Gil se agacha para mirar a Paul a los ojos.
– Oye -dice, cogiéndolo por los hombros y sacudiéndolo-, ¿hay alguna manera de salir de aquí?
Paul señala el tubo de vapor que hay junto a la reja de seguridad, y luego hace un movimiento tembloroso con el brazo.
– Por debajo.
Al iluminar el tubo, veo que el aislante, en la parte inferior, a pocos palmos del suelo, está desgastado. Alguien ha intentado esto anteriormente.
– Imposible -dice Charlie-. No hay suficiente espacio.
– Hay un pestillo al otro lado -dice Gil, señalando un mecanismo que hay junto a la pared-. Sólo tiene que pasar uno y luego podremos abrir la reja. -Baja la cabeza de nuevo para hablarle a Paul-. ¿Lo has hecho antes?
Paul asiente.
– Está deshidratado -dice Charlie en voz baja-. ¿Alguien tiene un poco de agua?
Gil le alcanza media botella y Paul se la bebe con avidez.
– Gracias. Estoy mejor.
– Deberíamos regresar -dice Charlie.
– No -digo-. Yo lo haré.
– Toma mi abrigo -dice Gil-. Como aislante.
Pongo una mano sobre la tubería. A pesar del recubrimiento, siento el pálpito del calor.
– No cabrás -dice Charlie-. Con el abrigo puesto, no cabrás.
– No lo necesito -les digo.
Pero cuando me agacho me doy cuenta de lo estrecha que es la abertura. El aislante está tan caliente que quema. Me acuesto boca abajo y me deslizo con esfuerzo entre el suelo y la tubería.
– Suelta el aire y deslízate -dice Gil.
Avanzo lentamente, pegado al suelo, pero al llegar a la sección más estrecha, mi mano no encuentra a qué agarrarse, sólo charcos de lodo. De repente estoy inmovilizado bajo el tubo.
– Mierda -gruñe Gil, arrodillándose.
– Tom -dice Charlie, y siento un par de manos sobre las plantas de los pies-. Apóyate en mí.
Utilizo las palmas de sus manos para empujarme. Mi pecho raspa el hormigón; con el muslo rozo una parte del tubo en la que no hay aislante, y los reflejos me hacen apartarme en cuanto siento la abrasadora punzada de dolor.
– ¿Estás bien? -pregunta Charlie cuando llego meneándome al otro lado.
– Gira el pestillo en el sentido de las manecillas del reloj -dice Gil.
Cuando lo hago, la puerta de segundad se abre. Gil la empuja y Charlie lo sigue, todavía sosteniendo a Paul.
– ¿Estás seguro de esto? -pregunta Charlie cuando avanzamos hacia la oscuridad.
Asiento. Pocos pasos más allá, llegamos a una R burdamente pintada en la pared. Nos acercamos a Rockefeller, una de las residencias estudiantiles. En primero, yo salía con una chica que vivía aquí, Lana McKnight. Pasamos buena parte de ese invierno sentados en su habitación, frente a un fuego perezoso; eso era antes de que cerraran definitivamente los tiros de las chimeneas. Las cosas de las que hablábamos me parecen remotas ahora: Mary Shelley, el Gótico universitario, el equipo de baloncesto de la universidad de Ohio. Su madre había sido profesora en Ohio State, como mi padre. Tenía los pechos en forma de berenjena y las orejas, cuando nos quedábamos demasiado tiempo frente al fuego, se le ponían del color de los pétalos de rosa.
Pronto escucho voces que vienen desde arriba. Muchas voces.
– ¿Qué sucede? -pregunta Gil mientras se acerca al lugar de donde provienen.
La boca de la alcantarilla está justo encima de su hombro.
– Esa es -digo, tosiendo-'-. Nuestra salida.
Me mira, tratando de entender.
En el silencio, alcanzo a oír las voces más claramente: son voces bulliciosas; se trata de estudiantes, no vigilantes. Hay docenas de estudiantes moviéndose sobre nuestras cabezas.
Charlie sonríe.
– Las Olimpiadas al Desnudo -dice.
Gil comprende por fin.
– Estamos exactamente debajo de ellas.
Hay una boca de alcantarilla en medio del patio -les recuerdo, recostado en la pared mientras intento recobrar el aliento-. No tenemos más que levantar la tapa, unirnos al rebaño y desaparecer.
