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– Todo el mundo lo cree.

– ¿Quién es todo el mundo?

– Hazlo, Tom. Discúlpate.

Discutir con ella no hacía más que irritarme conmigo mismo.

– Vale. Te quiero. Me hubiera gustado que las cosas funcionaran. Siento mucho que no haya sido así.

– Si te hubiera gustado que las cosas funcionaran, ¿por qué no hiciste nada al respecto?

– Mírame -le dije. La barba de cuatro días, el pelo descuidado-. Esto es lo que hice.

– Esto lo hiciste por el libro.

– Es lo mismo.

– ¿Yo soy lo mismo que el libro?

– Sí.

Me miró fijamente, como si acabara de cavar mi propia tumba. Pero sabía bien lo que estaba a punto de decirle; era sólo que nunca había logrado aceptarlo.

– Mi padre dedicó su vida a la Hypnerotomachia -le dije-. Nunca me he sentido tan excitado como trabajando en este libro. Pierdo el sueño por este libro, dejo de comer por este libro, sueño con este libro. -Me di cuenta de que estaba mirando a mi alrededor en busca de palabras-. No sé cómo explicártelo. Es como ir al Battlefield a ver tu árbol. Estar cerca del libro me hace sentir que todo está bien, que ya no estoy perdido. -Mantuve la mirada lejos de la suya-. Entonces, ¿eres igual que el libro para mí? Sí. Por supuesto que sí. Eres lo único en el mundo que es igual que el libro para mí.

«Cometí un error. Pensé que podría teneros a los dos. Estaba equivocado.»

– ¿Por qué he venido, Tom?

– Para refregármelo por las narices.

– ¿Por qué?

– Para obligarme a discul…

– Tom. -Me paró en seco con una mirada-. ¿Por qué he venido?

«Porque sientes lo mismo que yo.»

«Sí.»

«Porque esto era demasiado importante como para dejarlo todo en mis manos.»

«Sí.»

– ¿Qué quieres? -dije.

– Quiero que dejes de trabajar en el libro.

– ¿Eso es todo?

– ¿Todo? «¿Eso es todo», preguntas?

Ahora, de repente, había emoción.

– Qué, ¿debo tener lástima de ti porque decidiste pasar de nosotros para portarte como un cerdo y vivir en ese libro? Mira, imbécil, yo llegué a pasar cuatro días con las persianas bajadas y la puerta cerrada con llave. Karen llamó a mis padres. Mamá vino desde New Hampshire.

– Lo sien…

– Cállate. Todavía no es tu turno. Fui al Battlefield para ver mi árbol, y no pude hacerlo. No pude, porque ahora es nuestro árbol. No puedo oír música, porque hemos cantado todas las canciones en el coche, o en mi habitación, o aquí. Tardo una hora en prepararme para ir a clase, porque la mitad del tiempo me siento mareada. No puedo encontrar mis calcetines, no puedo encontrar mi sujetador negro, que es mi favorito. Donald me pregunta todo el tiempo: «Cariño, ¿qué te pasa?, cariño, ¿qué te pasa?». -Katie se cubre las muñecas con los puños de la camisa y se seca los ojos.

– No es por eso que… -comencé de nuevo.

Pero todavía no era mi turno.

– Con Peter, al menos podía entender lo que ocurría. No éramos perfectos como pareja. Él amaba el lacrosse más de lo que me amaba a mí; yo lo sabía. Quería acostarse conmigo, y después de eso, perdió todo interés. -Se pasa una mano por el pelo, intentando apartarse el flequillo, que le ha quedado enmarañado entre las lágrimas-. Pero tú… Yo luché por ti. Esperé un mes antes de dejarte besarme por primera vez. Lloré la noche después de que nos acostamos, porque pensé que iba a perderte. -Se detuvo, irritada por la idea-. Y ahora te pierdo por culpa de un libro. Un libro. Al menos dime que no es así, Tom. Dime que todo este tiempo has estado saliendo también con una chica mayor. Dime que es porque ella no hace todas las cosas estúpidas que hago yo, no te baila desnuda como una idiota porque cree que te gusta su forma de cantar, ni te despierta a las seis de la mañana para ir a correr porque quiere estar segura, cada mañana, de que todavía existes. Dime algo.

Me miró, destrozada hasta un punto que le resultaba vergonzoso, y yo sólo podía pensar en una cosa. Hubo una noche, poco después del accidente, en que acusé a mi madre de no preocuparse por mi padre. «Si lo hubieras amado -le dije-, lo habrías apoyado en su trabajo.» La expresión de su rostro (no puedo ni siquiera describirla) me reveló que no había nada más vergonzoso en el mundo que lo que acababa de decir.

