Katie -decidí- era una causa perdida. No importaba qué hubiera representado para mí; ahora sería otra cosa para Donald Morgan. El hecho de que los viera con tanta frecuencia a pesar de que salía de mi habitación con muy poca se debía a mis pensamientos y mis sueños, en los cuales ellos dos aparecían constantemente, siempre haciendo el ridículo. Los veía en esquinas y en callejones, en las sombras y en las nubes: cogidos de la mano, besándose y hablándose cariñosamente, y todo eso en mi favor, para alardear de que un corazón frívolo se cura con la misma facilidad con que se rompe. En mi habitación había un sujetador negro que Katie se había dejado tiempo atrás y que nunca me había acordado de devolverle, y se convirtió en una especie de trofeo para mí, un símbolo de la parte de Katie que se había quedado conmigo y que Donald nunca podría poseer.
Tenía visiones de Katie desnuda en mi habitación, recuerdos del día en que disfrutamos tanto de nuestra compañía que ella se olvidó de sí misma, olvidó que yo era otra persona y abandonó todas sus inhibiciones. Se quedaron conmigo todos los detalles de su anatomía, todas las graduaciones de la sombra bajo sus senos. Bailó con la música que salió de mi reloj despertador, pasándose una mano por el pelo, manteniendo la otra sobre el micrófono invisible que había frente a su boca, y yo era su único espectador.
«¿Qué tienen en común un escarabajo ciego, una lechuza y un águila de pico curvo?» Todos vuelan, pero Plinio dice que algunas veces los escarabajos cavan. Todos respiran, pero Aristóteles dice que los insectos no inhalan. Nunca aprenden de sus errores, pues Aristóteles dice que muchos animales tienen memoria… pero ninguna criatura, salvo el hombre, puede recordar el pasado a voluntad. Pero también los hombres pueden ser incapaces de aprender del pasado. Según esos parámetros, todos somos escarabajos ciegos y lechuzas nocturnas.
El jueves, 4 de marzo, alcancé el récord de horas dedicadas a la Hypnerotomachia. Ese día pasé catorce horas releyendo pasajes de seis historiadores naturales del Renacimiento y redactando veintiuna páginas de notas (a espacio sencillo). No fui a ninguna clase, hice las tres comidas en mi escritorio y aquella noche dormí exactamente tres horas y media. No había puesto un ojo sobre Frankenstein en varias semanas. Los otros pensamientos que me cruzaron por la mente estaban relacionados con Katie, y sólo me compelían a seguir haciendo de mi vida un caos. Mi dominio de mí mismo era adictivo. Algo de eso había, en todo caso, porque no lograba avanzar en lo más mínimo con el acertijo.
– Cierra los libros -me dijo Charlie la noche del viernes, asumiendo finalmente una posición firme. Me llevó frente al espejo arrastrándome del cuello de la camisa-. Mírate.
– Estoy bien… -comencé, ignorando al ser lobuno que me miraba con ojos rojos, nariz rosada y dejadez general.
Pero Gil se puso del lado de Charlie.
– Tom, tienes una pinta horrible. -Entró en la habitación, algo que no había hecho en varias semanas-. Mira, Katie quiere hablar contigo. Deja de ser tan terco.
– No es terquedad. Es que tengo otras cosas que hacer.
Charlie hizo una mueca.
– ¿Como qué? ¿Como la tesina de Paul?
Fruncí el ceño con la esperanza de que Paul me defendiera. Pero él se quedó a un lado, en silencio. Durante más de una semana, Paul había albergado la esperanza de que hubiera una respuesta a la vuelta de la esquina, de que yo estuviera progresando con el acertijo, aunque el progreso fuera doloroso.
– Vamos a ir al concierto de Blair -dijo Gil, refiriéndose al concierto del viernes, a capella y al aire libre.
– Los cuatro -añadió Charlie.
Gil cerró suavemente el libro que había a mi lado.
