Se rumoreaba que Katie había conocido a otra persona. Me había sustituido por un estudiante de primero llamado Donald Morgan, un hombre alto y nervudo que llevaba blazer aun cuando bastara con una camisa de vestir, y que ya se estaba jactando de ser el sucesor de Gil como presidente del Ivy. Una noche de febrero me topé con la nueva pareja en el Small World Coffee, el mismo lugar en el que había conocido a Paul tres años antes. Cruzamos algunas frases frías. Donald dijo dos o tres frases enrolladas e inocuas antes de darse cuenta de que yo no era un votante potencial en las elecciones del club, y enseguida sacó a Katie de la cafetería y la metió en el viejo Shelby Cobra que tenía aparcado en la calle.
Fue una tortura china verlo girar la llave tres veces antes de que el motor cobrara vida. Fuera por mi bien o por su vanidad, siguió detenido un minuto y sólo arrancó cuando la calle estuvo completamente vacía. Me di cuenta de que Katie no me había mirado en ningún momento, ni siquiera mientras se alejaban; peor aún, parecía ignorarme más por ira que por vergüenza, como si fuera culpa mía, no suya, que hubiésemos llegado a esto. Mi indignación siguió enconándose hasta que decidí que no había nada que hacer, salvo rendirme. Que se quede con Donald Morgan, pensé. Que duerma en el Ivy.
Obviamente, Katie tenía razón. Era culpa mía. Durante semanas había estado peleándome con el cuarto acertijo -«¿Qué tienen en común un escarabajo ciego, una lechuza y un águila de pico curvo?»- y comenzaba a intuir que la suerte se me había acabado. En el mundo intelectual del Renacimiento, los animales eran un tema difícil. El mismo año en que Carracci hizo su grabado, Omnia Vincit Amor, un profesor italiano llamado Ulisse Aldrovandi publicó el primero de sus catorce volúmenes de historia natural. Uno de los más famosos ejemplos de su metodología es el siguiente: Aldrovani dedica sólo dos páginas a identificar las diferentes variedades de pollos, y enseguida añade otras trescientas páginas sobre la mitología de los pollos, recetas con pollo, e incluso tratamientos cosméticos basados en el pollo.
Mientras tanto, Plinio el Viejo, la autoridad en animales del Mundo Antiguo, ubicó a los unicornios, basiliscos y manticoras entre los rinocerontes y los lobos, y ofreció su propio relato acerca de la forma en que los huevos de gallina podían predecir el sexo de un bebé nonato. Me bastó con mirar diez días seguidos el acertijo para sentirme como uno de los delfines descritos por Plinio, hechizado por la música humana pero incapaz de hacer mi propia música. Sin lugar a dudas, Colonna estaba pensando en algo muy ingenioso cuando escribió este acertijo; yo, simplemente, resulté ser sordo a sus encantos.
Tres días después incumplí la primera fecha de entrega. Me di cuenta, medio hundido en una pila de fotocopias de Aldrovandi, de que encima de mi escritorio estaba el borrador incompleto del último capítulo de mi tesina sobre Frakenstein. Mi asesor de tesina, el profesor Montrose, un catedrático de Literatura Inglesa viejo y ladino, notó mi aspecto agotado y supo que estaba tramando algo. Sin sospechar siquiera que no era Mary Shelley quien me robaba el sueño, pasó por alto mi incumplimiento. Pero también incumplí la siguiente fecha límite, y así, calladamente, comenzó el peor periodo de mi último año, una secuencia de semanas en las que nadie parecía percatarse de mi lento alejamiento de mi propia vida.
Me quedaba dormido en las clases de la mañana y me pasaban las conferencias de la tarde resolviendo acertijos mentalmente.
Más de una noche observé a Paul darse un descanso más temprano que de costumbre, apenas pasadas las once, para ir con Charlie a comer un bocadillo tardío al Hoagie Heaven. Siempre me invitaban a ir con ellos, luego preguntaban si quería que me trajeran algo, pero siempre me negué, al principio porque me enorgullecía del rigor monástico con que vivía, y después porque noté un cierto abandono en la manera en que parecían ignorar su trabajo. La noche en que Paul fue con Gil a buscar helado en lugar de seguir investigando sobre la Hypnerotomachia , se me ocurrió por primera vez que no estaba haciendo su parte del trato.
