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Se detiene, sin aliento, y queda en silencio. En el pasillo se oyen pasos amortiguados por la puerta. Atónito, miro a Paul. Poco a poco las cosas de la realidad, del mundo real que hay de puertas para afuera, comienzan a penetrar de nuevo, devolviendo a Savonarola y a Francesco Colonna a las estanterías de mi cabeza. Pero sigue habiendo una interacción incómoda entre los dos mundos. Miro a Paul y me doy cuenta de que de alguna manera él se ha transformado en el punto de intersección entre ambos, en la ligadura que une al tiempo consigo mismo.

– No me lo puedo creer -le digo.

Mi padre debería estar aquí. Mi padre, y también Richard Curry, y también McBee. Todos los que alguna vez supieron algo de este libro y sacrificaron algo para resolverlo. Esto es un regalo para ellos.

– Francesco da señas para llegar a la cripta desde tres mojones distintos -dice Paul-. No será difícil encontrar su ubicación. Incluso da las dimensiones y hace una lista de todo lo que la cripta contiene. Lo único que falta es el plano del cerrojo de la cripta. Terragni diseñó un cerrojo especial, de cilindro, para la entrada. Es tan hermético, dice Francesco, que protegerá la cripta tanto de los ladrones como de la humedad durante el tiempo que se tarde en resolver su libro. Repite una y otra vez que va a revelar el plano del cerrojo y las instrucciones para abrirlo, pero siempre se distrae hablando de Savonarola. Tal vez le dijo a Terragni que lo incluyera en los capítulos finales, pero Terragni tenía tantas otras cosas de qué preocuparse que no llegó a hacerlo.

– Y eso es lo que estabas buscando en el despacho de Taft.

Paul asiente.

– Richard dice que había un plano en el diario del capitán cuando lo encontró hace treinta años. Creo que Vincent se lo quedó cuando permitió a Bill que encontrara el resto del diario.

– ¿Y lo recuperaste?

– No. Sólo conseguí un puñado de viejas notas manuscritas de Vincent.

– ¿Y qué harás ahora?

Paul comienza a buscar algo más bajo el escritorio.

– Estoy a merced de Vincent.

– ¿Cuánto le has contado?

Cuando vuelve a sacar las manos, están vacías. Paul pierde la paciencia, echa la silla hacia atrás y se arrodilla en el suelo.

– Vincent no sabe ningún detalle acerca de la cripta. Sólo que existe.

Me doy cuenta de que en el suelo hay marcas, surcos que trazan un cuarto de círculo bajo las patas metálicas del escritorio.

– Anoche empecé a hacer un mapa de todo lo que Francesco dijo sobre ella en la segunda parte de la Hypnerotomachia. La ubicación, las dimensiones, los mojones. Sabía que Vincent vendría a buscar mis hallazgos, así que puse el mapa donde guardo los mejores descubrimientos que he hecho aquí.

Suena el tintineo del metal contra el metal; de la esquina opuesta del escritorio, Paul saca un destornillador. La larga tira de celo que lo mantenía pegado por debajo del escritorio cuelga de su mano como si fuera un hierbajo. Arranca el celo y hace girar el escritorio en nuestra dirección. Las patas delanteras se deslizan por los surcos del suelo de baldosas, y de repente aparece el conducto de ventilación. Cuatro tornillos sostienen la rejilla a la pared. Sobre cada uno de ellos, la pintura está descascarada.

Paul comienza a desatornillar la rejilla. Esquina a esquina, el ventilador va quedando desarmado. Paul mete la mano en el conducto; cuando la saca, lleva en ella un sobre atiborrado de papeles. Mi primer instinto es mirar por la ventana del cubículo para ver si alguien nos observa. Ahora comprendo lo de la lámina de papel negro que la cubre.

Paul abre el sobre. Primero saca un par de fotografías ajadas y manoseadas. La primera es de Paul y Richard Curry en Italia. Están en medio de la Piazza della Signoria, en Florencia, justo en frente de la fuente de Neptuno. Al fondo hay una imagen borrosa del David de Miguel Ángel. Paul lleva shorts y una mochila; Richard Curry lleva traje, pero su corbata está suelta, al igual que el botón del cuello. Ambos sonríen.

