Charlie percibe un tufillo de aire viciado, y enseguida saca un frasco de Vicks Vap-O-Rub de la mochila.
– Ponte debajo de la nariz. No olerás nada.
Lo rechazo. Se trata de un truco que aprendió el verano que hizo prácticas con el médico local, una manera de no sentir el olor de los cadáveres durante las autopsias. Después de lo ocurrido a mi padre no he tenido la profesión médica en muy alta estima; para mí, los médicos son parásitos, segundas opiniones de rostro cambiante. Pero ver a Charlie en un hospital es otra cosa. Charlie es el hombre fuerte del personal de ambulancias, el tipo al que se acude para casos difíciles; es capaz de sacarle veinticinco horas al día si es para darle a algún desconocido la oportunidad de luchar contra lo que él llama el Ladrón.
Charlie saca las dos pistolas láser -son grises y a rayas- y enseguida las correas de velero con pequeños domos plásticos en el medio. Mientras él sigue jugueteando nerviosamente con las mochilas, yo comienzo a quitarme la chaqueta. El cuello de la camisa ya se me ha pegado a la nuca.
– Con cuidado -dice, alargando un brazo antes de que pueda colgar la chaqueta sobre el tubo más grande-. Acuérdate de lo que le pasó a la vieja chaqueta de Gil.
Lo había olvidado por completo. Un tubo de vapor derritió el forro de nylon e incendió el relleno. Tuvimos que apagar las llamas pateando la chaqueta en el suelo.
– Dejaremos los abrigos aquí y los recogeremos a la salida -dice, quitándome la chaqueta de la mano y metiéndola enrollada en una bolsa de tela. Enseguida la cuelga de un saliente del techo usando una de las correas-. Así las ratas no pueden tocarlas -dice, y sigue sacando objetos de la mochila.
Tras entregarme una linterna y un walkie-talkie, saca dos grandes botellas de agua, que por el calor se han cubierto de escarcha, y las pone en la redecilla exterior de la mochila.
– Recuerda -dice-. Si volvemos a separarnos, no sigas la corriente. Si ves agua, camina en sentido contrario. En caso de que crezca la corriente, no querrás acabar en una cloaca o un vertedero. Esto no es un riachuelo como el Ohio. Aquí el nivel del agua crece rápido.
Así que éste es mi castigo por haberme perdido la última vez que formamos parte del mismo equipo. Mientras me tiro de la camisa para que circule el aire, le digo:
– Chuck, el Ohio no pasa cerca de Columbus. Ignorándome, Charlie me entrega uno de los receptores y espera a que me lo ate alrededor del pecho.
– ¿Cuál es el plan? -pregunto-. ¿Adonde vamos? Sonríe.
– Ahí entras tú. – ¿Por qué?
Charlie me da una palmadita en la cabeza. -Porque tú eres el sherpa.
Lo dice como si los sherpas fueran una raza mágica de guías enanos, como hobbits.
– ¿Qué quieres que haga?
– Paul conoce los túneles mejor que nosotros. Necesitamos una estrategia.
Me lo pienso un instante.
– ¿Cuál es la entrada más próxima a los túneles de su lado? -Hay una detrás de Clio.
Cliosophic es el edificio de una vieja sociedad de debates. Intento imaginar con claridad las posiciones de cada uno, pero el calor me nubla el pensamiento.
– Que da directamente a donde estamos nosotros. La ruta más fácil hacia el sur. ¿Correcto?
Charlie reflexiona, peleando con la geografía, y al final dice:
– Correcto.
– Y él nunca escoge la ruta fácil. -Nunca.
Imagino a Paul, siempre dos pasos por delante. -Entonces, eso es lo que hará. La ruta fácil. Avanzará desde Clio y nos atacará antes de que nos demos cuenta. Charlie considera el asunto.
– Sí -dice al fin, la mirada fija en la distancia. En las comisuras de sus labios se empieza a formar una sonrisa.
– Así que lo rodearemos -sugiero-. Lo atraparemos por detrás.
En los ojos de Charlie hay un resplandor. Me da una palmada tan fuerte en la espalda que casi me caigo al suelo bajo el peso de la mochila. -Vamos.
Hemos empezado a avanzar por el pasillo cuando nos llega un susurro de la boca del walkie-talkie.
Me saco el aparato de la mochila y oprimo el botón.
– ¿Gil?
Silencio.