– Has perdido el norte -le dije. Mis ojos empeoraban de tanto leer en la oscuridad, y aquello no hubiera podido llegar en peor momento.
– ¿Que he perdido qué? -dijo Paul, dándose la vuelta antes de subir a su litera. Pensó que había oído mal.
– ¿Cuántas horas al día estás invirtiendo en esto?
– No lo sé. Tal vez ocho.
– Yo he trabajado diez horas al día durante toda esta semana. ¿Y encima te vas a comprar helado?
– He estado diez minutos fuera, Tom. Y esta noche he hechos muchos progresos. ¿Qué problema hay?
– Ya casi estamos en marzo. Tenemos que entregar el trabajo dentro de un mes.
Paul ignoró la persona del verbo.
– Pediré un aplazamiento.
– Quizás debieras trabajar más.
Probablemente era la primera vez que alguien había pronunciado esas palabras en presencia de Paul. Yo sólo lo había visto enfadado un par de veces, pero nunca como entonces.
– Estoy trabajando mucho. ¿Con quién te crees que estás hablando?
– Estoy a punto de resolver el acertijo. ¿Y tú? ¿Dónde estás tú?
– ¿A punto? -Paul sacudió la cabeza-. No me estás diciendo esto porque estés a punto. Sino porque estás perdido. Estás tardando mucho en resolver este acertijo. No tiene por qué ser tan difícil. Simplemente has perdido la paciencia.
Lo miré intensamente.
– Así es -dijo, como si hubiera esperado días para decirlo-. Yo casi he resuelto el siguiente acertijo, y tú todavía estás trabajando en el último. Pero he intentado mantenerme al margen. Cada uno trabaja a su ritmo, y tú ni siquiera has querido que te eche una mano. Pues muy bien, hazlo por tu cuenta. Pero no trates de echarme la culpa. Aquella noche no volvimos a hablar.
Si le hubiera escuchado, tal vez habría aprendido antes la lección. En cambio, hice lo indecible para demostrar que estaba equivocado. Empecé a trabajar hasta más tarde y a levantarme más temprano, cada día ponía el despertador quince minutos antes, con la esperanza de que Paul notara la continua imposición de disciplina en los aspectos más descuidados de mi vida. Cada día encontraba una nueva forma de pasar más tiempo con Colonna, y cada noche llevaba la cuenta de las horas como un pordiosero que cuenta monedas. Ocho el lunes; nueve el martes; diez el miércoles y el jueves; casi doce el viernes.
«¿Qué tienen en común un escarabajo ciego, una lechuza y un águila de pico curvo?» A los niños se les colgaban del cuello escarabajos cornudos para prevenir enfermedades, escribió Plinio; los escarabajos dorados producen una miel venenosa, y son incapaces de sobrevivir en una localidad cercana a Tracia llamada Cantaroletus; los escarabajos negros se congregan en las esquinas oscuras, y se encuentran sobre todo en los baños. Pero ¿los escarabajos ciegos?
Pude dedicar más tiempo al estudio renunciando a comer en el Cloister: tardaba media hora en ir y volver, y otra media en comer en compañía en lugar de solo. Dejé de trabajar en el Salón Presidencial del Ivy, tanto para evitar encontrarme con Paul como para ahorrar los minutos que habría tardado en hacer el trayecto. Reduje las llamadas telefónicas al mínimo, me afeitaba y duchaba sólo cuando era necesario, dejaba que Charlie y Gil se ocuparan de abrir la puerta, y transformé en verdadera ciencia el ahorro mediante la supresión de mis modestas costumbres.
«¿Qué tienen en común un escarabajo ciego, una lechuza y un águila de pico curvo?» De las criaturas que pueden volar y carecen de sangre, escribió Aristóteles, algunas son coleópteros, que tienen las alas cubiertas como los escarabajos; de los pájaros que vuelan de noche, algunos tienen el talón torcido, como el cuervo nocturno y la lechuza; y en la vejez, el pico superior del águila se vuelve cada vez más largo y más curvo, de tal manera que el pájaro muere lentamente de inanición. Pero ¿qué tienen en común los tres?