– Te quiero -le dije a Katie, dando un paso hacia ella para que pudiera apoyar su cara en mi camisa y ser invisible durante un instante-. Lo siento mucho.

Y fue en ese momento, creo, que la marea empezó a cambiar. Mi estado terminal, el adulterio que había creído llevar en los genes, empezó a perder fuerza sobre mí. El triángulo comenzaba a derrumbarse. En su lugar quedaron dos puntos, una estrella binaria, separados por la distancia más pequeña posible.

Siguió un embrollo de silencios, todas las cosas que Katie necesitaba decir pero sabía innecesarias, todo lo que yo quería decir pero no sabía cómo.

– Se lo diré a Paul -le dije. Era lo mejor, lo más honesto que podía hacer-. Dejaré de trabajar en el libro.

Redención. Percatarse de que no era mi intención dar pelea, de que por fin me había dado cuenta de lo que realmente le convenía a mi felicidad, fue suficiente para que Katie hiciera algo que tenía guardado para después, cuando yo hubiera vuelto al redil definitivamente. Me besó. Y ese instante de contacto, como el rayo que le dio al monstruo la segunda vida, generó un nuevo comienzo.

Esa noche no vi a Paul; la pasé con Katie, y acabé por informarle a él de mi decisión a la mañana siguiente, en Dod. Tampoco él pareció sorprendido. Me había visto sufrir tanto con Colonna, que imaginaba que arrojaría la toalla a la primera señal de alivio. Charlie y Gil lo habían persuadido de que era lo mejor que se podía hacer, de todas formas, y no me lo reprochó. Tal vez pensó que volvería. Tal vez había avanzado tanto con los acertijos que se creyó capaz de resolverlos solo. Fuera lo que fuese, cuando por fin le hablé de mis razones -la lección de Jenny Harlow y el grabado de Carracci- se mostró de acuerdo. Por su expresión era evidente que sabía más que yo de Carracci, pero nunca me corrigió. Paul, que tenía más razones que cualquiera para considerar una interpretación mejor que otra, y para saber que entre la correcta y las demás hay una diferencia inmensa, se portó con generosidad ante mi forma de ver las cosas, igual que lo había hecho siempre. Era más que su forma de demostrar respeto, me parece; era su forma de demostrar amistad.

– Es mejor amar algo que pueda corresponderte -me dijo.

No necesitó añadir nada más.

Así pues, lo que comenzó como la tesina de Paul volvió a ser la tesina de Paul. Al principio parecía que lograría terminarla por su cuenta. El cuarto acertijo, que me había derrotado estrepitosamente, Paul lo resolvió en tres días. Sospecho que ya antes tenía su propia teoría, pero me la había ocultado porque sabía que de todas formas yo no hubiera aceptado sus consejos. La respuesta estaba en un libro titulado Hierogliphica, de un hombre llamado Horapollo. El libro salió a la luz en la Italia renacentista en la década de 1420; su autor se decía capaz de resolver los eternos problemas de interpretación de los jeroglíficos egipcios. Horapollo, a quien los humanistas recibieron como una especie de antiguo sabio egipcio, era en realidad un erudito del siglo v que escribía en griego y probablemente no sabía de jeroglíficos más de lo que sabe un esquimal de veranos. Algunos de los símbolos de su Hierogliphica incluyen animales que ni siquiera son egipcios. De todas formas, en medio del fervor humanista por todo nuevo conocimiento, el texto fue extremadamente popular, al menos en los pequeños círculos donde la popularidad extrema y las lenguas muertas no se excluían mutuamente.

La lechuza, según Horapollo, es un símbolo de la muerte, «pues la lechuza desciende súbitamente sobre los cuervos más jóvenes en medio de la noche, tal como desciende la muerte sobre los hombres». El águila de pico curvo, escribió Horapollo, representa un viejo muriendo de hambre, «pues cuando el águila envejece, curva su pico y muere de hambre». El escarabajo ciego, finalmente, es un jeroglífico que representa a un hombre muerto de insolación, «pues el escarabajo muere cuando el sol lo ciega». A pesar de lo críptico que pueda parecer el razonamiento de Horapollo, lo cierto es que Paul supo inmediatamente que había llegado a la fuente correcta. Y pronto vio lo que los tres animales tenían en común: la muerte. Aplicando la palabra latina, mors, como clave, descubrió el cuarto mensaje de Colonna.