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– Luego he escuchado que ibas tras él. No te importaba qué hubiera allá abajo. Sólo sabías que Charlie estaba herido. -Paul me mira por primera vez-. Yo te oía pedir ayuda, pero no podía ver nada. No podía moverme, tenía demasiado miedo. Lo único que me pasaba por la cabeza era esto: ¿qué clase de amigo soy? Yo soy el amigo inconstante.

– Paul -le digo, parándome en seco-. No tienes por qué hacer esto.

Estamos en el patio de East Pyne, un edificio en forma de claustro. La nieve cae por el espacio abierto del centro. Mi padre ha vuelto a mi lado inesperadamente, como una sombra en las paredes, porque me doy cuenta de que él caminó por estos senderos antes de que yo naciera, y vio estos mismos edificios. Sigo sus pasos sin siquiera saberlo, porque ninguno de los dos ha dejado la más mínima impronta en este lugar.

Paul se da la vuelta cuando ve que me detengo, y durante un instante somos los únicos seres vivos entre estas paredes de piedra.

– Sí, sí que tengo -dice, volviéndose hacia mí-. Porque cuando te diga lo que he encontrado en el diario, todo lo demás va a parecer pequeño. Y no todo lo demás es pequeño.

– Sólo dime que es algo tan grande como lo que habíamos esperado.

Porque si así es, por lo menos la sombra que mi padre proyecta será una sombra larga.

Mira hacia delante, me dice la voz del fisioterapeuta. Siempre hacia delante. Pero ahora, igual que entonces, me veo rodeado de paredes.

– Sí -dice Paul, perfectamente consciente de lo que quiero decir-. Lo es.

Hay en su rostro una chispa que me transmite el significado de esas tres palabras, y de nuevo me siento golpeado, sacudido por la misma sensación que había esperado encontrar. Es como si mi padre hubiera atravesado un obstáculo inconcebible, como si hubiera regresado y logrado reivindicarse de un solo golpe.

Ignoro lo que me dirá Paul, pero la idea de que su revelación pueda ser más grande de lo que he imaginado es suficiente para hacerme sentir algo que ha estado ausente durante más tiempo del que hubiera creído. Me hace mirar hacia delante otra vez y ver frente a mí algo real, algo distinto de una pared. Me hace sentir esperanzado.

Capítulo 21

De camino a Firestone nos cruzamos con Carrie Shaw, una estudiante de tercero que reconozco por una clase de Literatura a la que fuimos juntos el año pasado. Carrie pasa frente a nosotros, nos saluda. Durante semanas, antes de que yo conociera a Katie, ella y yo intercambiamos miradas de un lado al otro de la mesa del seminario. Me pregunto cuánto habrá cambiado su vida desde entonces. Me pregunto si podrá ver cuánto ha cambiado la mía.

– Me parece tan accidental la forma en que me absorbió la Hypnerotomachia -dice Paul mientras seguimos hacia el este, hacia la biblioteca-. Todo fue tan indirecto, tan fortuito. Igual que le ocurrió a tu padre.

– Te refieres a lo de conocer a McBee.

– Y a Richard. ¿Qué habría pasado si ellos dos no se hubieran conocido? ¿Y si no hubieran ido juntos a esa clase? ¿Y si yo no hubiera cogido nunca el libro de tu padre?

– No estaríamos aquí.

Paul toma esto como un comentario informal, pero enseguida se da cuenta de lo que quiero decir. Sin Curry, sin McBee, sin El documento Belladonna, Paul y yo nunca nos habríamos conocido. Nos habríamos cruzado en el campus igual que nos acabamos de cruzar con Carrie, saludándonos, preguntándonos dónde nos hemos visto antes, pensando de manera distante: es una lástima que hayan pasado cuatro años y siga habiendo tantas caras desconocidas.

