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Ahora, lector, te explicaré la naturaleza de la composición de esta obra. Con ayuda de mis hermanos, he estudiado los libros de códigos de los árabes, los judíos y los antiguos. He aprendido de los cabalistas la práctica denominada gematria, según la cual, cuando en el Génesis se escribe que Abraham trajo 318 sirvientes para ayudar a Lot, vemos que el número 318 representa tan sólo a Eliezer, pues ésta es la suma de las letras hebreas de su nombre. He aprendido las prácticas de los griegos, cuyos dioses hablaban en acertijos, y cuyos generales, tal como explica en su Historia el Hacedor de Mitos, ocultaban astutamente sus significados, como cuando Histiaeo hizo tatuar un mensaje sobre el cuero cabelludo de su esclavo, de manera que Aristágoras pudiera afeitarle la cabeza y leerlo.

Te revelaré los nombres de esos sabios cuya sabiduría forjó mis acertijos. Pomponio Leto, maestro de la Academia Romana, pupilo de Valla y viejo amigo de mi familia, me instruyó en cuestiones de lenguaje y traducción, donde mis propios ojos y oídos me fallaban. En el arte y la armonía de los números, mi guía fue el francés Jacques Lefèvre d'Etaples, admirador de Roger Bacon y Boecio, que conocía bien todas las formas de la enumeración que mi propio intelecto no podía iluminar. El gran Alberti, que a su vez aprendió su arte de los maestros Masaccio y Brunelleschi (que su genio nunca se olvide), me instruyó hace tiempo en la ciencia de los horizontes y las pinturas; lo alabo ahora y siempre. El conocimiento de las escrituras sagradas de los descendientes de Hermes, el Tres Veces Grande, primer profeta de Egipto, se lo debo al sabio Ficino, maestro de los lenguajes y la filosofía, que no tiene igual entre los seguidores de Platón. Finalmente, tengo con Andrea Alpago, discípulo del venerable Ibn al-Nafis, una deuda por asuntos que serán revelados más tarde; que su aportación sea observada aún con más favor que el resto, pues es en el estudio que hace el hombre de sí mismo, en el cual los demás estudios tienen su origen, en el que más se acerca el hombre a contemplar la perfección.

Éstos, lector, son mis amigos más sabios; entre ellos he aprendido todo lo que ignoro, conocimientos que en otros tiempos eran extraños a los hombres. Uno a uno han accedido a mi sola petición: cada hombre, sin que lo sepan los demás, ha diseñado un acertijo cuya respuesta sólo él y yo conocemos, que sólo otro amante del conocimiento podrá resolver. Estos acertijos, a su vez, los he dispuesto en fragmentos dentro de mi texto, siguiendo un diseño que a ningún hombre he revelado; y sólo la respuesta puede producir mis verdaderas palabras.

Todo esto he llevado a cabo, lector, para proteger mi secreto, pero también para transmitírtelo, en el caso de que llegases a encontrar lo que he escrito. Resuelve dos acertijos más, sólo dos, y empezaré a revelarte la naturaleza de mi cripta.

A la mañana siguiente, Katie no me despertó para salir a correr. De hecho, el resto de esa semana lo pasé hablando con sus compañeras de habitación y con su contestador automático, pero nunca con ella en persona. Enceguecido por los progresos que estaba logrando con Paul, no vi cómo el paisaje de mi vida se estaba erosionando. A medida que la distancia entre nosotros crecía, se desvanecían los senderos en los que corríamos y los cafés matutinos. Katie ya no comía conmigo en el Cloister, pero apenas si me percaté de ello, porque yo mismo pasé varias semanas sin ir a comer allí: Paul y yo nos movíamos como ratas por los túneles que había entre Dod y el Ivy, evitando la luz del día, ignorando los sonidos de las pruebas a aspirantes que se llevaban a cabo sobre nuestras cabezas, comprando café y sandwiches envasados en las tiendas veinticuatro horas que había fuera del campus de manera que pudiéramos trabajar y comer según nuestros propios horarios.