Pero detrás de mí, Paul habla con la voz ronca.
– No tenemos más que desnudarnos, unirnos al rebaño y desaparecer.
Hay un momento de silencio. Charlie es el primero en desabotonarse la camisa.
– ¡Sacadme de aquí! -dice, sofocando una carcajada al quitársela.
Me quito los vaqueros de un tirón; Gil y Paul hacen lo mismo. Metemos la ropa en una de las mochilas hasta que las costuras parecen a punto de reventar.
– ¿Puedes con todo? -pregunta Charlie, ofreciéndose a llevar ambas mochilas de nuevo.
– Sabéis que habrá vigilantes allá fuera, ¿no? -digo vacilante.
Pero Gil ya no tiene ninguna duda. Empieza a subir escalones.
– Trescientos estudiantes desnudos, Tom. Si no puedes aprovechar semejante distracción para volver a casa, mereces que te cojan.
Y tras decirlo empuja la cubierta, y un vendaval de aire frío invade el túnel y rejuvenece a Paul como un bálsamo.
– Bien, chicos -dice Gil, mirando hacia abajo por última vez-. Este cuerpo está en venta.
Mi primer recuerdo del momento en que salimos del túnel es la claridad repentina. En el patio había luces encendidas. Luces de seguridad que avivaban el blanco de la tierra; cámaras cuyos flashes refulgían en el cielo como luciérnagas.
Entonces nos llega la ráfaga de frío: el aullido del viento, aun más sonoro que el traqueteo de las pisadas y el rugido de las voces. Los copos de nieve se derriten sobre mi piel como rocío.
Y por fin lo veo. Un muro de brazos y piernas girando a nuestro alrededor como una serpiente infinita. Rostros que veo y que pierdo de vista -compañeros de clase, jugadores de fútbol, mujeres que me llamaron la atención un día en el campus- pero que se desvanecen en medio de la abstracción como las fotos de un collage. Aquí y allá veo disfraces extraños -sombreros de copa, capas de superhéroe, obras de arte pintadas sobre el pecho-, pero todo se confunde con el animal inmenso y bamboleante, el dragón de Chinatown, que se mueve en medio de gritos y carcajadas, bajo los fuegos artificiales de los flashes.
– ¡Vamos! -grita Gil.
Paul y yo lo seguimos, pasmados. Había olvidado cómo era Holder la noche de la primera nevada.
La inmensa conga nos traga y durante un instante me siento perdido, encerrado por los cuatro costados entre cuerpos que me ahogan mientras trato de mantener el equilibrio con una mochila en los hombros y nieve bajo los pies desnudos. Alguien me empuja desde atrás y siento que el cierre de la mochila se abre de golpe. Antes de que pueda cerrarlo, nuestra ropa se ha desbordado por la parte superior, y en un instante ha desaparecido en el barro, bajo las pisadas de la gente. Miro alrededor con la esperanza de que Charlie esté detrás de mí y pueda recoger lo que queda, pero no lo veo por ninguna parte.
«Tetas y culos, tetas y culos», canta, en alguna parte, un joven de acento cockney, como si vendiera flores en el plato de My Fair Lady. Al otro lado veo a un estudiante de tercero, compañero mío en el seminario de Literatura, entrando en la multitud a hurtadillas, sacudiendo el vientre. Está desnudo, salvo por un cartel en el que pone prueba gratis por delante y pase y pregunte por detrás. Por fin veo a Charlie. Ha logrado abrirse paso hasta el otro lado del círculo, donde Will Clay, otro miembro del equipo de emergencias, lleva un salacot rodeado de latas de cerveza. Charlie se lo quita de la cabeza y ambos comienzan a perseguirse por el patio hasta que los pierdo de vista.
Las carcajadas surgen y se desvanecen. En medio de la conmoción siento una mano que me coge del brazo.
– Vamos.
Gil tira de mí hacia el exterior del círculo.
– ¿Y ahora qué? -dice Paul.
Gil mira alrededor. En todas las salidas hay un vigilante.
– Por aquí -les digo.
Nos acercamos a una de las entradas de los dormitorios y nos escondemos en Holder Hall. Una estudiante borracha abre la puerta de su habitación y se queda allí, confundida, como si fuéramos nosotros los que debiéramos darle la bienvenida. Nos mide con la mirada y enseguida levanta una botella de Corona.