«Hola, Tom -comienza la voz de Gil a través de un silbido de estática-. Trataré de hablar con vosotros más tarde, pero… parece que después de todo no podré volver al hospital, así que… Charlie de mi parte… Tom… corbata negra. Puedes tomar… necesites.»
Corbata negra. El baile.
Ya ha empezado el segundo mensaje.
«Tom, soy Katie. Sólo quería decirte que iré al club para ayudar con los preparativos en cuanto termine aquí en el cuarto oscuro. Creo que dijiste que vendrías con Gil. -Pausa-. Así que supongo que esta noche hablaremos.»
Vacila antes de colgar, como si no estuviera segura de haber puesto el énfasis correcto en esas últimas palabras, el recordatorio de un asunto incompleto.
– ¿Qué sucede? -dice Paul desde la habitación contigua.
– Tengo que prepararme -digo en voz baja, intuyendo el giro que las cosas están tomando.
Paul sale de la habitación.
– ¿Para qué?
– Para el baile.
Paul no lo entiende. No le he contado lo que Katie y yo hemos discutido en el cuarto oscuro. Lo que he visto el día de hoy todo lo que Paul me ha contado, ha puesto el mundo patas arriba. Pero en el silencio subsiguiente, me encuentro con que estoy donde siempre he estado. La antigua amante a la que he renunciado ha vuelto para tentarme. Hay en esto un ciclo; hasta este momento, he estado demasiado absorto en él para poder romperlo. El libro de Colonna me halaga con imágenes de perfección, una irrealidad en la que puedo habitar a cambio del mínimo precio de mi devoción enloquecida, mi retiro del mundo. Francesco, tras inventar esta curiosa operación, inventó también su nombre: Hypnerotomachia, la búsqueda en sueños del amor. Si alguna vez hubo un tiempo propicio para la quietud, para resistirse a esa lucha y a su sueño; si alguna vez hubo un tiempo propicio para recordar un amor que se ha dedicado a mí con locura, para recordar la promesa que le he hecho a Katie, es ahora.
En cambio, repite en voz baja un chiste que he escuchado mil veces en boca de Gil. Paul no tiene otras palabras para describir lo que siente.
– El último hombre en la tierra entra en un bar -murmura-. ¿Qué dice?
Paul vuelve la cabeza hacia la ventana, pero no termina el chiste. Ambos sabemos lo que dice el último hombre sobre la tierra. Mira fijamente su cerveza, solo y perdido, y dice: «Cerveza, quisiera otro camarero».
– Lo siento -le digo.
Pero Paul ya está en otra parte.
– Tengo que encontrar a Richard -murmura.
– ¿Paul?
Se da la vuelta.
– ¿Qué?
– ¿Para qué quieres encontrar a Curry?
– ¿Recuerdas lo que te he preguntado antes, de camino a Firestone? -dice-. ¿Qué habría sucedido si nunca hubiera cogido el libro de tu padre? ¿Recuerdas lo que me respondiste?
– Dije que nunca nos habríamos conocido.
Se produjeron mil pequeñas casualidades para que Paul y yo nos conociéramos, para que estuviéramos juntos aquí y ahora. A partir de los destrozos de quinientos años, el destino ha construido un castillo en el aire para que un par de chicos universitarios puedan ser reyes. Lo que Paul quiere decir es: y así es como respondes.
– Cuando veas a Gil -dice, recogiendo su abrigo del suelo-, dile que puede recuperar el Salón Presidencial. Ya no lo necesito.
Pienso en su coche, que está averiado en alguna calle lateral cercana al Instituto, y lo imagino caminando por entre la nieve, yendo a buscar a Curry.
– No deberías ir solo -empiezo.
Pero solo es como siempre ha ido. Cuando se lo digo, Paul ya ha cruzado la puerta
Lo habría seguido si el hospital no hubiera llamado, un minuto después, para transmitirme un mensaje de Charlie
– ¿Qué sucede? -pregunta Paul.
No sé cómo decírselo. No sé muy bien qué le quiero decir.
– Toma -le digo, extendiendo el brazo.
Pero él no se mueve.
– Toma el mapa.
