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Lo último que recuerdo es la expresión del rostro del vigilante que me observa surgir de la oscuridad, ensangrentado desde la cara hasta la punta de los dedos. Al principio parece aliviado de verme salir a trompicones del desastre. Enseguida su expresión cambia, y el alivio desaparece de sus ojos cuando se da cuenta de que la sangre no es mía

Capítulo 20

Recobro el conocimiento en una cama del Centro Médico Princeton varias horas después del accidente. Paul está sentado a mi lado, contento de verme despertar, y afuera hay un policía. Alguien me ha cambiado la ropa y me ha metido en una bata de papel que cruje como un pañal cuando me siento en la cama. Tengo sangre debajo de las uñas, negra como la tierra, y hay en el aire un olor familiar, algo que recuerdo de mi pasado hospitalario. El olor de la enfermedad limpiada con desinfectante. El olor de la medicina.

– ¿Tom? -dice Paul.

Me yergo para darle la cara, pero una punzada de dolor me recorre el brazo.

– Con cuidado -dice, inclinándose-. El doctor dice que te has hecho daño en el hombro.

Ahora, a medida que recupero la conciencia, siento el dolor bajo el vendaje.

– ¿Qué os ha pasado allá abajo? -le pregunto.

– Ha sido estúpido. Una simple reacción. Después de la explosión del tubo, no he podido volver con Charlie. Todo el vapor venía hacia mí. He regresado por la salida más cercana y la policía me ha traído aquí.

– ¿Dónde está Charlie?

– En urgencias. No dejan que lo vea nadie.

Su voz se ha vuelto llana. Tras frotarse un ojo, echa una mirada por la puerta. Una vieja pasa en su silla de ruedas, ágil como un niño en un cochecito. El policía la observa, pero no sonríe. En el suelo hay un pequeño triángulo amarillo que dice cuidado: superficie resbaladiza.

– ¿Está bien?

Paul mantiene la mirada en la puerta.

– No lo sé. Will ha dicho que estaba justo enfrente del tubo roto cuando lo han encontrado.

– ¿Will?

– Will Clay, el amigo de Charlie. -Paul pone una mano sobre la barandilla de la cama-. Es él quien te ha sacado.

Trato de recordarlo, pero no veo más que siluetas en los túneles, iluminadas en los bordes por las linternas.

– Charlie y él cambiaron de turno cuando decidisteis ir a buscarme -añade Paul.

Hay una gran tristeza en su voz. Cree que todo esto es culpa suya.

– ¿Quieres que llame a Katie?

Le indico que no. Antes quiero estar más consciente.

– La llamaré después -digo.

La anciana pasa por segunda vez, y ahora veo la escayola de su pierna izquierda, entre la rodilla y los dedos de los pies. Está despeinada y lleva los pantalones arremangados por encima de la rodilla, pero en sus ojos hay un brillo leve, y al pasar le muestra al agente una sonrisa desafiante, como si hubiera quebrado la ley en lugar de haberse quebrado un hueso. Charlie me dijo una vez que a los pacientes geriátricos les gusta sufrir una caída pequeña o una enfermedad menor de vez en cuando. Perder una batalla les recuerda que aún están ganando la guerra. Y de repente me golpea la ausencia de Charlie, el vacío existente donde tendría que estar su voz.

– Debe haber perdido mucha sangre -digo.

Paul se mira las manos. En el silencio, oigo a alguien que respira con dificultad al otro lado de la mampara que separa mi cama de la siguiente. En ese momento una doctora entra en la habitación. El agente le toca el codo de la bata blanca; cuando la doctora se detiene, los dos intercambian frases en voz baja.

– ¿Thomas? -dice, acercándose a la cama con una carpeta y el ceño fruncido.

– ¿Sí?

– Soy la doctora Jansen. -Se dirige al lado opuesto de la cama para examinarme el brazo-. ¿Cómo te encuentras?

– Bien. ¿Cómo está Charlie?

Me palpa el hombro levemente, lo suficiente para hacerme reaccionar.

– No lo sé. Ha estado en urgencias desde su llegada.

No tengo la cabeza lo bastante clara para saber qué puede significar el hecho de que reconozca a Charlie por su nombre de pila.