La otra foto es de nosotros cuatro en segundo. Paul está de rodillas en el centro de la foto; lleva una corbata prestada y levanta una medalla. Los demás estamos de pie a su alrededor, con aire divertido, frente a dos profesores que aparecen al fondo. Paul acaba de ganar el concurso anual de ensayo de la Sociedad Francófila de Princeton. Los tres nos hemos disfrazado de figuras de la historia francesa para apoyar a Paul. Yo soy Robespierre, Gil es Napoleón, y Charlie, con un gigantesco vestido de miriñaque que encontramos en la tienda de disfraces, es María Antonieta.

Paul no parece dar importancia a las fotos: las pone suavemente sobre el escritorio como si estuviera acostumbrado a verlas. Ahora vacía el resto del sobre. Lo que he confundido con un fajo de papeles es en realidad una sola página extensa, doblada varias veces para hacerla caber en el sobre.

– Aquí está -dice Paul, desdoblándola sobre la superficie del escritorio.

Allí, minuciosamente detallado, hay un mapa topológico dibujado a mano. Las líneas de elevación describen círculos desiguales, y la señalización de las direcciones aparece en una leve cuadrícula. Cerca del centro, dibujado en rojo, hay un objeto angular que tiene la forma de una cruz. Según la escala de la esquina, tiene más o menos el tamaño de una residencia de estudiantes.

– ¿Ahí es? -pregunto.

– Ahí es.

Es enorme. Durante un instante los dos quedamos en silencio, tratando de asimilarlo.

– ¿Qué harás con el mapa? -pregunto, ahora que el cubículo está vacío.

Paul abre la mano. Los cuatro tornillos del conducto de ventilación ruedan como semillas en la palma.

– Ponerlo en un lugar seguro.

– ¿En la pared?

– No.

Se inclina para volver a atornillar la tapa del conducto con el aspecto de estar absolutamente en calma. Cuando se levanta y comienza a arrancar las hojas de papel de las paredes, los mensajes desaparecen uno tras otro. Reyes y monstruos, nombres antiguos, notas que Paul nunca tuvo la intención de permitir que alguien viera.

– ¿Qué vas a hacer con esto? -digo, todavía mirando el mapa.

Paul hace una bola de papel con las demás páginas. Las paredes son blancas de nuevo. Tras sentarse y doblar el mapa por los pliegues, dice sin alterarse:

– Te lo doy.

– ¿Qué?

Paul mete el mapa en el sobre y me lo entrega. Se queda con las fotos.

– Te prometí que serías el primero en saberlo. Te lo mereces.

Lo dice como si tan sólo estuviera cumpliendo su palabra. -Pero ¿qué quieres que haga yo con esto?

Sonríe.

– No lo pierdas.

– ¿Y si Taft viene a buscarlo?

– Ésa es la idea. Si lo hace, vendrá a buscarme a mí. -Paul hace una pausa antes de seguir hablando-. Además, quiero que te acostumbres a tenerlo cerca.

– ¿Porqué?

Paul se recuesta.

– Porque quiero que trabajemos juntos. Quiero que encontremos juntos la cripta de Francesco.

Finalmente lo comprendo.

– El año que viene.

– En Chicago -asiente-. Y en Roma.

El ventilador chirría por última vez, susurrando a través de la rejilla.

– Esto es tuyo -es todo lo que logro decir-. Es tu tesina. Tú la has terminado.

– Esto es mucho más grande que una tesina, Tom.

– También es mucho más grande que una tesis doctoral.

– Exacto.

Lo noto en su voz. Esto es sólo el principio.

– No quiero hacerlo solo -dice.

– Pero ¿qué puedo hacer yo?

– Sólo guarda el mapa -dice sonriendo-. Aunque te haga un agujero en el bolsillo.

Me irrita el poco peso del sobre, la contingencia de lo que sostengo en mi mano. Parece un argumento en contra de la realidad que nos rodea: la sabiduría de la Hypnerotomachia me cabe en la palma de la mano.

– Ven -dice finalmente, mirando la hora en su reloj-. Vámonos a casa. Tenemos que recoger unas cosas para Charlie. Coge el último vestigio de su trabajo con un movimiento final del brazo. No queda en este cubículo ni un solo rastro de Paul, ni de Colonna, ni de la larga cadena de ideas que los une a través de más de quinientos años. La hoja de papel negro de la ventana ha desaparecido.