– A veces -dice- me pregunto: ¿por qué tuve que conocer a Vincent? ¿Por qué tuve que conocer a Bill? ¿Por qué siempre tengo que tomar el camino más largo para llegar a donde quiero?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Te has fijado en que tampoco las indicaciones del capitán de puerto van directamente al grano? Cuatro sur, diez este, dos norte, seis oeste. Se mueven en un gran círculo. Uno casi acaba llegando al punto de partida.

Al final entiendo la conexión: la extensa curva de las circunstancias, la manera en que su viaje con la Hypnerotomachia ha serpenteado en el tiempo y en el espacio, a partir de los dos amigos de Princeton en la época de mi padre, llegando a los tres hombres en Nueva York, y ahora de vuelta a otros dos amigos en Princeton: todo se parece al extraño acertijo de Colonna, a las indicaciones que se curvan sobre sí mismas.

– ¿No crees que tiene sentido que fuera tu padre quien me inició en la Hypnerotomachia?-pregunta Paul.

Llegamos a la entrada y, mientras nos protegemos de la nieve, Paul me abre la puerta de la biblioteca. Ahora estamos en el viejo corazón del campus, un lugar hecho a base de piedras. En verano, cuando pasan coches con las ventanillas bajadas y la música a todo volumen, cuando todos los estudiantes llevan shorts y camisetas, edificios como Firestone y la capilla y Nassau Hall parecen cuevas en una metrópolis. Pero cuando cae la temperatura y comienza a nevar, no hay lugar más reconfortante.

– Anoche estuve pensando -continúa Paul- en que los amigos de Francesco le ayudaron a diseñar los acertijos, ¿correcto? Ahora nuestros amigos nos ayudan a resolverlos. Tú resolviste el primero. Katie dio la respuesta al segundo. Charlie supo el último. Tu padre descubrió El documento Belladonna. Richard encontró el diario.

Nos detenemos en la entrada giratoria y les enseñamos nuestras identificaciones a los guardias de la puerta. Mientras esperamos a que llegue el ascensor que nos llevará a la planta C, la inferior del edificio, Paul señala una placa de metal que hay en la puerta del ascensor. Hay en ella un símbolo que no había advertido antes.

– La Imprenta Aldina -digo. Lo reconozco por el viejo despacho de mi padre.

El impresor de Colonna, Aldus Manutius, tomó su famoso emblema del delfín con el ancla, uno de los más famosos de la historia de la imprenta, de la Hypnerotomachia

Paul asiente, e intuyo que esto forma parte de lo que quiere transmitirme. Durante esta espiral de cuatro años que nos ha llevado de vuelta al principio, Paul ha sentido, en todas partes, la presencia de una mano sobre su espalda. Aun en los detalles más silenciosos, su mundo entero lo ha estado empujando hacia delante, ayudándolo a resolver el libro de Colonna.

Las puertas del ascensor se abren y entramos.

– En fin: anoche estuve pensando en todo esto -dice, presionando el botón de la planta C; enseguida comenzamos el descenso-. En la forma en que todo parece trazar un círculo completo. Y entonces me di cuenta.

Una campana tintinea sobre nuestras cabezas, y la puerta se abre frente al más desolado paisaje de toda la biblioteca, metros y metros bajo tierra. Las estanterías de la planta C llegan hasta el techo, y están tan atiborradas que parecen diseñadas para soportar el peso de las cinco plantas que hay encima. A nuestra izquierda está Microform Services, la gruta oscura donde los profesores y los estudiantes se agolpan ante macizos grupos de máquinas de microfilms y miran con ojos entrecerrados aquellos paneles de luz. Paul comienza a conducirme a través de las pilas de libros, pasando el dedo por los lomos empolvados mientras camina. Me doy cuenta de que me lleva a su cubículo.

– Hay una razón para que todo en este libro vuelva a su punto de partida. Los principios son la clave de la Hypnerotomachia. La primera letra de cada capítulo crea el acróstico de Fra Francesco Colonna. Las primeras letras de los términos arquitectónicos forman el primer acertijo. No es coincidencia que Francesco hiciera que todo regresara a sus orígenes.