Ya veo adonde me está llevando.
– Incluyendo a Francesco Colonna -digo.
– Y aquí entra en juego la Hypnerotomachia.
– Entonces ¿es un manifiesto?
– De alguna manera, sí. Francesco no soportaba a Savonarola. Para él, Savonarola representaba el peor tipo de fanatismo, todo lo que el cristianismo tenía de equivocado. Era destructor. Vengativo. Se negaba a permitir que los hombres usaran los dones que Dios les había dado. Francesco era un humanista, un amante de la Antigüedad. Él y sus primos habían pasado sus años de juventud estudiando con los grandes maestros de prosa y poesía antigua. Cuando cumplió los treinta años, ya había amasado una de las más importantes colecciones de manuscritos originales de toda Roma.
»Mucho antes de la primera hoguera, Francesco se había dedicado a recopilar arte y libros. Había contratado a mercaderes de Florencia para que compraran lo que pudieran y lo enviaran a una de las propiedades de su familia en Roma. Esto causó una ruptura importante entre Francesco y su familia: la familia consideraba que Francesco estaba despilfarrando el dinero en cachivaches florentinos. Pero a medida que Savonarola ganaba poder, Francesco actuaba con más decisión: no soportaba pensar en la pirámide que se desvanecía en el humo, y poco importaba el coste que aquello pudiera tener para él o su familia. Bustos de mármol, cuadros de Botticelli, cientos de objetos de valor incalculable. Y sobre todo, libros. Aquellos libros raros e irremplazables. Francesco y Savonarola estaban en extremos opuestos del universo intelectual. Para Francesco, la violencia más grande era la que se ejercía contra el arte, contra el conocimiento.
»En el verano de 1497, Francesco viaja a Florencia para verlo todo con sus propios ojos. Y lo que todos los demás admiran de Savonarola (su santidad, su capacidad para pensar únicamente en la salvación) a Francesco le hace sentir el miedo y el odio más profundos. Ve lo que Savonarola es capaz de hacer: destruir los mayores logros del primer resurgimiento del saber clásico desde los tiempos de la Roma antigua. Ve la muerte del arte, la muerte del conocimiento, la muerte del espíritu clásico. Y la muerte del humanismo: el fin de ese impulso por cruzar fronteras, por sobrepasar las limitaciones, por ver las plenas posibilidades del pensamiento.
– ¿Y escribió sobre esto en la segunda parte del libro?
Paul asiente.
– Francesco lo escribió todo en la segunda parte, todas las cosas que tenía miedo de decir en la primera. Registró lo que había visto en Florencia y lo que temía. Que la influencia de Savonarola aumentaba. Que lograría, de alguna manera, ganar la atención del rey de Francia. Que tenía admiradores en Alemania e Italia. A medida que Francesco escribe, uno siente el desarrollo de esa influencia. Francesco se convencía más y más de que había legiones enteras de seguidores apoyando a Savonarola en todos los países de la Cristiandad. «Este predicador», escribió, «es tan sólo el comienzo de un nuevo espíritu cristiano. Habrá levantamientos de predicadores fanáticos, estallarán las hogueras a lo largo y ancho de Italia». Dice que Europa está a punto de sufrir una revolución religiosa. Y si consideramos que ya se acerca la Reforma, comprendemos que tenía razón. Savonarola no vivirá para verla, pero, tal como has dicho, cuando Lutero ponga en marcha su plan, pocos años después, recordará a Savonarola como un héroe.
– Así que Colonna lo previo todo.
