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– No lo puedo creer -dice al fin, respirando hondo.

– ¿Por qué iban a hacerlo? -pregunto.

Paul pasa el dedo índice sobre una tecla, acariciando el ébano. Cuando me doy cuenta de que no ha escuchado la pregunta, se la repito.

– ¿Qué quieres que te diga, Tom?

– Tal vez por eso Stein quería ayudarte.

– ¿Cuándo? ¿Esta noche, con lo del diario?

– No. Desde hace meses.

– ¿Desde que tú dejaste de trabajar en la Hypnerotomachia?

La cronología es un puñetazo en la mandíbula: el recuerdo de que yo soy el responsable último de la aparición de Stein.

– ¿Crees que todo esto es culpa mía?

– No -dice Paul en voz baja-. Claro que no.

Pero la acusación flota en el aire. El mapa de Roma, al igual que el diario, me han recordado todo lo que abandoné, todos los progresos que hicimos antes de mi marcha y cuánto disfruté. Me miro las manos; las tengo enroscadas entre las piernas. Fue mi padre quien dijo que tenía las manos perezosas. Cinco años de clases de música no lograron producir una sonata de Corelli más o menos presentable. Entonces, mi padre optó por el baloncesto.

«Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes.»

– ¿Qué me dices de la nota de Curry? -le pregunto. Al mismo tiempo, me fijo en la parte posterior del piano. El lado que da a la pared está sin barnizar. Es una extraña noción de la economía, como si un profesor no se peinara el pelo del cogote porque no se lo ve en el espejo. Mi padre lo hacía. Siempre pensé que se trataba de un defecto de perspectiva: el error de alguien que sólo ve el mundo desde un ángulo. Sus estudiantes debieron notarlo con la misma frecuencia que yo: cada vez que les daba la espalda.

– Richard nunca trataría de robarme -dice Paul, mordiéndose una uña-. Se nos ha debido escapar algo.

Se produce un silencio. La sala de ensayo es cálida, y cuando nos quedamos callados no se oye ningún sonido salvo un tarareo ocasional procedente del vestíbulo, donde Gershwin ha sido reemplazado por una sonata de Beethoven que resuena a lo lejos. El ambiente me hacer recordar los días en que, de niño, esperaba que pasara una tormenta de verano. Se ha ido la luz, la casa está en silencio, y no se oye nada salvo el rugido de un trueno remoto. Mi madre me lee a la luz de una vela -Bartholomew Cubbins o un Sherlock Holmes ilustrado- y lo único que se me ocurre es que las mejores historias son siempre las de hombres que llevan sombreros graciosos.

– Creo que el que estaba allí era Vincent -dice Paul-.

En a comisaría mintió acerca de su relación con Bill. Dijo que Bill había sido el mejor estudiante de postgrado que había tenido en muchos años.

Ambos conocemos a Vincent -decía la carta de Stein-. Creo que podemos decir que tiene sus propios planes con respecto a todo lo que salga de esto.

– ¿Crees que Taft lo quiere para él? -le pregunto-. Hace muchos años que no publica nada sobre la Hypnerotomachia.

– No se trata de publicar, Tom.

– ¿De qué se trata, entonces?

Paul se queda un momento callado, y luego dice:

– Ya has escuchado lo que dijo Vincent esta noche. Nunca antes había admitido que Francesco fuera romano. -Paul baja la mirada hacia los pedales del piano, que asoman bajo el marco de madera como si fueran unos zapatitos de oro-. Trata de robármelo.

– ¿Robarte qué?

Paul vacila de nuevo.

– No importa. Olvídalo.

– ¿Y si fuera Curry el que estaba en el museo? -le sugiero cuando se da la vuelta. La carta de Stein a Curry ha enturbiado la imagen que tengo de este hombre. Me ha recordado el hecho de que nadie ha estado más obsesionado con la Hypnerotomachia que él.

– Él no está metido en esto, Tom.

– Pero ya has visto cómo ha reaccionado cuando le has mostrado el diario. Curry todavía pensaba que le pertenecía.

– No. Yo lo conozco, Tom. ¿Vale? Tú no.

– Y eso ¿qué significa?

