– Él tenía razón sobre el libro. Tú estabas equivocado.
El odio baila en sus ojos.
– Sé muy bien lo que hizo, niño. No estés tan orgulloso.
Miro a Paul, sin entender, pero él ha dado varios pasos hacia la estantería.
Taft se inclina hacia mí.
– Pero ¿cómo juzgarlo? Había fracasado, caído en desgracia… El rechazo de su libro fue el coup de grace.
Me doy la vuelta, estupefacto.
– Y lo hizo con su propio hijo en el coche -continúa Taft-. Qué significativo.
– Fue un accidente… -digo.
Taft sonríe, y en su sonrisa hay mil dientes.
Doy un paso hacia él. Charlie me pone una mano en el pecho, pero me la sacudo de encima. Lentamente, Taft se levanta de su silla.
– Fue culpa tuya -digo, vagamente consciente de estar gritándole.
La mano de Charlie está de nuevo sobre mí, pero me aparto, caminando hacia delante hasta que la esquina de la mesa me roza la cicatriz de la pierna.
Taft rodea el escritorio y se pone a mi alcance.
– Te está provocando, Tom -dice Paul en voz baja desde el otro extremo de la habitación.
– No, se lo hizo él solo -dice Taft.
Y lo último que recuerdo, antes de empujarlo con todas mis fuerzas, es la sonrisa de su rostro. Taft cae -se desploma sobre su propio peso- y en el suelo de la habitación resuena un trueno. Todo parece escindirse: las voces que gritan, las imágenes que se hacen borrosas, y en ese momento las manos de Charlie están de nuevo tirando de mí.
– Vamos -dice. Trato de zafarme, pero Charlie es más fuerte. -Vamos -le repite a Paul, que sigue mirando a Taft, que está tirado en el suelo.
Pero es demasiado tarde. Taft se levanta, tambaleante, y avanza hacia mí.
– No te acerques -dice Charlie, extendiendo una mano en dirección a Taft.
Taft me mira fijamente desde el otro extremo del brazo de Charlie. Paul, ajeno a ellos, mira alrededor de la habitación, buscando algo. Finalmente, Taft recobra la cordura y coge el teléfono.
Un golpe de terror se registra en el rostro de Charlie.
– Vámonos -dice, dando un paso atrás-. Ahora.
Taft pulsa tres números, tres números que Charlie ha visto demasiado a menudo para no reconocerlos.
– Policía -dice, mirándome a los ojos-. Vengan de inmediato, por favor. Me están atacando en mi despacho.
Charlie me empuja hacia fuera.
– Vamos -dice.
En ese momento, Paul se lanza hacia la caja abierta y saca todo lo que queda en su interior. Luego empieza a sacar papeles y libros de las estanterías, arrancando sujetalibros, dándole la vuelta a todo lo que encuentra a su paso.
Cuando tiene en su mano una pila de papeles de Taft, retrocede y sale disparado por la puerta, sin ni siquiera mirarnos a Charlie o a mí.
Lo perseguimos. El último sonido que sale del despacho es el de Taft al teléfono, anunciando nuestros nombres a la policía. Su voz sale por la puerta y hace eco en el pasillo opuesto del pasillo, aferrado a los papeles que lleva en la mano izquierda.
– Obedece -le dice Charlie.
Pero sé bien lo que ha llamado la atención de Paul. Hay un armario de conserje. Y dentro, una de las entradas a los túneles.
– No es seguro -dice Charlie en voz baja, poniéndose delante de Paul para impedir que siga corriendo-. Están construyen…
Los vigilantes interpretan el movimiento como un intento de huida y uno baja la escalera a toda velocidad mientras Paul se dirige a la puerta.
– ¡Deténganse! -grita el vigilante-. ¡No entren allí!
Pero Paul ya está en la entrada, abriendo de un tirón el panel de madera. Luego, desaparece.
Charlie no lo duda. Antes de que cualquiera de los policías se dé cuenta, se adelanta y se dirige con rapidez hacia la puerta. Oigo un golpe seco cuando Charlie salta al suelo del túnel, tratando de detener a Paul.
Enseguida su voz, gritando el nombre de Paul, hace un eco que me llega desde abajo.