– Sí. Y después de ver a Savonarola con sus propios ojos, Francesco toma una posición más firme. Decide utilizar sus contactos para hacer lo que muy pocas personas en Roma, o en cualquier otra parte del mundo occidental, hubieran podido hacer. Usando una pequeña red de amigos fiables, comienza a coleccionar todavía más obras de arte y manuscritos raros. Se comunica con una gigantesca red de humanistas y pintores para recoger tantos tesoros, tantos logros del conocimiento y la imaginación como sea posible. Soborna a abates y bibliotecarios, a aristócratas y negociantes. Los mercaderes viajan a ciudades del otro lado del continente sólo para él. Van a las ruinas del Imperio Bizantino, donde el saber antiguo se conserva todavía. Van a tierra de infieles a buscar textos árabes. Van a monasterios de Alemania, Francia y el Norte. Y durante todo este tiempo, Francesco mantiene su identidad en secreto, protegido por sus amigos más cercanos, por sus hermanos humanistas. Sólo ellos saben lo que pretende hacer con todos esos tesoros.
De repente recuerdo el diario del capitán de puerto. Genovés se pregunta qué puede transportar un barco tan pequeño procedente de un puerto tan oscuro. Se pregunta por qué un noble como Francesco Colonna estaría tan interesado en aquello.
– Encuentra obras maestras -continúa Paul-. Obras que nadie ha visto en cientos de años. Títulos que nadie sabía que existían. El Eudemo, el Protréptico y el Grillo de Aristóteles. Imitaciones grecorromanas de Miguel Ángel. Los cuarenta y dos volúmenes de Hermes Trismegisto, el profeta egipcio al que se cree más viejo que Moisés. Encuentra treinta y ocho obras de teatro de Sófocles, doce de Eurípides, veintitrés de Esquilo: hoy en día, todas ellas se consideran perdidas. En un solo monasterio alemán encuentra tratados filosóficos de Parménides, Empédocles y Demócrito, que durante años han sido puestos a buen recaudo por los monjes. Un enviado del Adriático encuentra obras de Apeles, el pintor de la antigüedad: el retrato de Alejandro, la Afrodita Anadiómena, la línea de Protogenes. Y Francesco está tan emocionado que ordena a su enviado comprarlas todas, aunque después resulten ser falsificaciones. Un bibliotecario de Constantinopla le vende los Oráculos caldeos a cambio del peso en plata de un cerdo pequeño, y a Francesco le parece una ganga, pues el autor del oráculo, Zoroastro el persa, es el único profeta conocido más antiguo que Hermes Trismegisto. Al final de la lista de Francesco, como si no tuvieran ninguna importancia, aparecen siete capítulos de Tácito y un libro de Livy. Casi se olvida de mencionar media docena de obras de Botticelli.
Paul mueve la cabeza imaginando todo aquello.
– En menos de dos años, Francesco Colonna llega a armar una de las mayores colecciones de arte y literatura antiguos del mundo renacentista. Permite la entrada en su círculo de dos marinos para que capitaneen sus barcos y transporten su carga. Emplea a los hijos de los miembros fiables de la Academia Romana para que protejan las caravanas que viajan por los caminos de Europa. Pone a prueba a los hombres sospechosos de traición, registrando cada uno de sus movimientos para poder después volver sobre sus huellas. Francesco sabía que sólo podía confiar su secreto a una minoría selecta, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para protegerlo.
Ahora comprendo plenamente la importancia de lo que mi padre y yo encontramos: un hilo suelto en la red de comunicaciones entre Colonna y sus asistentes, una red diseñada con el único propósito de proteger el secreto del noble.
– Tal vez Rodrigo y Donato no fueron los únicos que puso a prueba -sugiero-. Tal vez hay más cartas Belladonna.
– Es posible -dice Paul-. Y cuando Francesco hubo terminado, lo puso todo en un lugar donde nadie pensaría en buscar. Un lugar en el cual, según dice, su tesoro estará a salvo de sus enemigos.
Sé a qué se refiere aun antes de que lo mencione.
– Formula a los miembros de su familia una petición de acceso a las inmensas extensiones de tierra que poseen fuera de Roma, todo bajo el pretexto de una empresa que generará ganancias. Pero en vez de construir sobre el terreno, en medio de los bosques donde sus ancestros iban de cacería, Francesco diseña su cripta. Una gigantesca bóveda subterránea. Sólo cinco de sus hombres conocen su ubicación.