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En menos de noventa y seis horas se demostró lo equivocados que estaban. Mediada la primera semana, un jefe de grupo me dejó en casa y se largó enojado y sin mediar palabra. Me habían despedido deshonrosamente, esta vez por enseñarles a mis compañeros de campamento una canción inmoral. Una carta de tres páginas del director, densa en adjetivos penitenciarios y judiciales, me ubicaba entre los peores Scouts reincidentes del centro de Ohio. Como no sabía a ciencia cierta qué era un reincidente, les expliqué a mis padres lo que había hecho.

Nos habíamos reunido con una tropa de Chicas Scouts para navegar en canoa. Iban cantando una canción que yo conocía de las oscuras épocas que mi hermana había pasado entre campamentos y escudos: «Haz nuevos amigos, conserva a los viejos; los unos son plata, los otros son oro». Tras heredar de ella una letra alternativa, decidí compartirla con mis compañeros:

No hagas amigos, patea a los viejos. Sólo quiero plata, sólo quiero oro.

Estas líneas difícilmente podían ser motivo de expulsión, pero Willy Carlson, en un brillante arrebato de venganza, le propinó al instructor más viejo una patada mientras éste se agachaba para encender una fogata. Luego dijo que la culpa la tenía mi mala influencia: la nueva letra había hechizado su pie, proyectándolo contra el culo del viejo instructor. En cuestión de horas, la maquinaria de la justicia Scout se había puesto en marcha, y ambos estábamos haciendo las maletas.

Esta experiencia no tuvo más que dos consecuencias (aparte de mi abandono definitivo de los Boy Scouts). Primero, una estrecha amistad con Willy Carlson, cuya vejiga excitable, según supe después, no era más que una mentira inventada para conseguir que me echaran por primera vez. ¿Cómo no iba a caerte bien un tío así? Y segundo, un serio sermón de mi madre, cuyo argumento no entendí hasta que mis años en Princeton estaban a punto de llegar a su fin. No tenía ninguna objeción al primer verso de la letra reformada, a pesar de que técnicamente fuese el pateo de ancianos lo que me condenó. Lo que más la preocupó fue la extraña obsesión del segundo verso.

– ¿Por qué plata y oro? -dijo, tras sentarme en la pequeña trastienda de la librería, donde almacenaba los libros y los viejos archivadores.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté. En la pared había un calendario viejo del Museo Columbus de Arte, en la página del mes de mayo, en la que había un cuadro de Edward Hopper: una mujer sentada sola en su cama. No podía quitarle la mirada de encima.

– ¿Por qué no cohetes? -preguntó-. ¿O fogatas?

– Porque eso no sirve. -Recuerdo haberme sentido irritado; las respuestas me parecían evidentes-. El último verso tiene que ser parecido al original.

– Escúchame bien, Tom. -Mi madre me puso una mano en el mentón y me giró la cara para que la mirara. Según con qué luz, su pelo parecía dorado, como el de la mujer del cuadro de Hopper-. Esto no es normal. A un chico de tu edad no deberían importarle la plata y el oro.

– Si a mí no me importan. ¿Qué importancia tiene eso?

– Cada deseo tiene su objeto adecuado.

Se parecía a algo que me habían dicho en catequesis.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Quiere decir que la gente se pasa la vida deseando las cosas equivocadas. El mundo confunde a la gente, y la gente ama y desea lo que no debería. -Se ajustó el cuello del vestido de tirantes y se sentó a mi lado-. Lo único que se necesita para ser feliz es desear lo adecuado en la medida adecuada. No el dinero, ni los libros, sino la gente. Los adultos que no comprenden esto nunca logran sentirse satisfechos. No quiero que a ti te pase lo mismo.

Nunca entendí por qué le parecía tan importante que mis pasiones se encauzaran en la dirección apropiada. Me limité a asentir de manera solemne, prometí que jamás volvería a cantar canciones que hablaran de metales preciosos, y noté que había logrado apaciguar a mi madre.

Pero el problema no eran los metales preciosos. Ahora me doy cuenta de que mi madre estaba librando una batalla de mayor envergadura para salvarme de algo peor: de convertirme en mi padre. La obsesión de mi padre por la Hypnerotomachia era, para ella, el mejor ejemplo de una pasión insensata, y luchó contra esa obsesión hasta el día de su muerte. Sospecho que mi madre consideraba el amor de mi padre por el libro una perversión, una desviación de su amor por su esposa y su familia. Pero ninguna fuerza, ningún intento de persuasión podían evitarlo. En ese momento, cuando mi madre se dio cuenta de que había perdido la batalla para corregir la vida de mi padre, decidió empezar a batallar por la mía.

No estoy muy seguro de haber cumplido mis promesas. La persistencia de los niños en sus comportamientos infantiles debe de ser asombrosa para las mujeres, que aprenden a comportarse bien más rápido que nosotros. A lo largo de mi niñez, hubo en casa un monopolio de los errores, y yo fui su Rockefeller. Nunca imaginé la magnitud del error del que me advertía mi madre hasta que tuve la mala fortuna de cometerlo. Pero entonces, sin embargo, fue Katie y no mi familia quien sufrió las consecuencias.

Llegó enero, y el primer acertijo de Colonna dio paso a otro, y luego a un tercero. Paul sabía dónde buscarlos, pues había detectado un patrón en la Hypnerotomachia: siguiendo un ciclo regular, la extensión de los capítulos aumentaba de cinco o diez páginas a veinte, treinta o incluso cuarenta. Los capítulos más cortos estaban agrupados en series de tres o cuatro, mientras que los largos eran más independientes. Tras hacer un gráfico con la extensión de los capítulos, advertimos que los largos periodos de poca intensidad quedaban interrumpidos por picos de larga extensión, creándose así un perfil visual que Paul y yo acabamos considerando el pulso de la Hypnerotomachia. Ese diseño continuaba hasta el final de la primera parte del libro, punto en el que comenzaba una secuencia extraña y confusa en la cual ningún capítulo superaba las once páginas.

Paul comprendió rápidamente el sistema, utilizando nuestro éxito con Moisés y sus cuernos: cada pico de capítulos largos e independientes proporcionaba un acertijo; la solución al acertijo, su clave, se aplicaba luego a la serie de capítulos cortos que lo seguían, y eso proporcionaba la siguiente parte del mensaje de Colonna. La segunda parte del libro, aventuró Paul, debía de ser mero relleno, igual que parecían serlo los primeros capítulos de la primera mitad: una distracción para mantener la apariencia narrativa de una historia que por lo demás era fragmentaria.

Nos dividimos el trabajo. Paul buscaba los acertijos de los capítulos largos y me los dejaba para que yo los resolviera. El primero al que me enfrenté fue éste: «¿Cuál es la armonía más pequeña de una gran victoria?».

– Me hace pensar en Pitágoras -me dijo Katie cuando se lo expliqué mientras comíamos pastel y bebíamos chocolate caliente en un Small World Coffee-. En Pitágoras, todo tiene armonías. La astronomía, la virtud, las matemáticas…

– Yo creo que tiene que ver con la guerra -repliqué; había pasado un buen rato revisando textos sobre ingeniería del Renacimiento en Firestone. En una carta al duque de Milán, Leonardo aseguraba ser capaz de construir carros impenetrables, como tanques renacentistas, al igual que morteros portátiles e inmensas catapultas para utilizar durante los cercos. La filosofía y la tecnología se confundían poco a poco: había una matemática de la victoria, un conjunto de proporciones que el arma perfecta debía tener.

A la mañana siguiente. Katie me despertó a las 7.30 para ir a correr antes de su clase de las 9.00.