– Más o menos -digo, intuyendo algo más grande en el horizonte.
– ¿Has estado en su despacho esta mañana?
La presión se acumula en mis sienes.
– ¿Por qué?
– ¿Te has peleado con él?
– Yo no lo llamaría pelea.
Ella toma nota.
– ¿Estuvisteis en el museo anoche, tú y tu compañero de habitación?
La pregunta parece tener mil consecuencias posibles. Trato de recordar. Paul se cubrió las manos con los puños de la camisa cuando tocó las cartas de Stein. Nadie hubiera podido reconocernos las caras en la oscuridad.
– No.
La detective mueve los labios como hacen algunas mujeres para arreglarse el pintalabios. Soy incapaz de interpretar su lenguaje corporal. Al final, saca una hoja de papel de una carpeta y me la pasa. Es una fotocopia del registro que Paul y yo firmamos frente al guardia del museo. La fecha y la hora aparecen junto a nuestros nombres.
– ¿Cómo entrasteis a la biblioteca del museo?
– Paul tenía el código -digo, dándome por vencido-. Bill Stein se lo dio.
– El escritorio de Stein era parte de la escena del crimen. ¿Qué estabais buscando?
– No lo sé.
La detective me regala una mirada de simpatía.
– Creo que tu amigo Paul -dice- te ha metido en más problemas de los que crees.
Espero a que le ponga un nombre al asunto, un nombre legal, pero no lo hace. En cambio, dice:
– Es tu nombre el que aparece en la hoja de seguridad, ¿no es cierto? -Levanta el papel y me lo quita-. Y has sido tú quien ha agredido al profesor Taft.
– No lo he…
– Es curioso que tu amigo Charlie fuera quien trató de reanimar a Bill Stein.
– Charlie es estudiante de…
– ¿Pero dónde estaba Paul Harris?
Durante un momento desaparece la fachada. Una cortina se alza sobre sus ojos, y la matrona amable ha desaparecido.
– Tienes que comenzar a preocuparte por ti mismo, Tom.
No logro saber si es una amenaza o un consejo.
– Tu amigo Charlie está en el mismo barco -dice-. Si sobrevive. -Espera un instante para que sus palabras surtan efecto-. Sólo dime la verdad.
– Eso he hecho.
– Paul Harris salió del auditorio antes de que se acabara la conferencia del profesor Taft.
– Sí.
– Y sabía dónde estaba el despacho de Stein.
– Trabajaban juntos. Sí.
– ¿Fue idea suya que os introdujerais en el museo de arte?
– Paul tenía las llaves. No «nos introdujimos».
– Y fue idea suya hurgar en el escritorio de Stein.
Mejor no seguir contestando. No hay respuestas correctas en este momento.
– Cuando salisteis del despacho del profesor Taft, Paul huyó de la policía del campus, Tom. ¿Por qué lo hizo?
Pero no entendería las explicaciones, no quiere entenderlas. Sé bien adónde se dirige todo esto, pero sólo puedo pensar en lo que ha dicho de Charlie.
Si sobrevive.
– Es un estudiante de Sobresalientes, Tom. Y así es conocido en el campus. Y luego el profesor Taft descubrió lo del plagio. ¿Quién crees que se lo dijo a Taft?
Un ladrillo tras otro, como si se tratara de construir una pared entre dos amigos.
– William Stein -dice, consciente de que ya he perdido todo interés en ayudarla-. Imagina cómo se habrá sentido Paul, la furia que debe haber sentido.
De repente llaman a la puerta. Antes de que ninguno pueda decir una palabra, la puerta se abre.
– ¿Detective? -dice otro agente.
– ¿Qué pasa?
– Hay alguien aquí que quiere hablar con usted.
– ¿Quién?
Echa una mirada a la tarjeta que lleva en la mano.
– Un decano de la Universidad.
La detective permanece un instante sentada, luego se levanta y se dirige a la puerta.
Cuando se ha ido, se produce un tenso silencio en la habitación. Después de un rato, cuando ha pasado tiempo suficiente y no ha regresado, me incorporo en la cama y busco mi camisa. Estoy harto de los hospitales, y soy capaz de cuidarme el brazo por mi cuenta. Quiero ver a Charlie; quiero saber qué le han dicho a Paul. Veo que mi chaqueta cuelga del perchero. Comienzo a desplazarme con cautela para salir de la cama.
En ese instante, la puerta se abre. La detective Gwynn está de vuelta.