– ¡Salgan! -ruge el vigilante, pero su voz no hace más que empujarme hacia delante.
El agente se inclina hacia dentro y vuelve a llamar, pero sólo hay silencio.
– Llámalo… -comienza a decir el primero, pero entonces un ruido atronador sube rugiendo desde los túneles, y la caldera, junto a nosotros, comienza a silbar. De inmediato me doy cuenta de lo que ha ocurrido: un tubo de vapor ha estallado. Y en ese instante oigo a Charlie gritar
Nos apresuramos a través del pasillo hacia las oscuras escaleras del sótano cuando una bocanada de aire frío llega desde arriba. Dos oficiales del campus han llegado al pie de la escalera, encima de nosotros.
– ¡Quédense donde están! -grita uno de ellos a través de la estrecha escalera.
Nos paramos en seco.
– ¡Policía del campus! ¡No se muevan!
Paul mira por encima de mi hombro hacia el extremo
Un momento después llego al umbral del armario. La alcantarilla es pura oscuridad, de manera que doy un salto al vacío. Cuando toco tierra, la adrenalina atraviesa mis venas, viva como un relámpago, y el dolor de la caída se desvanece antes de expandirse. Me obligo a levantarme. Charlie gime a lo lejos, y al hacerlo me conduce a donde está, mientras los vigilantes gritan desde arriba. Uno de los agentes tiene la sensatez de percatarse de lo que ha pasado.
– Llamaremos una ambulancia -grita al interior del túnel-. ¿Me oyen?
Me muevo a través de una niebla densa como la sopa. El calor se hace más intenso, pero sólo puedo pensar en Charlie. El silbido del tubo ahoga los demás sonidos a intervalos regulares.
Los gemidos de Charlie se han vuelto más claros. Avanzo intentando llegar hasta él, y al final, tras una curva de los tubos, lo encuentro. Está doblado sobre sí mismo, inmóvil. Tiene la ropa destrozada y el pelo pegado a la cabeza. Desde lejos, mientras mis ojos se ajustan a la luz, alcanzo a ver un hoyo abierto en un tubo del tamaño de un barril que hay cerca del suelo.
– Hum -gime Charlie.
No le entiendo.
– Hum…
Me doy cuenta de que trata de decir mi nombre.
Tiene el pecho empapado. El vapor lo ha golpeado en pleno estómago.
– ¿Puedes ponerte en pie? -pregunto, tratando de poner su brazo alrededor de mi hombro.
– Hum… -murmura, y enseguida pierde el conocimiento.
Aprieto los dientes y trato de levantarlo, pero es como tratar de mover una montaña.
– Vamos, Charlie -le ruego, levantándolo un poco-. No te desmayes.
Pero intuyo que a cada segundo me escucha menos. Su peso es más mortecino.
– ¡Socorro! -Gritó al vacío- ¡Ayúdenme!
Tiene la camisa hecha jirones en el lugar en el que ha recibido el impacto del vapor y la piel empapada. A duras penas lo oigo respirar.
– Mmm… -gorjea, tratando de enroscar un dedo alrededor de mi mano.
Lo cojo por los hombros y lo sacudo de nuevo. Al final oigo pasos. Un rayo de luz penetra la niebla y logro ver a un médico -dos, en realidad- apresurándose hacia mí.
Un segundo después están tan cerca que puedo distinguir sus rostros. Pero cuando los rayos de luz de las linternas pasan sobre el cuerpo de Charlie, uno de ellos dice:
– Dios mío.
– ¿Está herido? -me dice el otro, dándome pequeñas palmadas en el pecho.
Lo miro fijamente, pero no puedo entender lo que dice. Enseguida, cuando miro el círculo de mi estómago iluminado por la linterna, lo entiendo todo. El agua que cubría el pecho de Charlie no era agua. Estoy cubierto con su sangre.
Ambos enfermeros están con él, tratan de reanimarlo. Un tercero llega y trata de moverme, pero lo rechazo para quedarme junto a Charlie. Lentamente siento que me desvanezco. En medio de la oscuridad y del calor, comienzo a perder la noción de la realidad. Un par de manos me conducen fuera del túnel, y veo a los dos agentes, acompañados ahora de otros dos policías: todos observan mientras el equipo de enfermeros me saca a la superficie.