Выбрать главу

– ¿Qué quieres decir?

– Para hacer un doctorado. Recibí la carta un día después que tú.

Me quedo atónito.

– ¿Adonde creías que iría el año que viene? -pregunta.

– A trabajar con Pinto en Yale. ¿Por qué Chicago?

– Pinto se jubila este año. Y además, el programa de Chicago es mejor. Melotti sigue ahí.

Melotti. Uno de los pocos estudiosos de la Hypnerotomachia que recuerdo haber oído en boca a mi padre.

– Además -añade Paul-, si a tu padre le fue bien, a mí también puede irme bien, ¿no?

La misma idea se me ocurrió antes de presentar mi solicitud, pero lo que yo quise decir fue: si aceptaron a mi padre, también me aceptarán a mí.

– Supongo que sí.

– Entonces ¿qué opinas?

– ¿De ir a Chicago?

Titubea de nuevo. Me he perdido de algo.

– De ir a Chicago juntos.

El techo cruje, pero el sonido nos llega como si fuera de otro mundo.

– ¿Por qué no me lo habías dicho?

– No sabía cómo te lo tomarías -dice.

– Y seguirías el mismo programa que él.

– En la medida de lo posible.

No estoy seguro de que pueda soportar que mi padre me persiga cinco años más. Lo vería en la sombra de Paul aun más de lo que lo veo ahora.

– ¿Es tu primera opción?

Tarda un largo rato en responder.

– Sólo quedan Taft y Melotti.

Se refiere a estudiosos de la Hypnerotomachia.

– Podría trabajar aquí, en el campus, con alguien que no sea especialista -dice-. Batali o Todesco.

Pero escribir una tesis doctoral sobre la Hypnerotomachia para un no especialista sería como escribir música para sordos.

– Deberías ir a Chicago -le digo, tratando de sonar como si lo sintiera de corazón. Y tal vez sea así.

– ¿Quieres decir que tú irás a Texas?

– No lo he decidido aún.

– No todo tiene que ver con él.

– Lo sé.

– Bien -dice Paul, que ha decidido no presionarme más-. Supongo que tenemos la misma fecha límite.

Los dos sobres están donde los dejé, el uno al lado del otro, en el escritorio de Paul. El escritorio -pienso ahora- en el cual Paul empezó a descifrar la Hypnerotomachia. Durante un instante imagino a mi padre flotando encima como un ángel guardián, guiando a Paul hacia la verdad cada noche desde que todo comenzó. Es curioso pensar que yo estaba aquí mismo, a un par de metros, y dormido la mayor parte del tiempo.

– Descansa un poco -dice Paul, y oigo cómo se da la vuelta sobre su litera con un largo y trabajoso suspiro. La fuerza de lo que ha ocurrido empieza a regresar.

– ¿Qué harás por la mañana? -le pregunto, sin saber si quiere hablar del tema.

– Tengo que preguntarle a Richard sobre esas cartas.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– Prefiero ir solo.

Esa noche no volvemos a hablar.

A juzgar por su respiración, Paul se queda rápidamente dormido. Ojalá pudiera hacer lo mismo, pero tengo la cabeza demasiado atestada. Me pregunto qué habría pensado mi padre al saber que hemos encontrado el diario del capitán después de todos estos años. Tal vez esto hubiera aligerado la soledad que siempre supuse que sentía, la soledad de trabajar tanto en algo que significaba tan poco para tan pocos. Tal vez saber que su hijo lo ha logrado finalmente hubiera cambiado las cosas.

– ¿Por qué has llegado tarde? -le pregunté una noche, después de que se presentara durante el descanso al último partido de baloncesto que jugué en mi vida.

– Lo siento -dijo-. He tardado más de lo que esperaba.

Caminaba hacia el coche delante de mí, íbamos a regresar a casa. Me fijé en el mechón de pelo que siempre olvidaba peinarse, el que no se veía en el espejo. Era mediado de noviembre, pero mi padre había venido al partido con una chaqueta de primavera; estaba tan distraído en su trabajo que había cogido del armario la chaqueta equivocada.

– ¿En qué? -presioné-. ¿Tu trabajo?

«Trabajo» era el eufemismo que yo solía usar para evitar el título que tanto me avergonzaba frente a mis amigos.

– No -dijo él en voz baja-. El tráfico.

