– Lo de la guerra no tiene sentido -me dijo, empezando a analizar la sintaxis del acertijo como sólo podía hacerlo un estudiante especializado en filosofía-. La pregunta tiene dos partes: la armonía más pequeña y una gran victoria. Lo de la gran victoria puede significar cualquier cosa. Deberías concentrarte en la parte más clara. «La armonía más pequeña» tiene menos significados concretos.
Pasábamos frente a la estación de Dinky, de camino al extremo oeste del campus, y me limité a refunfuñar, envidiando a los pocos pasajeros que esperaban el tren de las 7:43. Correr y pensar antes de que el sol haya acabado de salir me parecían actividades anormales, y Katie sabía que la niebla no se disiparía de mis pensamientos hasta el mediodía. Aquello era aprovecharse, castigarme por no tomar en serio a Pitágoras.
– Y entonces ¿qué sugieres?
Ella ni siquiera parecía tener dificultades para respirar.
– Pasaremos por Firestone a la vuelta. Te mostraré dónde creo que deberías buscar.
Así continuó el asunto durante dos semanas: me levantaba al amanecer para mi sesión de calistenia y rompecabezas, le explicaba a Katie mis ideas acerca de Colonna de tal modo que ella tuviera que bajar el ritmo para escucharme, y después corría más rápido para que ella tuviera menos tiempo de decirme en qué me equivocaba. Pasábamos juntos las últimas horas de la noche y las primeras horas de la mañana con tanta frecuencia que, siendo tan racional como era, acabaría por ocurrírsele que pasar la noche en Dod sería mucho más fácil que cruzar el campus desde y hacia Holder. Cada mañana, al verla en sus shorts de lycra y su camiseta, trataba de pensar en una nueva forma de extenderle la invitación, pero Katie parecía esforzarse por no entenderme. Gil me había contado que su ex novio, el jugador de lacrosse de uno de mis seminarios, había transformado su relación con ella en un juego: no forzaba sus afectos cuando estaba borracha, de manera que ella se derretía de gratitud cuando estaba sobria. A Katie le costó tanto tiempo darse cuenta de la manipulación que durante el primer mes que pasamos juntos siguió con mal sabor de boca.
– ¿Qué debo hacer? -pregunté una noche, una vez Katie se hubo ido, cuando ya la frustración se había vuelto casi insoportable. Cada mañana, después del ejercicio matutino, recibía un diminuto beso en la mejilla, lo cual, dadas las circunstancias, no alcanzaba a cubrir mis gastos; y ahora que había empezado a pasar más y más tiempo con la Hypnerotomachia y a sobrevivir con cinco o seis horas de sueño cada noche, estaba acumulando una nueva deuda. Tántalo y sus uvas no eran nada para mí: cuando quería a Katie, recibía a Colonna; cuando quería concentrarme en Colonna, sólo podía pensar en dormir; y cuando por fin trataba de dormir, venían los golpes en la puerta, y era el momento de salir a correr con Katie. La comedia de llevar siempre un retraso crónico con respecto a mi vida no me hacía la menor gracia. Me merecía algo mejor.
Por primera vez, sin embargo, Gil y Charlie hablaron con una misma voz:
– Ten paciencia -dijeron-. Katie lo merece.
Y, como de costumbre, tenían razón. Una noche, durante nuestra quinta semana juntos, Katie nos eclipsó a todos. Regresaba de un seminario de filosofía y decidió pasar por Dod y explicarnos su idea.
– Escuchad esto -dijo sacando de su mochila una copia de la Utopía de Tomás Moro y leyendo un pasaje.
Los habitantes de Utopía tienen dos juegos similares al ajedrez. El primero es una suerte de concurso aritmético en el cual ciertos números «se toman» a otros. El segundo es una batalla campal entre virtudes y vicios, que ilustra, de manera bastante ingeniosa, la forma en que los vicios viven en conflicto mutuo pero se combinan en contra de las virtudes. Demuestra lo que determina, en última instancia, la victoria de un lado o del otro.
Me cogió la mano y puso el libro en ella, esperando a que leyera el pasaje de nuevo.
Le eché un vistazo a la contraportada.
– Escrito en 1516 -dije-. Menos de veinte años después de la Hypnerotomachia.
La diferencia cronológica no era excesiva.
– Una batalla campal entre virtudes y vicios -repitió Katie- que muestra lo que determina la victoria de un lado o del otro.
Y comencé a caer en la cuenta de que tal vez tuviera razón.
Mientras salimos juntos, Lana McKnight tenía una regla. Nunca mezclar los libros con la cama. En el espectro de la emoción, el sexo y el pensamiento estaban en extremos opuestos: ambos existían para ser disfrutados, pero no al mismo tiempo. Me sorprendía que una chica tan inteligente pudiera volverse tan desaforadamente estúpida en la oscuridad: iba por la habitación agitándose en su salto de cama con estampado de leopardo como una cavernícola a la que yo hubiera golpeado con un palo, o diciéndome cosas que habrían escandalizado incluso a la jauría de lobos que la había criado. Nunca me atreví a decirle a Lana que tal vez gemir menos significara más, pero desde la primera noche imaginé lo maravilloso que sería si mi mente y mi cuerpo pudieran sentirse excitados al mismo tiempo. Probablemente intuí esa posibilidad en Katie desde el principio, después de esas mañanas que pasábamos ejercitando ambos músculos al mismo tiempo. Pero aquello no ocurrió hasta esa noche: mientras trabajábamos en las implicaciones de su descubrimiento, desapareció el último residuo de su viejo jugador de lacrosse, y tuvimos que empezar de cero.
Lo que recuerdo más claramente de esa noche es que Paul tuvo la delicadeza de dormir en el Ivy, y que las luces permanecieron encendidas durante todo el tiempo que Katie pasó conmigo. Estaban encendidas mientras leíamos a Tomás Moro, tratando de entender qué juego era ése en el cual las grandes victorias eran posibles cuando había armonía entre las virtudes. Estaban encendidas cuando descubrimos que uno de los juegos que Moro mencionaba, llamado el Juego de los Filósofos, o Rithmomachía, era precisamente del estilo preferido de Colonna, y tal vez el más difícil de todos los juegos jugados por los hombres medievales o renacentistas. Estaban encendidas cuando Katie me besó por decir que tal vez ella tuviera razón después de todo, porque Rithmomachía resultó ser un juego que sólo puede ganarse creando una armonía entre números, la más perfecta de las cuales produce el inusual resultado conocido como gran victoria. Y estaban encendidas cuando me besó de nuevo por admitir que mis otras ideas debían estar equivocadas y que habría debido hacerle caso desde el principio. Me di cuenta, finalmente, del malentendido que había persistido entre nosotros desde la mañana en que salimos a correr por primera vez: mientras yo me esforzaba por tratarla de igual a igual, ella intentaba ir un paso por delante. Había intentado demostrar que los estudiantes de cuarto la intimidaban, que merecía que la tomaran en serio… y no se había dado cuenta, hasta esa noche, que lo había logrado.
Cuando llegó el momento de ir a la cama, tras dejar de fingir que seguíamos leyendo, mi colchón estaba cubierto de una escarpada montaña de libros. Tal vez era cierto que en la habitación hacía demasiado calor para el suéter de Katie. Y tal vez es cierto que habría hecho demasiado calor en la habitación para su suéter aunque el aire acondicionado hubiera estado encendido y estuviera nevando como en Semana Santa. Katie llevaba una camiseta debajo del suéter, y debajo de la camiseta, un sujetador negro, pero al verla quitarse el suéter, y ver el desorden en que quedó su pelo, los mechones flotando en un halo de electricidad estática, sentí lo que Tántalo nunca logró que sintiera: que un futuro sensacional había desplazado finalmente un presente difícil y esperanzado, dando el viraje que completa el círculo del tiempo.
Cuando me llegó el turno de quitarme la ropa, de compartir con Katie los escombros de mi pierna izquierda, con cicatrices y todo, no lo dudé ni un instante; y cuando ella las vio, tampoco lo hizo. Si hubiéramos pasado esas horas en la oscuridad, creo que no le hubiera dado importancia al asunto. Pero aquella noche no estuvimos a oscuras en ningún momento. Rodamos, el uno sobre el otro, sobre san Tomás Moro y las páginas de su Utopía, adoptamos las nuevas posturas de nuestra relación, y las luces siempre estuvieron encendidas.