los enfermeros, consiguieron detener la hemorragia justo a tiempo para salvarme la vida. Sin embargo, cuando me sacaron de entre los restos del coche, mi padre, que iba al volante, ya había muerto.

El accidente, obviamente, me transformó: después de tres operaciones y dos meses de rehabilitación -y de la aparición de aquellos fantasmales dolores que llegaban seis horas después del cambio de tiempo-, aún tenía tornillos de metal entre los huesos, una cicatriz en la pierna y un extraño vacío en la vida, un vacío que no parecía sino crecer a medida que pasaba el tiempo. Al principio fue la ropa: tuve que usar pantalones y shorts de tallas más pequeñas hasta que recuperé el peso perdido, y luego modelos que taparan el injerto de piel del muslo. Más tarde me percaté de que también mi familia se había transformado, sobre todo mi madre (se había encerrado en sí misma desde el accidente) pero también mis dos hermanas mayores, Sarah y Kristen, que empezaron a pasar cada vez menos tiempo en casa. Por último, fueron mis amigos quienes comenzaron a cambiar -o acaso fui yo quien empezó a cambiarlos-. No sé muy bien si quería amigos que me entendieran mejor, o que me vieran de otro modo, no lo sé, pero los viejos, como la ropa vieja, simplemente dejaron de servirme.

A la gente le gusta decir a las víctimas que el tiempo todo lo cura. «Lo cura», eso dicen, como si el tiempo fuera un médico. Pero después de seis años de pensar en el asunto, he llegado a una conclusión distinta. El tiempo es ese tipo del parque de atracciones que pinta camisetas con un aerógrafo. Rocía una fina niebla de pintura hasta que en el aire no quedan más que partículas solitarias esperando a quedar pegadas en su sitio. El resultado, el dibujo que queda sobre la camiseta no suele ser gran cosa. Sospecho que quien compra esa camiseta, el gran patrocinador del eterno parque temático, quienquiera que sea, se despierta a la mañana siguiente y se pregunta qué diablos vio en ella. En esta analogía, como tuve que explicarle a Charlie la primera vez que se la mencioné, nosotros somos la pintura. El tiempo es lo que nos dispersa.

Tal vez la mejor manera de expresarlo sea la que usó Paul poco después de conocernos. Ya por entonces era un fanático del Renacimiento: tenía dieciocho años y estaba convencido de que la civilización había caído en picado desde la muerte de Miguel Ángel. Había leído todos los libros de mi padre sobre la época. Pocos días después del inicio de las clases, reconoció mi segundo nombre en el libro de fotografías de nuevos estudiantes y se me presentó. Mi segundo nombre es bastante peculiar; durante varias épocas de mi niñez lo llevé como quien arrastra una condena. Mi padre trató de bautizarme con el nombre de su compositor favorito, un italiano del siglo XVII sin el cual, según él, no hubiera existido Haydn y, por lo tanto, tampoco Mozart. Mi madre, por otra parte, se negó a que el certificado de nacimiento saliera impreso como lo quería mi padre, insistiendo hasta el día de mi llegada en que Arcangelo Corelli Sullivan era una carga demasiado pesada -como un monstruo de tres cabezas- para un niño. A ella le gustaba Thomas, el nombre de su padre: lo que le faltaba en imaginación, lo compensaba con sutileza.

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[1] Juego por equipos en que se disparan cápsulas de pintura contra los contrarios. (N. del T.)