La respuesta, en otra tinta y otra caligrafía, está escrita en la parte inferior de la misma carta. Hay dos números de teléfono, uno precedido de la letra F, el otro de la R. Después se añade una nota finaclass="underline"
Solicitud atendida. Llama después del trabajo, hora italiana. ¿Y de Paul qué? -Richard.
Paul se ha quedado sin habla. Escarba nuevamente entre los papeles, pero no hay nada más. Cuando trato de consolarlo, me indica que me aparte.
– Deberíamos explicárselo al Decano -le digo al fin.
– ¿Explicarle qué? ¿Que hemos estado husmeando en las cosas de Bill?
De repente, un reflejo luminoso traza una curva en la pared de enfrente, seguido de luces de colores que relampaguean a través de las láminas de cristal de las ventanas. Un coche de policía ha llegado con la sirena apagada al patio que hay frente al museo. Dos agentes salen de él. Las luces rojas y azules se apagan justo cuando llega un segundo coche y aparecen otros dos agentes.
– Alguien ha debido decirles que estábamos aquí -digo.
La nota de Curry se agita en la mano de Paul, que se ha quedado clavado en el suelo, observando las formas oscuras que se apresuran hacia la entrada principal.
– Vamos. -Tiro de él hacia las estanterías de la salida trasera.
En ese instante, la puerta principal de la biblioteca se abre y la luz de una linterna cruza la habitación. Nos escondemos en una esquina. Entran dos agentes.
– Allí -dice el primero, haciendo un gesto en dirección a donde estamos.
Cojo el pomo y abro la puerta trasera. A gachas, Paul sale al vestíbulo, justo cuando el primer policía se acerca. Mientras tanto, yo salgo caminando de cuclillas, y luego logro ponerme de pie. Nos deslizamos con la espalda pegada a la pared; corriendo, Paul me conduce a la escalera que da a la planta baja. Cuando regresamos al espacio abierto del vestíbulo principal, veo una luz de linterna bordeando una pared cercana.
– Abajo -dice Paul-. Hay un ascensor de servicio.
Entramos en el ala asiática del museo. Hay esculturas y vasijas detrás de fantasmales paredes de vidrio. Hay rollos chinos que yacen en sus vitrinas, desenrollados y montados junto a figuras mortuorias. La sala es de un opaco tono verde.
– Por aquí -me urge Paul mientras se acercan los pasos.
Me guía, tras doblar una esquina, a un callejón cuya única salida son las grandes puertas metálicas del ascensor de servicio.
Las voces se hacen más fuertes. Al pie de la escalera, dos policías tratan de avanzar en la oscuridad. De repente la planta entera se ilumina.
– Hay luz. -Nos llega la voz de un tercero.
Paul mete la llave en la ranura de la pared. Cuando las puertas se abren, me mete de un tirón en el ascensor. Enseguida nos llega un aluvión de pasos que se mueven en nuestra dirección.
– Vamos, vamos…
Las puertas permanecen abiertas. Durante un instante creo que le han cortado la corriente al ascensor. En ese momento, justo cuando el primer agente dobla la esquina, las puertas metálicas se cierran de un golpe. Una mano golpea las puertas, pero el ruido se desvanece a medida que se mueve la cabina.
– ¿Adónde vamos? -pregunto.
– A la zona de carga.
Salimos a una especie de área de almacenamiento, y Paul abre a la fuerza una puerta que da a una habitación inmensa y fría. Espero a que mis ojos se acostumbren a la luz. Ante nosotros se levantan las puertas de garaje de la plataforma de carga. El viento de afuera pasa tan cerca que hace temblar los paneles metálicos. Imagino pasos que corren hacia nosotros bajando la escalera, pero nada puede oírse a través de aquella gruesa puerta.
Paul se apresura, hace girar el pomo de un interruptor, y un motor se despierta y la puerta retráctil comienza a moverse.
– Con eso basta -digo cuando la apertura es lo bastante grande para dejarnos pasar a ambos.
Pero Paul niega con la cabeza y la puerta sigue levantándose.
– ¿Qué haces?
El espacio entre el suelo y el borde inferior de la puerta se ensancha hasta permitirnos una vista completa del campus sur. Durante un segundo, me quedo paralizado por lo bello, lo desierto que se ve.
