Madres. Uno creería a Charlie incapaz de ver el lado oscuro de las cosas aunque le pusieran una venda y apagaran la luz. Cuando nos ve, la señora Freeman no ve más que malas compañías. Mi madre, los padres inexistentes de Paul y el carrusel de padrastros de Giclass="underline" entre todos, no tenemos tantos buenos modelos como Charlie bajo un solo techo. Y en este asunto, por alguna razón, siempre soy yo el del tridente y la cola. Si ella supiera la verdad, pienso: también Moisés tenía cuernos.
– Déjalo en paz -dice desde el interior una voz jadeante.
La señora Freeman se da la vuelta, como el mundo girando sobre su eje.
– Tom trató de sacarme -dice Charlie, ahora con voz más débil.
Sigue un silencio pasajero. La señora Freeman me mira como diciendo: no sonrías, no es gran cosa haber sacado a mi hijo de un problema en el que tú mismo lo has metido. Pero cuando Charlie comienza a hablar de nuevo, la señora Freeman me ordena entrar antes de que su hijo se desgaste gritando así de un lado al otro de la habitación. Ella tiene cosas que resolver con el doctor.
– Y Thomas -dice, antes de que pueda pasar a su lado-, no le metas ideas raras en la cabeza.
Asiento. La señora Freeman es la única profesora que conozco capaz de hacer que la palabra «idea» suene como un taco.
Charlie está sentado sobre una cama de hospital con una pequeña baranda metálica a cada lado, barandas cuya altura no es suficiente para evitar que un tipo corpulento se caiga de la cama en una mala noche, pero sí para permitir que un camillero meta un palo de escoba entre ellas y te deje preso para siempre como un eterno convaleciente. Yo he tenido más pesadillas relacionadas con hospitales que cuentos tuvo Sherazade, y ni siquiera el tiempo las ha eliminado de mi memoria.
– La hora de visita termina en diez minutos -dice la enfermera sin mirarse el reloj. En una mano lleva una bandeja con la forma de un riñón; en la otra, un trapo.
Charlie la observa -la enfermera sale arrastrando los pies- y enseguida me dice, en voz lenta y ronca:
– Creo que le gustas.
Del cuello hacia arriba casi tiene buen aspecto. Cerca de su clavícula se asoma una capa de piel rosada; por lo demás, parece apenas un hombre cansado. El daño lo ha recibido en el pecho. Está envuelto en gasa hasta la cintura (el resto del cuerpo lo tiene metido bajo las sábanas), y en ciertos lugares un pus supuratorio ha atravesado el tejido y salido a la superficie.
– Puedes quedarte y ayudarlos a cambiarme -dice Charlie, obligándome a subir la mirada. Parece tener ictericia en los ojos. Tiene alrededor de la nariz una humedad que probablemente se secaría si pudiera hacerlo.
– ¿Cómo te encuentras? -pregunto.
– ¿Qué pinta tengo?
– Bastante buena, teniendo en cuenta lo sucedido.
Intenta sonreír. Cuando trata de echar un vistazo a su propio cuerpo, sin embargo, me doy cuenta de que no sabe qué aspecto tiene. Está lo bastante consciente para saber que no debe confiar en sus propios sentidos.
– ¿Ha venido alguien más a verte? -pregunto.
Tarda un rato en responder.
– No ha venido Gil, si te refieres a eso.
– Me refiero a cualquier persona.
– Tal vez no has visto a mi madre. -Sonríe Charlie-. Pasa desapercibida fácilmente.
Miro nuevamente por la ventana. La señora Freeman sigue hablando con el médico.
– No te preocupes -dice Charlie, malinterpretando mi actitud-. Ya vendrá.
Pero en ese momento la enfermera ya ha llamado a toda persona interesada en saber que Charlie ha recuperado la conciencia. Si Gil no está aquí, es que no vendrá.
– Oye -dice Charlie, cambiando de tema-. ¿Cómo te sientes con lo que ha pasado?
– ¿Cuándo?
– Ya sabes. Con lo que ha dicho Taft.
Trato de recordar las palabras. Han pasado horas desde lo del Instituto. Esto es probablemente lo último que recuerda.
– Acerca de tu padre. -Charlie trata de cambiar de posición y hace una mueca de dolor.
