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Capítulo 24

La última pregunta que el jefe de contratación de Daedalus me hizo durante mi entrevista era un acertijo: si una rana cae en un pozo de veinte metros de profundidad y tiene que escalarlo para salir, avanzando tres metros cada día pero resbalando dos metros cada noche, ¿cuántos días tardará en salir?

La respuesta de Charlie era que no saldría nunca, porque una rana que cae veinte metros no vuelve a levantarse. La respuesta de Paul tenía algo que ver con un filósofo antiguo que murió al caer en un pozo mientras iba mirando las estrellas. La respuesta de Gil era que nunca había oído hablar de una rana capaz de escalar pozos, ¿y qué diablos tenía que ver eso con desarrollar software en Texas?

La respuesta correcta, me parece, es que tarda dieciocho días, o dos días menos de lo que uno esperaría. El truco está en darse cuenta de que la rana avanza un metro por día, pero en el día dieciocho, escala los tres metros y llega al borde del pozo antes de resbalar los dos.

No sé qué me hace pensar en eso ahora. Quizás éste sea uno de esos momentos en que los acertijos tienen una cierta luminiscencia, una sabiduría que ilumina los límites de la experiencia cuando nada más es capaz de hacerlo. En un mundo donde la mitad de los aldeanos siempre miente y la otra mitad siempre dice la verdad; donde la liebre nunca alcanza a la tortuga porque la distancia entre ellas disminuye según una irreductible infinidad de mitades; donde no puedes dejar al lobo en el mismo lado del río que la gallina, ni la gallina en el mismo lado que el maíz, porque cada uno se comerá al otro con perfecta regularidad, y no hay nada que podamos hacer para evitarlo: en este mundo, en fin, todo es racional, menos la premisa. Un acertijo es un castillo en el aire, perfectamente habitable siempre y cuando no mires hacia abajo. La grandiosa imposibilidad de lo que Paul me ha contado -que una antigua rivalidad entre un monje y un humanista haya dejado una cripta de tesoros debajo de un bosque olvidado- descansa sobre la imposibilidad, mucho más básica, de que un libro como la Hypnerotomachia, escrito en clave, impenetrable, ignorado por los eruditos durante cinco siglos, pueda existir. No podría; y sin embargo, me resulta tan real como me resulto yo mismo. Y si acepto su existencia, las bases quedan puestas, y el castillo imposible puede construirse. Lo demás son piedras y mortero.

Cuando se abre la puerta del ascensor, y el vestíbulo de la biblioteca parece tan leve en la luz invernal, siento como si emergiéramos de un túnel. Cada vez que pienso en el acertijo de Daedalus, imagino la sorpresa de la rana ese último día, cuando por primera vez sus tres metros hacia arriba no vienen seguidos de dos metros hacia abajo. Hay algo repentino en el borde del pozo, la inesperada aceleración que existe al final del viaje, y es eso lo que siento ahora. El acertijo que me ha acompañado desde que era un niño -el acertijo de la Hypnerotomachia – ha quedado resuelto en menos de un día.

Pasamos por el torniquete de la entrada principal de la biblioteca. Por debajo de la puerta vuelve a entrar el viento cortante. Paul abre de un empujón y yo me cierro con fuerza el abrigo. Hay nieve por todas partes, ni piedras ni paredes ni sombras, tan sólo brillantes tornados de color blanco. Chicago y Texas están a mi alrededor; también la graduación; también Dod y mi hogar. Aquí estoy: repentinamente, he salido a la superficie.

Caminamos hacia el sur. De regreso a los dormitorios, vemos un contenedor que alguien ha volcado. Hay pequeños nidos de basura asomándose entre montículos de nieve, y las ardillas ya los han atacado, sacando pieles de manzana y botellas de loción casi vacías, pasándoselo todo por las narices antes de comer. Son criaturas muy sagaces. La experiencia les ha enseñado que aquí siempre habrá comida, que el lugar se reabastece cada día, de manera que en todas partes las nueces y las bellotas permanecen insepultas. Cuando un cuervo del tamaño de un buitre aterriza sobre la rueda del contenedor volcado exigiendo prioridad, las ardillas pican y mordisquean, ignorándolo por completo.