– Katie estará allí. Le he dicho que irías.
Pero cuando abrí de nuevo el libro y le dije que no pensaba ir, recuerdo la expresión que atravesó su cara. Era una mirada que Gil nunca me había dedicado antes, que había reservado para Parker Hassett y el payaso de la clase que no sabe cuándo callarse.
– Vendrás -dijo Charlie, dando un paso hacia mí.
Pero Gil lo apartó con un gesto. -Olvídalo. Vámonos. Y me quedé solo.
No fue la terquedad ni el orgullo, ni siquiera la devoción a Colonna, lo que me impidió ir a Blair. Fue el dolor, creo, y también la derrota. Amaba a Katie igual que, de manera curiosa, amaba la Hypnerotomachia, y había fracasado en mi intento por conquistarlas a ambas. La mirada que me lanzó Paul al salir significaba que había perdido mi oportunidad con el acertijo, lo supiera o no; y la que me lanzó Gil al salir significaba que había hecho lo mismo con Katie. Sentado frente a un grupo de grabados de la Hypnerotomachia -los mismos que Taft usaría en su conferencia un mes más tarde, los de Cupido llevando a las mujeres a un bosque sobre un carro de fuego-, pensé en el grabado de Carracci. Me vi recibiendo una paliza de aquel niño mientras mis dos amores me observaban. A esto se refería mi padre, ésta era la lección que había esperado que yo aprendiera. «Nuestras dificultades no lo conmueven. El amor todo lo puede.»
Las dos cosas más difíciles de contemplar en la vida, le dijo una vez Richard Curry a Paul, son el fracaso y la vejez; y ambas son lo mismo. La perfección es consecuencia natural de la eternidad: basta con esperar el tiempo suficiente y todo llega a realizar su potencial. El carbón se convierte en diamante, la arena se convierte en perla, los monos se convierten en hombres. Pero no nos es dado ver esos logros durante nuestra vida, y cada fracaso se convierte en un recordatorio de la muerte.
Pero el amor perdido es un tipo especial de fracaso, me parece. Es un recordatorio de que algunos logros nunca llegan, no importa con qué devoción los hayamos deseado; de que algunos monos jamás serán hombres, aunque pasen todas las edades del mundo. ¿Qué debe pensar un chimpancé, que ni siquiera armado de una máquina de escribir y de la eternidad podrá escribir la obra de Shakespeare? Oír a Katie decir que prefería tomar una decisión definitiva, que las cosas entre ella y yo habían terminado, hubiera atrofiado mi percepción de mis posibilidades. Verla allí, bajo las arcadas de Blair, calentándose entre los brazos de Donald Morgan, hubiera despojado mi futuro de todas sus perlas y diamantes.
Y luego sucedió: en cuanto llegué a un perfecto estado de autocompasión, alguien llamó a la puerta. Después, el pomo giró y, como había hecho tantas veces con anterioridad, entró Katie. Debajo del abrigo llevaba puesto el suéter que más me gustaba, el de color esmeralda que hacía juego con el color de sus ojos.
– ¿No ibas al concierto? -fue lo primero que logré decir. De todas las combinaciones que podían resultar del chimpancé y su máquina, aquélla era tal vez la peor.
– ¿Y tú? -dijo, mirándome de arriba abajo.
Imaginé el aspecto que debía de tener para ella. El lobo que Charlie me había mostrado en el espejo era el lobo que Katie veía en este momento.
– ¿Qué haces aquí? -dije, mirando hacia la puerta.
– Ellos no van a venir. -Katie acaparó a la fuerza mi atención-. He venido para que puedas disculparte.
Pensé brevemente que Gil la había enviado, inventando algo acerca de lo mal que me sentía, que no sabía qué decir. Pero otra mirada me transmitió el mensaje contrario. Katie sabía que yo no tenía la más mínima intención de disculparme.
– ¿Y bien?
– ¿Crees que todo esto es culpa mía?