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Mi primer instinto, al pensar en eso, es preguntarle qué ha encontrado en el diario. Aun después de todo lo ocurrido, quiero saberlo; quiero ayudar; quiero recordarle la existencia de nuestra vieja camaradería, para que no se sienta solo. Pero viéndolo así doblado, luchando consigo mismo por una idea, recapacito. Tengo que recordar la disciplina de esclavo con que se dedicó a su tesina después de mi partida, recordar cuántas mañanas se sentó a desayunar con los ojos enrojecidos, cuántas noches le llevamos tazas de café solo del WaWa. Si alguien pudiera contar los sacrificios que ha hecho por el libro de Colonna, si alguien pudiera ponerles un número igual que un preso deja muescas en la pared, ese número eclipsaría por completo el mínimo esfuerzo que yo he añadido al balance. Hace meses, lo que Paul quería era camaradería, y me negué a dársela. Ahora sólo puedo ofrecerle mi compañía.

– Hola -digo en voz baja cuando llego a su lado.

– Tom… -dice, poniéndose de pie.

Tiene los ojos enrojecidos.

– ¿Estás bien? -pregunto.

Se pasa una manga por la cara.

– Sí. ¿Y tú?

– Estoy bien.

Me mira el brazo.

– Me pondré bien.

Antes de que pueda hablarle de Gil, un médico joven con barba recortada entra en la sala de espera.

– ¿Cómo está Charlie? -pregunta Paul.

Mientras miro al médico siento una especie de golpe fantasma, como si estuviera de pie en medio de la vía en el momento en que pasa el tren. Lleva guantes de color verde claro, el mismo color de las paredes del hospital en que hice la rehabilitación después del accidente. Es un color amargo, como de olivas mezcladas con limas. El fisioterapeuta me decía que dejara de mirar al suelo, que nunca volvería a aprender a caminar si no dejaba de mirarme los tornillos de la pierna. Mira hacia delante, decía. Siempre hacia delante. Así que me concentraba en el verde de las paredes.

– Su estado es estacionario -dice el hombre de los guantes verdes.

«Estacionario», pienso. Una palabra de médico. Yo estuve «estacionario» durante los dos días posteriores a la interrupción de la hemorragia de mi pierna. Sólo significaba que me estaba muriendo más despacio que antes.

– ¿Podemos verlo?

– No -dice el hombre-. Charlie está inconsciente todavía.

Paul vacila, como si «estacionario» e «inconsciente» fueran excluyentes.

– Pero ¿se pondrá bien?

El médico inventa una especie de mirada amable pero llena de certidumbre y dice:

– Creo que lo peor ya ha pasado.

Paul le sonríe débilmente. Prefiero no explicarle a Paul lo que eso quiere decir en realidad. En la sala de Urgencias están lavándose las manos y fregando los suelos, esperando que bajen otra camilla de la ambulancia. Para los médicos, lo peor ha pasado. Para Charlie, está apenas comenzando.

– Gracias a Dios -dice Paul casi para sí mismo.

Y viéndolo ahora, observando la manera en que el alivio le llena el rostro, me doy cuenta de algo. Nunca creí que Charlie pudiera morir a consecuencia de lo que ha ocurrido allá abajo. Nunca creí que eso fuera posible.

Mientras me doy de alta en el hospital, Paul no dice gran cosa, excepto algo acerca de la crueldad de lo que Taft me ha dicho en su despacho. Apenas si hay papeles que llenar, tan sólo hay que firmar uno o dos impresos y enseñar mi carnet del campus. Mientras me esfuerzo por escribir mi nombre con el brazo herido, intuyo que el decano ya ha estado aquí, ejerciendo su influencia. Me pregunto de nuevo qué le habrá dicho a la detective para lograr que nos dejen marcharnos.

En ese momento recuerdo lo que Gil me ha contado.

– ¿Ha venido Curry?

– Se ha ido justo antes de que salieras. No tenía buen aspecto.

– ¿Por qué no?

– Llevaba el mismo traje que anoche.

– ¿Sabía lo de Bill?

– Sí. Era casi como si pensara… -Paul deja la frase incompleta-. Me ha dicho: «Tú y yo nos entendemos, hijo mío».