– ¿Sabes en qué me hace pensar ese cuervo? -dice Paul.

Niego con la cabeza, y el pájaro despega furioso, abriendo las alas hasta alcanzar envergaduras fantásticas, escapando tan sólo con una bolsa de migajas.

– En el águila que mató a Esquilo -dice Paul-. Le soltó una tortuga en la cabeza

Tengo que mirarlo de reojo para confirmar que me habla en serio.

– Esquilo era calvo -continúa-. El águila trataba de quebrar el caparazón de la tortuga lanzándola sobre las rocas. No vio la diferencia.

Esto me recuerda de nuevo al filósofo que se cayó al pozo. La mente de Paul siempre está haciendo cosas así: metiendo el presente en el pasado, naciendo la cama del día de ayer.

– Si pudieras estar en cualquier parte en este momento -le pregunto-, ¿dónde estarías?

Me mira, divertido.

– ¿En cualquier parte?

– Sí.

– En Roma, con una pala en la mano.

Una ardilla nos mira, apartándose un instante de la rebanada de pan que ha encontrado. Paul se vuelve hacia mí.

– ¿Y tú? ¿Texas?

– No.

– ¿Chicago?

– No lo sé.

Pasamos por el patio trasero del museo de arte, el que lo separa de Dod. Aquí hay huellas que van de un lado al otro haciendo zigzag.

– ¿Sabes qué me dijo Charlie una vez? -dice, mirando fijamente las huellas de la nieve.

– ¿Qué?

– Si disparas con una pistola, la bala cae al suelo con la misma velocidad que si la sueltas con la mano.

Algo así he aprendido en introducción a la física.

– No hay manera de huir de la gravedad -dice Paul-. No importa a qué velocidad vayas, sigues cayendo como una piedra. Eso te hace preguntarte si el movimiento horizontal no será una ilusión. Si no nos movemos sólo para convencernos de que no nos estamos cayendo.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

– El caparazón de la tortuga -dice-. Era parte de una profecía. Un oráculo dijo que Esquilo moriría de un golpe caído del cielo.

Un golpe caído del cielo, pienso. Dios muerto de risa.

– Esquilo no podía escapar de un oráculo -continúa Paul-. Nosotros no podemos escapar de la gravedad. -Sus dedos se entrelazan formando una bisagra-. El cielo y la tierra hablando con una sola voz.

Sus ojos se han abierto como si trataran de abarcarlo todo: un niño en el zoológico.

– Seguro que eso se lo dices a todas -le digo.

Sonríe.

– Lo siento. Sobrecarga sensorial. Tengo la percepción alborotada. No sé por qué.

Yo sí que lo sé. Ahora hay alguien más que puede preocuparse por la cripta, alguien más que puede preocuparse por la Hypnerotomachia. Atlas se siente más liviano ahora que no lleva el mundo sobre los hombros.

– Con tu pregunta pasa lo mismo -dice, caminando hacia atrás frente a mí-. Si pudieras estar en cualquier parte en este momento, ¿dónde estarías? -Abre las manos y la verdad parece caerle sobre las palmas-. Respuesta: no importa, porque dondequiera que vayas seguirás cayendo.

Sonríe al decirlo, como si la idea de que todos estamos en caída libre no tuviera nada deprimente. La equivalencia última de ir a cualquier parte, de hacer cualquier cosa, parece decir Paul, es que estar conmigo en Dod es lo mismo que estar en Roma con una pala. A su manera y en sus palabras, lo que dice, me parece, es que es feliz.

Busca su llave en el bolsillo y la desliza en la cerradura. Cuando entramos, la habitación está en calma. Tanta acción ha rodeado este lugar desde el día de ayer, tantas intrusiones ilegales y vigilantes y policías, que es inquietante verlo vacío y a oscuras. Paul entra distraídamente en el dormitorio para dejar su abrigo. Por instinto, levanto el teléfono y reviso nuestro contestador.