Durante todo este tiempo, Katie estaba a tan sólo una planta de distancia, tratando de no morderse las uñas mientras se movía entre camarilla y camarilla, buscando el equilibrio adecuado entre firmeza y aquiescencia, de manera que los de último año la miraran con buenos ojos. Que en ese momento ella prefería que yo no interfiriera en su vida era una conclusión a la que había llegado desde casi el principio, otra excusa para pasar en compañía de Paul largos días hasta altas horas de la noche. Tan preocupado estuve con mis cosas, que no consideré la posibilidad de que Katie hubiera agradecido algo de compañía -una cara amiga a la cual acudir por las noches, un compañero para sus mañanas, que se volvían más oscuras y frías-, que tal vez hubiera esperado mi apoyo ahora que se enfrentaba a su primera encrucijada importante en Princeton. Nunca imaginé que las pruebas de entrada al club pudieran representar un reto para ella, una experiencia que ponía a prueba su tenacidad mucho más que su encanto. Me porté con ella como un extraño; nunca llegué a saber por qué cosas le tocó pasar durante esas noches en el Ivy.

La semana siguiente, Gil me dijo que el club la había aceptado. Se estaba preparando para una larga noche en la que tendría que dar las noticias, las buenas y las malas, a todos los candidatos. Parker Hassett le había puesto a Katie algunos obstáculos en el camino, la había convertido en objeto especial de su ira, tal vez por el hecho de que fuera una de las favoritas de Gil; pero incluso Parker acabó convencido al final. La ceremonia de presentación de los nuevos miembros tendría lugar la semana siguiente, después de las iniciaciones, y el baile anual del Ivy estaba programado para el fin de semana de Pascua. Gil hizo una lista tan cuidadosa de los acontecimientos, que me di cuenta de que me estaba tratando de decir algo. Ésta era mi oportunidad de arreglar las cosas con Katie. Ése era el calendario de mi rehabilitación.

Si así era, no fui mejor novio que Boy Scout. El amor, desviado de su objeto adecuado, había encontrado uno nuevo. En las semanas que siguieron, vi a Gil cada vez con menos frecuencia, y a Katie no la vi nunca. Me llegó el rumor de que había empezado a interesarse por un estudiante de cuarto, miembro del Ivy -una nueva versión de su viejo jugador de lacrosse-, que hacía el papel del hombre con el sombrero amarillo mientras yo hacía de George el Curioso. Pero para entonces Paul había descubierto otro acertijo, y ambos empezamos a preguntarnos qué secretos yacían en la cripta de Colonna. Un antiguo mantra, que había pasado tanto tiempo dormido, despertó de su sueño y se preparó para una nueva época de mi vida.

No hagas amigos, patea a los viejos. Sólo quiero plata, sólo quiero oro.

Capitulo 17

El sonido de un teléfono me despierta a plena luz del día. El reloj marca las nueve y media.

Salgo a trompicones de la cama y llego al inalámbrico antes de que Paul se despierte.

– ¿Estabas durmiendo? -es lo primero que dice Katie.

– Más o menos.

– No puedo creer que fuera Bill Stein.

– Ni yo. ¿Qué pasa?

– Estoy en la sala de redacción. ¿Puedes venir?

– ¿Ahora?

– ¿Estás ocupado?

Hay algo en su voz que no me gusta, un toque de distancia que estoy lo bastante despierto como para notar.

– Deja que me dé una ducha. Estaré allí en quince minutos.

Cuando Katie cuelga ya he comenzado a desvestirme.

Mientras me preparo, tengo en mente dos cosas: Stein y Katie. Aparecen y desaparecen en mis pensamientos como si alguien accionara un interruptor para confirmar que una bombilla funciona.

En la luz la veo a ella, pero en la oscuridad veo el patio de Dickinson como un lienzo cubierto de nieve, sumido en el silencio una vez la ambulancia se ha ido.

Me visto en el salón, tratando de no despertar a Paul. Mientras busco mi reloj me percato de algo: la habitación está más limpia que cuando me fui a la cama. Alguien ha arreglado las alfombras y vaciado los botes de basura. Mala señaclass="underline" Charlie ha pasado la noche sin dormir.

En ese momento veo un mensaje escrito en el tablero: Tom: