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La primera señal de que había entendido mal las fuerzas que obraban sobre mi vida me llegó a la semana siguiente. Paul y yo pasamos buena parte del lunes y el martes debatiendo el significado del nuevo acertijo: «¿Cuántos brazos hay de tus pies al horizonte?».

– Creo que tiene que ver con la geometría -dijo Paul.

– ¿Euclides?

– No. Medidas terrestres. Eratóstenes calculó aproximadamente la circunferencia de la tierra averiguando los distintos ángulos de las sombras que se proyectan en Syene y Alejandría al mediodía del solsticio de verano. Luego usó los ángulos…

Sólo a mediada su explicación me di cuenta de que Paul utilizaba una acepción etimológica de la palabra geometría: literalmente, como dijo, «medición de la tierra».

– Así que al conocer la distancia entre dos ciudades, podía encontrar, triangulando, la curvatura de la tierra.

– ¿Y esto qué tiene que ver con el acertijo?

– Francesco te pregunta la distancia que hay entre tú y el horizonte. Calcula cuánto hay entre un punto dado de la tierra y la línea en que la tierra se curva, y tendrás la respuesta. O simplemente búscala en un libro de texto de física. Lo más probable es que sea una constante.

Lo decía como si la respuesta fuera una conclusión cantada de antemano, pero yo sospechaba algo distinto.

– ¿Por qué pide Colonna esa distancia en brazos? -pregunté.

Paul se inclinó, tachó la palabra brazos en mi copia y la reemplazó por algo en italiano.

– Probablemente eran braccia -dijo-. Es la misma palabra, pero el braccio era una unidad de medición florentina. Un braccio tiene más o menos la misma longitud que un brazo.

Por primera vez estaba durmiendo menos que éclass="underline" este repentino colofón vital me aguijoneaba para que siguiera subiendo las apuestas, mezclando las bebidas, porque este cóctel de Katie y Francesco Colonna parecía ser exactamente lo que el doctor había ordenado. Me pareció toda una revelación el hecho de que mi regreso a la Hypnerotomachia le hubiera dado una nueva estructura al mundo en que vivía. Comencé rápidamente a caer en la trampa de mi padre, aquella de la que mi madre tanto había intentado advertirme.

El miércoles por la mañana, cuando le conté a Katie que había soñado con mi padre, hizo algo que no había hecho antes: se detuvo.

– Tom, no quiero seguir hablando de esto -dijo.

– ¿De qué?

– De la tesina de Paul. Hablemos de otra cosa.

– Te estaba hablando de mi padre.

Pero ya estaba muy acostumbrado a las conversaciones con Paul, en las que invocaba el nombre de mi padre en cualquier situación con la esperanza de que fuera suficiente para desmontar cualquier crítica.

– Tu padre trabajó en el libro que Paul está estudiando -dijo ella-. Es lo mismo.

Malinterpreté el sentimiento que había tras sus palabras. Creí que era miedo: miedo a ser incapaz de resolver un nuevo acertijo como había resuelto el primero, y de que mi interés en ella se esfumara entonces.

– Bien -dije, convencido de que así la salvaba de eso-. Hablemos de otra cosa.

Y así empezó un periodo agradable, pero construido sobre un malentendido absoluto. Durante el primer mes, hasta la noche que durmió en Dod, Katie me mostró una fachada en la que trataba de exhibir lo que -pensó- yo deseaba; y durante el segundo mes le devolví el favor, evitando en su presencia toda mención a la Hypnerotomachia, no porque la importancia del libro en mi vida hubiera disminuido, sino porque creía que los acertijos de Colonna la incomodaban.

Si hubiera sabido la verdad, Katie habría tenido motivos para preocuparse. La Hypnerotomachia empezaba a desplazar el resto de mis pensamientos e intereses. El equilibrio que creí lograr entre la tesina de Paul y la mía -el vals entre Mary Shelley y Francesco Colonna, que, cuanto más tiempo pasaba con Katie, más vividamente imaginaba- degeneró en un tira y afloja que Colonna fue ganando poco a poco.