– Tú nunca confiaste en Richard. Ni siquiera cuando trató de ayudarte.

– No necesitaba su ayuda.

– Y sólo odias a Vincent por lo de tu padre.

Me doy la vuelta hacia él, sorprendido.

– Él llevó a mi padre a…

– ¿A qué? ¿A salirse de la carretera?

– No. A la distracción. Pero ¿qué diablos te pasa?

– Escribió una reseña, Tom.

– Arruinó su vida.

– Arruinó su carrera. Es distinto.

– ¿Por qué lo defiendes?

– No lo defiendo. Defiendo a Richard. Pero a ti Vincent nunca te ha hecho nada.

Estoy a punto de responderle cuando veo el efecto que nuestra conversación tiene en él. Se pasa la palma de la mano por las mejillas, secándoselas. En ese momento sólo veo faros en una carretera. Oigo el estruendo de una bocina.

– Richard siempre ha sido muy bueno conmigo -dice Paul.

No recuerdo que mi padre hiciera el menor ruido. Ni durante el trayecto, ni cuando derrapamos y nos salimos de la carretera.

– No los conoces -dice-. A ninguno de los dos.

No sé con certeza cuándo comenzó a llover: cuando íbamos a la feria del libro a ver a mi madre, o de camino al hospital, cuando yo estaba ya en la ambulancia.

– Una vez encontré una reseña del primer libro importante de Vincent -continúa Paul-. Un recorte que había en su casa. Era de principios de los años setenta, cuando Vincent era el personaje de moda en Columbia, antes de que llegara al Instituto y su carrera se viniera abajo. Era un texto brillante, el tipo de reseña que los profesores sueñan. Al final decía: «Vincent Taft ya ha emprendido su próximo proyecto: una historia definitiva del Renacimiento italiano. A juzgar por su obra existente, será ciertamente un opus magnum; uno de esos raros logros en los cuales escribir sobre historia se transforma en hacer historia». Lo recuerdo palabra por palabra. Lo encontré en la primavera de segundo, antes de conocerlo realmente. En ese momento comprendí por primera vez quién era.

Una reseña. Como la que le mandó a mi padre, sólo para asegurarse de que la viera. La patraña Belladonna, por Vincent Taft.

– Era una estrella, Tom. Tú lo sabes. Tenía más ideas que toda la facultad junta. Pero se vino abajo. No se quemó, simplemente se vino abajo.

Las palabras ganan impulso, acumulándose en el aire como si pudiera lograrse un equilibrio entre la presión que Paul lleva dentro y el silencio que reina afuera. Me siento como si intentara nadar, como si agitara brazos y piernas mientras me arrastra la marea. Paul comienza de nuevo a hablar de Taft y Curry y me digo que no son más que personajes de otro libro, hombres con sombreros, producto de una imaginación agotada. Pero cuanto más habla Paul, más los veo como él los ve.

Tras la debacle que rodeó al diario del capitán de puerto, Taft abandonó Manhattan y se instaló en una casa de listones de madera blanca perteneciente al Instituto, a poco más de un kilómetro al suroeste del campus de Princeton. Tal vez lo afectó la soledad, la ausencia de colegas contra los cuales probar su fuerza, pero en cuestión de meses comenzaron a circular en la comunidad académica rumores acerca de sus problemas con la bebida. La historia definitiva que había planeado expiró silenciosamente. Su pasión, su dominio sobre su propio talento, se derrumbó.

Tres años después, con motivo de su siguiente publicación -un delgado volumen sobre el papel de los jeroglíficos en el arte del Renacimiento- resultó evidente que la carrera de Taft se había estancado. Siete años después, cuando se publicó su siguiente artículo en una revista menor, un reseñista dijo que su decadencia era una tragedia. Según Paul, la pérdida de lo que Taft tuvo con mi padre y con Curry siguió persiguiéndolo. En los veinticinco años que pasaron entre su llegada al Instituto y su encuentro con Paul, Vincent Taft publicó sólo en cuatro ocasiones; prefirió pasar el tiempo escribiendo crítica sobre las obras de los otros, y en particular de mi padre. Ni una sola vez recuperó el fogoso genio que había tenido en su juventud.