En el camino de regreso mi padre mantuvo el velocímetro dos o tres kilómetros por hora por encima del límite de velocidad, igual que siempre. Aquella diminuta desobediencia, su manera de no dejarse encasillar por las reglas unidas a su incapacidad de quebrarlas, me irritaba todavía más una vez me hube sacado el carnet de conducir.

– Has jugado bien -dijo girando la cabeza hacia el puesto del copiloto para mirarme-. Has encestado los dos tiros libres que he visto.

– En la primera mitad he hecho cero de cinco. Le he dicho al entrenador Ames que no quiero seguir jugando.

Mi padre no hizo pausa alguna, y eso me demostró que ya lo había previsto.

– ¿Lo dejas? ¿Por qué?

– Los astutos se aprovechan de los fuertes -dije, consciente de que ésta sería su próxima frase-. Pero los altos se aprovechan de los bajos.

Desde entonces, mi padre pareció culparse por mi decisión, como si el baloncesto hubiera sido el último vínculo entre ambos. Dos semanas más tarde, cuando regresé de la escuela, el tablero y el aro de nuestro garaje ya no estaban: mi padre los había regalado a una organización benéfica local. Mi madre dijo no saber por qué lo había hecho. Lo único que dijo fue: «quizás pensó que eso te facilitaría las cosas».

Con esto en mente, trato de imaginar el regalo más grande que hubiera podido hacerle a mi padre. Y mientras el sueño me envuelve, la respuesta parece extrañamente clara: tener fe en sus ídolos. Eso fue lo que quiso siempre: sentir que algo permanente nos unía, saber que mientras creyéramos en las mismas cosas, nunca nos separaríamos. La verdad es que tuve éxito en mi empeño por que eso nunca ocurriera. La Hypnerotomachia no se diferenciaba en nada de las clases de piano o del baloncesto o de la forma en que mi padre se peinaba: todo era culpa suya. Luego, tal y como él debió de prever, tan pronto como perdí la fe en el libro comenzamos a distanciarnos más y más, siempre sentados alrededor de la misma mesa. Él había hecho su mejor esfuerzo para atarnos con un nudo sólido, y yo me las arreglé para deshacerlo.

La esperanza -me dijo Paul en alguna oportunidad-, que habló desde la caja de Pandora sólo cuando las demás plagas y tristezas hubieron salido, es el mejor y el último de los sentimientos. Sin ella, no hay más que tiempo. Y el tiempo nos empuja por la espalda con una fuerza centrífuga, alejándonos hacia fuera hasta lanzarnos de un empujón al olvido. Ésta, creo, es la única explicación para lo que nos sucedió a mi padre y a mí, igual que a Taft y a Curry igual que nos sucederá a los cuatro que estamos aquí, en Dod, a pesar de lo inseparables que parecemos ahora. Es una ley del movimiento, un hecho físico cuyo nombre Charlie nos podría decir, y que no es para nada distinto de las enanas blancas y las gigantes rojas. Como todas las cosas del universo, estamos destinados a divergir desde nuestro nacimiento. El tiempo no es más que la medida de esa separación. Si somos partículas en un océano de distancia, si somos el resultado de la explosión de un todo original, es posible decir que existe una ciencia de nuestra soledad. Estamos solos en proporción a nuestros años de vida

Capítulo 16

Un verano, después de sexto grado, mi padre me mandó a un campamento de dos semanas de duración para antiguos Boy Scouts díscolos, cuyo propósito, ahora me doy cuenta, era reintegrarme entre mis compañeros más meritorios. Me habían retirado el pañuelo de Scout el año anterior por tirar petardos dentro de la tienda de campaña de Willy Carlson y más concretamente, por seguir opinando que aquello tenía su gracia incluso después de que me explicaran lo de la constitución débil y la vejiga excitable de Willy. El tiempo había pasado, y mis padres esperaban que las indiscreciones hubieran quedado en el olvido. En medio del alboroto que rodeó a Jake Ferguson, el muchacho de doce años cuyo negocio de tiras cómicas pornográficas transformó la experiencia moralmente estreñida del campamento en una empresa lucrativa que nos ampliaría los horizontes, fui degradado al nivel de un mal menor. Catorce días a orillas del lago Eire -parecían pensar mis padres- me devolverían al seno del rebaño.