– ¿Por qué? -Al principio sólo parece perplejo, demasiado excitado para moverse.
– No puedo hacerlo, Paul. Lo siento.
Su sonrisa se desvanece.
– ¿Qué quieres decir?
– No puedo seguir trabajando en esto. -Le pongo el mapa en la palma de la mano-. Es tuyo.
– Es nuestro -dice, preguntándose qué me ha sucedido.
Pero no lo es. No nos pertenece a ambos; desde el principio, ambos hemos pertenecido al libro.
– Lo siento. No puedo hacerlo.
No puedo. Ni aquí, ni en Chicago, ni en Roma.
– Pero ya lo has hecho -dice-. Ya está. Sólo hace falta el plano del cerrojo.
La certidumbre del desenlace, sin embargo, ya se ha interpuesto entre nosotros. Una expresión penetra los ojos de Paul, la expresión de quien se ahoga, como si la fuerza que antes lo mantenía a flote le hubiera fallado de repente y todo el mundo se hubiera puesto boca abajo. Hemos pasado tanto tiempo juntos que puedo notarlo sin que Paul tenga que decir una sola palabra: la libertad que siento, mi emancipación de una cadena de sucesos que comenzó antes de que yo naciera, tiene en Paul su reflejo inverso.
– No es cuestión de escoger -dice Paul, incorporándose-. Si quisieras, podrías conservar ambas cosas.
– No lo creo.
– Tu padre lo hizo.
Pero él sabe que no fue así.
– No necesitas mi ayuda -le digo-. Ya tienes lo que querías.
Pero yo sé que no es así.
Sigue un silencio extraño: ambos sabemos que el otro tiene razón, pero que ninguno está equivocado. La matemática de la moralidad se tambalea. Parece que Paul quisiera presentar un alegato, explicarme su caso una vez más, pero es inútil, y él lo sabe.
– Está despierto -dice la enfermera-. Y pregunta por ti.
Mientras la escucho me pongo los guantes y la gorra.
A medio camino entre el dormitorio y el centro médico, deja de nevar. Durante algunas manzanas hay incluso, un sol visible sobre el horizonte. Las nubes tienen forma de menaje sobre una mesa -soperas y jarras y platos hondos, un tenedor que pasa con una cuchara- y me doy cuenta del hambre que tengo. Ojalá Charlie esté tan bien como ha dicho la enfermera. Ojalá le hayan dado de comer.
Cuando llego, encuentro la puerta de la habitación bloqueada por la única persona que me resulta físicamente más intimidante que Charlie: su madre. La señora Freeman le explica a un doctor que después de coger el primer tren desde Filadelfia, y de oír a un hombre del despacho del decano decir que Charlie está peligrosamente cerca de ser expulsado, y considerando que la señora Freeman ha sido enfermera profesional durante diecisiete años (y eso antes de hacerse profesora de ciencias), no está de ánimo para que ningún médico la hable con condescendencia de lo que le pasa a su hijo. Al hombre lo reconozco por el color de su ropa: es el mismo que nos habló a Paul y a mí del estado estacionario de Charlie. El de las palabras de hospital y las sonrisas enlatadas. No parece haberse percatado de que no ha nacido sonrisa capaz de mover esta montaña.
Justo cuando me dispongo a entrar, la señora Freeman se da cuenta de mi presencia.
– Thomas -dice, cambiando el pie en que se apoya.
Alrededor de la señora Freeman siempre se tiene la sensación de estar frente a un fenómeno geológico: la sensación de que, si no te andas con cuidado, acabarás aplastado. Ella sabe que mi madre me educó sola, así que se toma la molestia de poner su grano de arena.
– ¡Thomas! -repite. Es la única persona en el mundo que sigue llamándome así-. Ven aquí.
Me acerco un milímetro.
– ¿En qué lo has metido? -dice.
– Charlie trataba de…
La señora Freeman da un paso adelante, atrapándome con su sombra.
– Ya te lo había advertido, ¿no? Después del asunto aquel en el techo de ese edificio.
La campana.
– Señora Freeman, eso fue idea suya…
– No, no. No me vengas con eso. Mi Charlie no es ningún genio, Thomas. Alguien tiene que hacerle caer en la tentación.