– Mira -comienza Charlie-, sólo digo que necesitamos…
Pero lo interrumpo.
– Paul, iremos contigo.
– ¿Qué? -dice Charlie entre dientes.
– Vamos. -Abro la puerta del copiloto.
Paul se vuelve. No esperaba esto.
– Si está decidido a ir, con o sin nosotros -le digo a Charlie en voz baja, entrando de nuevo en el coche-, yo voy con él.
Paul comienza a caminar hacia McCosh mientras Charlie reconsidera su posición.
– Si estamos los tres, Taft no puede hacer nada -digo-. Lo sabes.
Charlie exhala lentamente, dejando en el aire una nube de vapor. Al final, abre un espacio en la nieve para el coche y saca la llave del contacto.
Nos abrimos paso aceleradamente entre la nieve hacia el edificio gris, pero tardamos una eternidad en llegar al despacho de Taft. La habitación está en las entrañas de McCosh, donde los pasillos son tan estrechos y las escaleras tan empinadas que tenemos que avanzar en fila india. Es difícil creer que Vincent Taft pueda respirar aquí dentro, no digamos ya moverse. Incluso yo tengo la sensación de ser demasiado grande para el lugar. Charlie debe de sentirse atrapado.
Miro hacia atrás, sólo para asegurarme de que sigue ahí. Su presencia tras nosotros, llenando los umbrales y cubriéndonos las espaldas, me da la confianza necesaria para seguir adelante. Ahora me doy cuenta de lo que antes fui incapaz de admitir: si Charlie no hubiera venido con nosotros, yo no podría haber seguido adelante.
Paul nos conduce por el último pasillo hacia la solitaria habitación del fondo. Como es fin de semana y estamos de vacaciones, la mitad de los despachos están cerrados y a oscuras. Sólo bajo la puerta blanca en la que hay una placa con el nombre de Taft se ve el desbordante resplandor de la luz. La pintura de la puerta está desconchada y en los bordes, donde se une a la jamba, se dobla sobre sí misma. En la parte inferior del panel hay una leve línea que ha perdido el color, la marca de la altura a la que llegó el agua tras una vieja inundación de los conductos de vapor que hay bajo el suelo del sótano. La mancha no ha sido repintada desde la llegada de Taft, hace una eternidad.
Cuando Paul levanta la mano para llamar, nos llega una voz de adentro.
– Llegas tarde -gruñe Taft.
El pomo chirría cuando Paul lo hace girar. Siento que Charlie se me pega a la espalda.
– Venga -susurra, empujándome hacia delante.
Taft está solo, sentado tras un gran escritorio antiguo, hundido en una silla de cuero. Ha puesto su abrigo de tweed sobre el espaldar de la silla y, con las mangas levantadas hasta los codos, corrige las páginas de un manuscrito con un bolígrafo rojo que en su puño parece diminuto.
– ¿Por qué han venido ellos? -pregunta.
– Dame el plano -dice Paul, yendo al grano.
Taft mira a Charlie y luego a mí.
– Sentaos -dice, señalando un par de sillas con dos dedos gruesos.
Echo una mirada alrededor, tratando de ignorarlo. Todas las paredes de este diminuto despacho están cubiertas de anaqueles de madera. En los espacios vacíos de los que se ha extraído un volumen hay un rastro de polvo. Hay un sendero gastado sobre la alfombra: marca el camino de Taft entre su escritorio y la puerta.
– Sentaos -repite Taft.
Paul está a punto de negarse cuando Charlie le da un leve empujón hacia la silla, ansioso por terminar con esto de una vez.
Taft hace una bola con un trapo que lleva en la mano y se limpia con él la boca.
– Tom Sullivan -dice, al notar por fin el parecido.
Asiento, pero no digo nada. Detrás de él, en la pared, hay una picota montada con las mandíbulas abiertas. El único toque de luz o de color de toda la habitación es el rojo del cuero marroquí de los libros encuadernados y el dorado de las páginas.
– Déjalo en paz -dice Paul, inclinándose hacia delante sobre la silla-. ¿Dónde está el plano?
Me sorprende la contundencia con que habla.