De todas formas, antes de que Katie y yo nos diéramos cuenta, ya habíamos establecido vínculos en todos los ámbitos de nuestra experiencia compartida. Recorríamos los mismos senderos cada mañana; parábamos en los mismos cafés antes de clase; y yo la metía a hurtadillas en mi club cuando se me acababan las invitaciones. Los jueves por la noche bailábamos con Charlie en el Cloister Inn; los sábados por la noche jugábamos a billar con Gil en el Ivy; y los viernes por la noche, cuando los clubes de Prospect quedaban en silencio, íbamos a ver a nuestros amigos actuar en comedias de Shakespeare o en conciertos orquestales o en coros a capella que se hacían por todo el campus. La aventura de nuestros primeros días juntos floreció poco a poco hasta convertirse en algo muy distinto: una sensación que yo nunca había tenido con Lana ni con ninguna de sus predecesoras, y que sólo podía comparar con la de regresar a casa y unirme a un equilibrio que no necesita ningún ajuste, como si la balanza de mi vida hubiera estado esperando a Katie desde siempre.

Cuando Katie se dio cuenta por primera vez de mi insomnio, me recitó una obra de su autor favorito, y yo seguí a George el Curioso hasta los confines de la tierra, donde el peso de los párpados pudo conmigo. Después pasé muchas noches dando vueltas en la cama hasta que Katie encontraba una solución que era distinta cada vez. Episodios de medianoche de M*A*S*H; largas lecturas de Camus; programas de radio que ella escuchaba en casa y que ahora recibía en una débil emisión realizada desde la costa. A veces dejábamos las ventanas abiertas para escuchar la lluvia de finales de febrero, o las conversaciones de los novatos ebrios. Teníamos incluso un juego de rimas que inventamos especialmente para las noches de insomnio, algo que Francesco Colonna no habría encontrado tan edificante como la Rithmomachía , tal vez, pero que nosotros disfrutábamos igual.

– Había un hombre que escribió El extranjero -decía yo, para empezar.

Cuando Katie sonreía de noche, era como un gato Cheshire en la oscuridad.

– Que se fue de Argelia en enero -contestaba ella.

– Tenía un gran potencial.

– Pero no existencial.

– Y para Sartre era un pobre altanero.

Pero a pesar de todas las formas para hacerme dormir que descubrió Katie, la Hypnerotomachia me seguía robando el sueño casi todas las noches. Ya había descubierto en qué consistía la armonía más pequeña de una gran victoria: en Rithmomachía, donde el objetivo es establecer patrones numéricos que contengan armonías aritméticas, geométricas o musicales. Sólo tres secuencias producen las tres armonías al mismo tiempo: el requisito para una gran victoria. La más pequeña de ellas, es decir, la que Colonna quería, era la secuencia 3-4-6-9.

Rápidamente, Paul cogió los números y los convirtió en una clave. En los capítulos apropiados, leyó la tercera letra, luego la cuarta, seguidas de la sexta y la novena; y en cuestión de una hora recibimos un nuevo mensaje de Colonna:

Comienzo mi relato con una confesión. Muchos hombres han muerto para conservar este secreto. Algunos han perecido en la construcción de mi cripta, la cual, imaginada por Bramante y ejecutada por Terragni, mi hermano romano, es, en cuanto a sus propósitos, un artilugio inigualable, impermeable a todas las cosas, sí, pero sobre todo al agua. Muchas víctimas se han cobrado, aun entre los más experimentados de los hombres. Tres han muerto mientras movían gruesas piedras, dos en la tala de árboles, cinco en el proceso mismo de la construcción. Otros de los muertos no los menciono, pues han perecido en la vergüenza, y serán olvidados.

Aquí transmitiré la naturaleza del enemigo al que me enfrento, cuyo poder creciente yace en el corazón de mis acciones. Te preguntarás, lector, por qué he fechado este libro en 1467, poco más de treinta años antes de escribir estas palabras. La razón es ésta: fue en ese año cuando empezó la guerra que aún libramos, y que ahora hemos empezado a perder. Tres años antes, su Santidad Pablo Segundo había expulsado a los abreviadores de la corte, poniendo en claro, al hacerlo, sus intenciones con respecto a mi hermandad. Sin embargo, los miembros de la generación de mi tío eran hombres con poder, con amplias influencias, y los hermanos expulsados se congregaron en la Accademia Romana, liderada por el buen Pomponio Leto. Pablo vio que nuestros números persistían, y su furia aumentó. En ese año, 1467, aplastó por la fuerza la Academia. Y para que todos conociesen la solidez de su determinación, encarceló a Pomponio Leto, e hizo que lo acusaran de sodomía. Otros de nuestro grupo fueron torturados. Uno, al menos, habría de morir.