– ¿Y eso qué significa?

– No lo sé. Creo que me estaba perdonando.

– ¿Perdonándote? ¿A ti?

– Me dijo que no me preocupara. Que todo iba a salir bien. No sé qué decir.

– ¿Cómo ha podido pensar que tú habías hecho algo semejante? ¿Qué le has dicho?

– Le he dicho que no lo había hecho. -Paul vacila-. No sabía qué más decirle, así que le he explicado lo que encontré. – ¿En el diario?

– No se me ha ocurrido nada más. Parecía tan excitado… Dijo que estaba tan preocupado que no podía dormir.

– ¿Preocupado por qué?

– Por mí.

– Mira -le digo, porque ya he empezado a escuchar en su voz la influencia de Curry-, ese tipo no sabe de qué habla.

– «Si hubiera sabido lo que harías, habría hecho las cosas de otra forma.» Eso es lo último que me ha dicho.

Siento deseos de arremeter contra Curry, pero me obligo a recordar que el hombre que ha dicho estas cosas es lo más parecido a un padre que tiene Paul.

– ¿Qué te ha dicho la detective? -pregunta Paul, cambiando de tema.

– Ha tratado de asustarme.

– ¿Pensaba lo mismo que Richard?

– Sí. ¿Han tratado de que lo admitieras?

– El decano ha llegado antes de que me pudieran hacer preguntas y me ha dicho que no respondiera a nada.

– ¿Qué harás ahora?

– Me ha aconsejado que busque un abogado.

Lo dice como si fuera más fácil encontrar un basilisco o un unicornio.

– Ya nos las arreglaremos -le digo. Cuando he terminado el papeleo del alta, nos dirigimos al exterior. Cerca de la entrada hay un agente de policía que nos mira cuando caminamos hacia él. Un viento frío nos envuelve en cuanto ponemos un pie fuera del edificio.

Emprendemos solos la breve caminata de vuelta al campus. Las calles están desiertas, el cielo se oscurece, y ahora una bicicleta pasa por la acera llevando un pedido a domicilio de una pizzería. El repartidor deja tras de sí un rastro de olores, una nube de almidón y vapor y al levantarse de nuevo el viento, que remueve la nieve como si fuera polvo, me suenan las tripas, recordatorio de que nos encontramos nuevamente en el mundo de los vivos.

– Acompáñame a la biblioteca -dice Paul al acercarnos a Nassau Street-. Quiero enseñarte algo.

Se detiene en el cruce. En el otro extremo del patio blanco está Nassau, y me viene a la cabeza la imagen de los pantalones aleteando en la cúpula, del badajo que no estaba allí.

– ¿Enseñarme qué?

Paul tiene las manos en los bolsillos y camina con la cabeza gacha, enfrentándose al viento. Atravesamos la puerta Fitz-Randolph sin mirar atrás. Dice la leyenda que puedes cruzar la puerta cuantas veces quieras para entrar al campus, pero si la cruzas para salir, aunque sólo sea una vez, nunca te graduarás.

– Vincent me decía que nunca confiara en los amigos -dice Paul-. Decía que los amigos eran inconstantes.

Un guía turístico cruza con su pequeño grupo frente a nosotros. Parecen un coro de villancicos. Nathaniel Fitz-Randolph donó los terrenos en los que se construyó Nassau, explica el guía. Está enterrado en el lugar que ahora ocupa el patio de Holder.

– Cuando ha estallado ese tubo, no he sabido qué hacer. No me he dado cuenta de que Charlie sólo había entrado en el túnel para ir a buscarme.

Cruzamos hacia East Pyne de camino a la biblioteca. A lo lejos se levantan los salones de mármol de las antiguas sociedades de debates. Whig, el club de James Madison, y Cliosophic, el de Aaron Burr. La voz del guía perdura en el aire una vez lo hemos dejado atrás. De repente tengo la sensación creciente de ser un visitante en este lugar, un turista, de que he caminado en la oscuridad de un túnel desde mi primer día en Princeton, al igual que lo hicimos por las entrañas de Holder, rodeados de tumbas.