– ¿Gil? No te oigo…
Pero no hay respuesta.
– Es alguna interferencia -dice Charlie-. Están demasiado lejos para que la señal llegue.
Me acerco al micrófono, vuelvo a hablar y espero.
– Dijiste que estos aparatos tenían un alcance de tres kilómetros -le digo-. Y estamos a menos de uno y medio de ellos.
– Tres kilómetros por aire -dice Charlie-. Pero si tienen que cruzar tierra y hormigón no llegan a tanto.
Pero los aparatos son para casos de emergencia. Estoy seguro de que la voz que se oía era la de Gil.
Seguimos en silencio durante poco menos de cien metros, esquivando charcos de barro y pequeños montones de excremento.
De repente, Charlie me agarra del cuello de la camisa y me echa a un lado.
– ¿Qué haces? -le digo con brusquedad, casi perdiendo el equilibrio.
Charlie barre con la luz de su linterna un tablón de madera que forma un puente sobre un hoyo profundo. Ambos lo hemos cruzado en partidas anteriores.
– ¿Qué sucede?
Charlie apoya un pie en la tabla, con cautela.
– No pasa nada -dice, evidentemente aliviado-. El agua no lo ha dañado.
Me limpio la frente y la encuentro bañada en sudor. Vale -dice Charlie-. Pasemos.
Charlie cruza el tablón con dos grandes zancadas. Yo tengo que hacer lo mismo para conservar el equilibrio antes de llegar sano y salvo, al otro lado.
– Toma esto. -Charlie me pasa una de las botellas de agua-. Bebe un poco.
Bebo un breve sorbo y lo sigo, internándonos en el túnel. Esto es el paraíso de un enterrador: mires donde mires, ves lo mismo que si estuvieras dentro de un ataúd, paredes oscuras que se estrechan hasta converger en un punto vago de la oscuridad.
– ¿Todos los túneles son así, como una catacumba? -pregunto. El walkie-talkie introduce fragmentos de estática entre mis pensamientos. – ¿Como qué?
– Como una catacumba. Una tumba. -No, en realidad no. Las partes más nuevas están en un gigantesco tubo corrugado -dice, haciendo con las manos un dibujo ondulado, como una ola, para describir la superficie-. Es como caminar sobre un costillar, como si te hubiera tragado una ballena. Es como…
Chasquea los dedos mientras busca una comparación. Algo bíblico. Algo melvilliano, algo de Literatura 151w.
– Como Pinocho -digo. Charlie me mira para ver si debe reírse. -No debemos de estar lejos -dice cuando no logra averiguarlo. Se da la vuelta y palmotea el walkie-talkie-. No te preocupes. Llegaremos a la esquina, les pegaremos un par de tiros y volveremos a casa.
En ese momento, el receptor vuelve a chisporrotear. Esta vez no hay duda: es la voz de Gil. «Final del juego, Charlie.» Me detengo de golpe. – ¿Qué quiere decir eso? -digo.
Charlie frunce el ceño. Espera a que se repita el mensaje, pero nada llega.
– Ah, no. No voy a caer en esa trampa.
– ¿En qué trampa?
– «Final del juego.» Eso quiere decir que el juego se acaba.
– No me digas. Pero ¿por qué?
– Porque algo anda mal.
– ¿Mal?
Pero Charlie levanta un dedo para hacerme callar. Se oyen voces a lo lejos.
– Son ellos -digo. Levanta el rifle.
– Vamos.
Muy pronto sus zancadas se hacen más largas, y no me queda otra opción que seguirle el paso. Sólo ahora, al tratar de mantenerme a su lado, me percato de la precisión con que corre por la oscuridad. Lo único que puedo hacer es tratar de mantenerle bajo el haz de luz de mi linterna.
Al acercarnos a un cruce, me detiene.
– No dobles la esquina. Apaga la linterna o nos verán.
Le hago señas para que se asome. El walkie-talkie vuelve a estallar.
«Final del juego, Charlie. Estamos en el pasillo norte-sur, debajo de Edwards Hall.»
La voz de Gil es ahora más clara, viene de más cerca.
Empiezo a acercarme a la intersección, pero Charlie me empuja hacia atrás. Dos haces de luz se sacuden en la dirección contraria. Entrecerrando los ojos, alcanzo a distinguir unas siluetas. Se dan la vuelta al escuchar que nos acercamos. Uno de los haces de luz nos da de lleno.