– Puedes irte. La oficina del decano se pondrá en contacto contigo. -Tan sólo puedo especular acerca de lo que ha ocurrido allá fuera. La mujer me entrega su tarjeta y me mira de cerca. Pero quiero que pienses en lo que te he dicho, Tom.
Le indico que así lo haré. Parece que le gustaría añadir algo más, pero decide callarse. Sin decir otra palabra, se da la vuelta y se va.
Cuando la puerta se cierra, otra mano la abre. Me paralizo esperando ver entrar al decano, pero esta vez es una cara amable. Gil ha llegado, y trae regalos. Lleva en la mano izquierda exactamente lo que necesito en este momento: una muda de ropa limpia.
– ¿Cómo estás?
– Bien. ¿Qué está pasando?
– Me ha llamado Will Clay. Me ha dicho lo que ha ocurrido. ¿Cómo está tu hombro?
– Bien. ¿Ha dicho algo de Charlie?
– Un poco.
– ¿Está bien?
– Mejor de lo que estaba al llegar.
Hay algo en su forma de decirlo.
– ¿Qué pasa? -pregunto.
– Nada -dice Gil finalmente-. ¿Han hablado contigo los polis?
– Sí. También con Paul. ¿Lo has visto allá fuera?
– Está en la sala de espera. Richard Curry está con él.
Intento salir de la cama.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
Gil se encoge de hombros mientras mira la comida.
– ¿Necesitas ayuda?
– ¿Para qué?
– Para vestirte.
No estoy seguro de que esté bromeando.
– Creo que me las puedo arreglar.
Gil sonríe mientras yo lucho por sacarme de encima la bata de hospital.
– Vamos a ver a Charlie -digo, acostumbrándome poco a poco a estar de pie.
Pero Gil vacila.
– ¿Qué pasa? -digo.
Hay una curiosa expresión en su rostro, avergonzada y llena de furia al mismo tiempo.
– Anoche tuvimos una pelea muy fuerte, Tom.
– Lo sé.
– Quiero decir, después de que tú y Paul os fuerais. Le dije algunas cosas que no debería haberle dicho.
Recuerdo lo limpia que estaba la habitación esta mañana. Por eso Charlie no ha dormido.
– No importa -digo-. Vamos a verlo.
– No creo que él quiera verme ahora mismo.
– Claro que sí.
Gil se pasa un dedo por la nariz y luego dice:
– De todas formas, los médicos no quieren que lo molesten. Volveré más tarde.
Se saca las llaves del bolsillo. Hay algo triste en su mirada. Finalmente, pone una mano sobre el pomo de la puerta.
– Llámame al Ivy si necesitas algo -dice. La puerta se abre, girando calladamente sobre sus goznes, y Gil sale al pasillo.
El agente se ha ido, e incluso la anciana de la silla de ruedas ha desaparecido ya. Alguien se ha llevado el pequeño triángulo amarillo. Espero a que Gil mire hacia atrás, pero no lo hace. Antes de que pueda decirle otra palabra, ha doblado la esquina hacia la salida, y desaparece.
Una vez, Charlie me describió lo que las epidemias causaban en las relaciones humanas en siglos pasados, la forma en que las enfermedades llevaban a los hombres a evitar a los infectados y temer a los sanos, hasta tal punto que padres e hijos dejaban de sentarse en la misma mesa y las reglas de cortesía de la sociedad comenzaban a pudrirse. «Pero si estás solo no caes enfermo», le dije, simpatizando con aquellos que huían a las montañas. Luego Charlie me miró y en seis palabras me dio el mejor argumento que he oído jamás a favor de los médicos. Me parece que también puede aplicarse a las amistades. «Tal vez no -me dijo-. Pero tampoco mejoras.»
La sensación que tuve al ver a Gil marcharse -y que me hizo pensar en lo que Charlie había dicho- es la misma que tengo al entrar en la sala de espera y ver a Paul sentado y solo: ahora, todos nosotros estamos solos en este asunto, y todo puede empeorar. Allí, la figura de Paul es extraña: una silueta solitaria en una fila de sillas de plástico blanco, con la cabeza entre las manos y la mirada fija en el suelo. Es una postura que siempre adopta cuando está hundido en pensamientos profundos: inclinado hacia delante con los dedos entrelazados sobre la nuca y ambos codos sobre las rodillas. Varias noches, más de las que puedo recordar, lo he encontrado, al despertar, sentado de esta forma frente a su escritorio, con un bolígrafo entre los dedos y una vieja lámpara arrojando un poco de luz sobre las páginas de su cuaderno.