– ¿Se pondrá bien?

– Es demasiado pronto -dice, sin levantar la mirada.

– ¿Cuándo podremos verlo? -pregunta Paul.

– Cada cosa a su tiempo -dice ella, poniendo una mano entre mi espalda y la almohada, y luego levantándome-. ¿Duele?

– No.

– ¿Y esto?

Me pone dos dedos sobre la clavícula.

– No.

La presión de los dedos continúa en mi espalda, mi codo, mi muñeca, mi cabeza. La doctora hace uso del estetoscopio, por si acaso, y finalmente se sienta. Los médicos son como la gente que hace apuestas: siempre andan buscando la combinación correcta. Los pacientes son como las máquinas tragaperras: si les tuerces el brazo lo suficiente, acaban dando el premio gordo.

– Tienes suerte de que no haya sido peor -dice-. No hay fractura, pero los tejidos han sido dañados. Lo sentirás cuando los analgésicos ya no te hagan efecto. Ponte hielo dos veces al día. Luego tendrás que volver para que podamos echarle otra mirada.

La doctora despide un olor terrenal, como de sudor y jabón. Al recordar el botiquín de medicamentos que almacené después del accidente, se me ocurre que ahora sacará un bloc de recetas, pero no lo hace.

– Hay alguien que quiere hablar contigo -me dice en cambio.

En ese momento, debido al tono agradable en que lo dice, me imagino a un amigo en el pasillo, tal vez Gil, que ha regresado de los clubes, o incluso mi madre, que ha venido desde Ohio. De repente me doy cuenta de que ignoro cuánto tiempo ha pasado desde que me sacaron a rastras del subsuelo.

Pero en el umbral aparece una cara distinta, una cara que nunca he visto antes. Es una mujer, pero no es la doctora, y definitivamente no es mi madre. Es pesada y pequeña; lleva una falda redonda y negra que le llega a las pantorrillas y unas medias negras y opacas. La blusa blanca y la chaqueta roja le dan un aire maternal, pero lo primero que se me ocurre es que es una administradora de la universidad.

La doctora y la mujer intercambian miradas, luego intercambian posiciones: una entra y la otra sale. La mujer de las medias negras se detiene a poca distancia de la cama y le hace un gesto a Paul, pidiéndole que se acerque. Hablan sin que pueda oír lo que dicen, y luego, inesperadamente, Paul me pregunta si estoy bien, espera a que se lo confirme, y se va con un hombre que está junto a la puerta.

– Agente -dice la mujer-, ¿le importaría cerrar la puerta al salir?

Para mi sorpresa, el agente asiente y cierra la puerta, dejándonos a solas.

La mujer se acerca al lado de la cama, moviéndose como un pato, deteniéndose para echar una mirada a la cama que hay al otro lado de la cortina.

– ¿Cómo te encuentras, Tom? -Se sienta en la silla donde estaba Paul, y la silla desaparece. Tiene mejillas de ardilla; cuando habla, parece tenerlas llenas de nueces.

– No muy bien -digo con recelo. Inclino mi lado derecho hacia ella para mostrarle el vendaje.

– ¿Puedo traerte algo?

– No, gracias.

– Mi hijo estuvo aquí el mes pasado -dice distraídamente mientras se busca algo en el bolsillo de la chaqueta-. Para una apendectomía.

Estoy a punto de preguntarle quién es cuando se saca una pequeña cartera de cuero del bolsillo del pecho.

– Tom, soy la detective Gwynn. Quisiera que habláramos acerca de lo que ha sucedido hoy.

Abre la cartera para enseñarme la insignia, después se la vuelve a meter en el bolsillo.

– ¿Dónde está Paul?

– Hablando con el detective Martin. Me gustaría hacerte algunas preguntas acerca de Bill Stein. ¿Sabes quién era?

– El que murió anoche.

– Fue asesinado. -La detective deja que un silencio puntúe la última palabra-. ¿Lo conocía alguno de tus compañeros de habitación?

– Paul lo conocía. Trabajaban juntos en el Instituto de Estudios Avanzados.

La detective saca un bloc de notas del bolsillo de la chaqueta.

– ¿Conoces a Vincent Taft?