Miro fijamente las barandas; de repente, me siento paralizado. La señora Freeman ha intimidado al médico hasta tal punto que el hombre termina por conducirla a una habitación privada. Los dos desaparecen detrás de una puerta distante, y el vestíbulo queda desierto.
– Mira -dice Charlie con voz débil-, no dejes que un tipo así te meta cosas raras en la cabeza.
Esto es lo que hace Charlie cuando acaba de estar a las puertas de la muerte: pensar en mis problemas.
– Me alegro de que estés bien -le digo.
Sé que está a punto de hacer algún comentario irónico, pero entonces siente la presión de mi mano sobre la suya, y opta por lo más sencillo.
– También yo.
Charlie me sonríe de nuevo y luego ríe en voz alta.
– Quién lo diría -dice, y sacude la cabeza. Sus ojos se fijan en algún punto detrás de mí-. Quién lo diría -repite. Se está desmayando, pienso. Pero cuando me doy la vuelta, veo a Gil en el umbral, llevando en la mano un ramo de flores.
– Las he robado de la decoración del baile -dice vacilante, como si no estuviera seguro de ser bienvenido-. Más vale que te guste.
– ¿Y de vino nada? -La voz de Charlie es débil.
Gil sonríe torpemente.
– Para ti, sólo lo barato. -Da un par de pasos y extiende la mano hacia Charlie-. La enfermera me ha dicho que tenemos dos minutos. ¿Cómo te encuentras?
– He estado mejor -dice Charlie-. Pero también he estado peor.
– Creo que tu madre está aquí -replica Gil, buscando todavía cómo comenzar.
Charlie ha comenzado a adormilarse, pero se las arregla para sonreír una vez más.
– Pasa desapercibida fácilmente.
– No te irás sin despedirte, ¿verdad? -pregunta Gil en voz baja.
– ¿Del hospital? -dice Charlie, ya demasiado enajenado como para reconocer la intención de la pregunta.
– Sí.
– Tal vez -susurra Charlie-. La comida de este lugar -exhala- es espantosa.
Su cabeza vuelve a caer sobre la almohada en el momento en que la enfermera de cara áspera regresa para decir que se nos ha acabado el tiempo, que Charlie necesita descansar.
– Duerme bien, tío -dice Gil, poniendo el ramo de flores sobre la mesilla de noche.
Charlie no lo escucha. Ya ha comenzado a respirar por la boca.
Antes de irnos vuelvo a mirarlo: allí, sentado en su cama, envuelto en vendajes y rodeado de tubos de gota a gota, me hace pensar en las tiras cómicas que leía de niño. El gigante caído que la medicina logró reconstruir. El paciente cuya misteriosa recuperación sorprendió a los médicos locales. La oscuridad cae sobre Gotham, pero los titulares son los mismos. Hoy, un superhéroe se ha enfrentado a las fuerzas de la naturaleza y ha vivido para quejarse de la comida.
– ¿Se pondrá bien? -pregunta Gil cuando llegamos al aparcamiento de visitantes. El Saab es el único coche. Todavía tiene el capó tan caliente que derrite la nieve que le ha caído.
– Creo que sí.
– El pecho tiene bastante mala pinta.
Ignoro cómo será la rehabilitación para una víctima de quemaduras, pero volver a acostumbrarte a tu propia piel no puede ser fácil.
– Pensaba que no vendrías -le digo.
Gil vacila.
– Me hubiera gustado estar allí, con vosotros.
– ¿Cuándo?
– Todo el día.
– ¿Es una broma?
Se vuelve hacia mí.
– No. ¿Qué quieres decir?
Nos detenemos a pocos metros del coche. Me doy cuenta de que estoy enfadado con él, enfadado por lo difícil que le ha resultado encontrar qué decirle a Charlie, enfadado por el hecho de que esta tarde tuviera miedo de venir a visitarlo.
– Tú estabas donde querías estar -le digo.
– He venido tan pronto como he sabido lo que ocurría.
– No has estado con nosotros.
– ¿Cuándo? -dice-. ¿Esta mañana?
– Todo este tiempo.
– Dios mío. Tom…
– ¿Sabes por qué está donde está?
– Porque tomó la decisión equivocada.