De repente Paul hace girar el botón del motor en la dirección opuesta y la puerta empieza a cerrarse.
– ¡Vamos! -grita.
Se lanza como una flecha desde la pared hacia la plataforma, y yo intento torpemente rodar sobre mi espalda. Paul ya está delante de mí. Pasa rodando por debajo de la puerta, y luego tira de mí justo antes de que el metal conecte con el suelo.
Me incorporo tratando de recobrar el aliento. Cuando empiezo a moverme en dirección a Dod, Paul me da otro tirón.
– Nos verán desde arriba. -Señala las ventanas del extremo oeste del edificio. Tras escudriñar el camino que se dirige al este, dice-: Por aquí.
– ¿Te encuentras bien? -le pregunto mientras lo sigo.
Paul inclina la cabeza mientras avanzamos en mitad de la noche, alejándonos de nuestro dormitorio y también del campo visual de los policías. El viento se mete bajo el cuello de mi abrigo y me enfría el sudor de la nuca. Cuando miro hacia atrás, Dod y Brown Hall se ven casi totalmente oscuros, al igual que todos los dormitorios que se ven en la distancia. La noche ha llegado a todos los rincones del campus. Sólo las ventanas del museo de arte están inyectadas de luz.
Seguimos hacia el este a través de Prospect Gardens, un paraíso botánico ubicado en el corazón del campus. Las diminutas plantas primaverales están salpicadas de blanco y resultan casi invisibles, pero el haya americana y el cedro libanés se alzan como ángeles guardianes con las alas extendidas para protegerlas de la nieve. Un coche de la policía patrulla por una de las calles laterales, y Paul y yo aceleramos el paso.
La cabeza me da vueltas mientras me esfuerzo por entender lo que hemos visto. Tal vez el hombre que vimos en el escritorio de Stein era Taft, que revolvía sus papeles para hacer desaparecer toda conexión entre ellos. Tal vez ha sido él quién ha llamado a la policía. Miro a Paul y me pregunto si se le habrá pasado por la cabeza la misma idea, pero tiene una expresión vacía.
A lo lejos, aparece el nuevo departamento.
– Podemos entrar un rato -sugiero.
– ¿Dónde?
– A las salas de ensayo del sótano. Hasta que haya desaparecido el peligro.
Al acercarnos oímos notas perdidas flotando en el aire: músicos noctámbulos que vienen a Woolworth para ensayar en privado. Vemos pasar otro coche de policía en dirección a Prospect que salpica barro y sal sobre el bordillo. Me obligo a caminar más rápido.
La construcción de Woolworth ha terminado muy recientemente, y el edificio que emergió de los andamios es muy curioso: visto de fuera parece una fortaleza, pero el interior es inerte y frágil. El atrio se curva como un río a través de la biblioteca de música y las aulas de la planta baja y se levanta tres plantas hasta las claraboyas del techo. A su alrededor, el viento aúlla celosamente. Paul abre la puerta de entrada con su carnet, y sostiene la puerta para que yo pase.
– ¿Por dónde? -pregunta.
Lo guío a la escalera más próxima. Gil y yo hemos venido dos veces desde la inauguración del edificio, en ambas ocasiones en aburridas noches de sábado, después de tomarnos unas copas. La segunda esposa de su padre se empeñó en que Gil aprendiera a tocar algo de Duke Ellington del mismo modo en que mi padre insistió para que yo aprendiera algo de Arcangelo Corelli. Entre los dos hemos recibido no menos de ocho años de clases de música, pero no tenemos con qué demostrarlo. Azotando un piano de media cola, Gil echó a perder ´A´ Train, yo destrocé La follia, y ambos fingimos seguir un ritmo que ninguno de los dos había interiorizado jamás.
Paul y yo caminamos sin hacer ruido por el vestíbulo del sótano y nos encontramos con que sólo un piano está siendo utilizado. Alguien está tocando Rapsody in Blue en una remota sala de ensayo. Entramos en un estudio pequeño e insonorizado, y Paul se desliza cuidadosamente frente al piano alto y se sienta en el banco. Observa las teclas, que le resultan misteriosas como las de un ordenador, pero no las toca. La luz del techo chisporrotea un instante y después se extingue. Da igual.