Taft chasquea la lengua y se lleva una taza de té a la boca. Tiene una expresión desagradable en los ojos, como si esperara que alguno de nosotros inicie una discusión. Finalmente se levanta de la silla de cuero, se sube aún más las mangas de la camisa, y se dirige pesadamente a un espacio entre las estanterías donde hay una caja fuerte empotrada en la pared. Introduce la combinación con una mano velluda, mueve la palanca y la puerta gira sobre sus bisagras. Mete la mano y saca un cuaderno de cuero.
– ¿Es eso? -dice Paul débilmente.
Sin embargo, cuando Taft lo abre y le entrega algo a Paul, se trata sólo de una página con el membrete del Instituto, mecanografiada y fechada hace dos semanas.
– Quiero que conozcas el estado de las cosas -dice Taft-. Lee.
Cuando me doy cuenta del efecto que el papel tiene sobre Paul, me inclino para leerlo también.
Estimado Meadows:
De conformidad con nuestra conversación del 12 de marzo relacionada con Paul Harris, le envío la información solicitada. Como sabe, el señor Harris ha solicitado varias prórrogas del día de entrega, y ha sido altamente reservado en lo concerniente al contenido de su trabajo. Sólo la semana pasada, cuando presentó, por insistencia mía, un informe final de sus progresos, comprendí la razón. Por favor encuentre adjunta una copia de mi artículo de próxima publicación, «El misterio desvelado: Francesco Colonna y la Hypnerotomachia Poliphili», programado tentativamente para la edición de otoño de la Renaissance Quarterly. También adjunto una copia del informe del señor Harris para efectos de comparación. Por favor contácteme en caso de cualquier duda. Atentamente,
Prof. Vincent Taft
Nos quedamos sin habla.
El ogro se vuelve hacia nosotros.
– He trabajado treinta años en esto -dice, con una extraña serenidad en la voz-. Y ahora los resultados ni siquiera llevan mi nombre. Nunca me has agradecido nada, Paul. Ni cuando te presenté a Steven Gelbman. Ni cuando recibiste acceso especial a la sala de Libros Raros y Antiguos, ni cuando te concedí múltiples prórrogas para tu inútil trabajo. Nunca.
Paul está demasiado sorprendido para responder.
– No aceptaré que me quites esto -continúa Taft-. He esperado demasiado tiempo.
– Tienen mis otros informes -tartamudea Paul-. Tienen los registros de Bill.
– Nunca han visto ninguno de tus informes -dice Taft, abriendo un cajón y sacando un fajo de impresos-. Y mucho menos los registros de Bill.
– Sabrán que no es tuyo. No has publicado nada sobre Francesco en veinticinco años. Ya ni siquiera trabajas en la Hypnerotomachia.
Taft se acaricia la barba.
– La Renaissance Quarterly ha visto tres borradores preliminares de mi artículo. Y he recibido varias llamadas felicitándome por mi conferencia de anoche.
Recordando las fechas de las cartas de Stein, me doy cuenta de que el plan se remonta a hace mucho tiempo, a meses de sospechas entre Stein y Taft sobre quién robaría primero la investigación de Paul.
– Pero él ya ha llegado a algunas conclusiones -digo cuando veo que Paul no parece percatarse de ello-. No le ha hablado a nadie de ellas.
Espero que Taft reaccione de mala manera, pero parece divertido.
– ¿Conclusiones tan pronto, Paul? -dice-. ¿A qué podemos atribuir este repentino éxito?
Taft sabe lo del diario.
– Dejaste que Bill lo encontrara -dice Paul.
– Pero tú todavía no sabes lo que Paul ha encontrado -insisto.
– Y tú -dice Taft, volviéndose hacia mí- eres tan iluso como tu padre. Si un chico puede resolver el significado del diario, ¿crees que yo no puedo?
Paul está aturdido. Sus ojos dan vueltas por la habitación.
– Para mi padre, usted no era más que un imbécil -digo.
– Tu padre se murió esperando que una Musa le susurrara al oído -ríe Taft-. La erudición es rigor, no inspiración. Nunca quiso escucharme y sufrió las consecuencias.