En ese instante el ritmo de la fiesta se ve totalmente interrumpido: una última pareja se hace presente en la puerta, lo bastante tarde como para eclipsar al resto del mundo. Son Parker Hassett y su compañera. Fiel a su palabra, Parker se ha teñido el pelo de marrón, se ha peinado con una rígida raya a la izquierda y luce un esmoquin -estilo investidura, con chaqueta y pajarita blancas- con el cual logra un convincente parecido con John Kennedy. Su compañera, la siempre dramática
Verónica Terry, también ha venido como estaba previsto. Con el peinado platino y alborotado, pintalabios de color manzana y un vestido que se levanta sin necesidad de una rejilla de metro. Verónica es la viva imagen de Marilyn Monroe. Ha comenzado el baile de disfraces. En un salón lleno de impostores, estos dos se llevan la corona.
La bienvenida que Parker recibe, sin embargo, es mortal. El silencio se hace en la sala; de lugares aislados llega algún que otro silbido. Cuando Gil, desde el rellano del primer piso, resulta ser el único capaz de acallar a la multitud, comprendo la actitud de la gente: el honor de llegar el último debía ser suyo, y Parker ha venido como presidente al baile del propio presidente.
Por insistencia de Gil, el ambiente de la pista se enfría lentamente. Parker hace un rápido desvío en dirección al bar, y enseguida lleva a la pista copas de vino para Verónica Terry y para él, una en cada mano. Su paso, al acercarse, tiene una cierta arrogancia: su expresión no registra el hecho de que ya en ese momento es la persona menos popular del lugar. En algún momento se acerca a mí lo suficiente, y entonces comprendo cómo lo logra. Parker viaja en una nube etílica, borracho.
Katie se pega un poco más a mí al verlo venir, pero no le doy importancia hasta que noto la expresión que se dedican. Parker le lanza una mirada elocuente, insidiosa y sexual y autoritaria, todo al mismo tiempo, y Katie me tira de la manga, sacándome de la pista.
– ¿Y eso qué ha sido? -le pregunto cuando estamos seguros de que no puede oírnos.
El grupo está tocando algo de Marvin Gaye, y las guitarras chillan y los tambores resuenan: es el leitmotiv de la llegada de Parker. John Kennedy se frota contra Marilyn Monroe, ese extraño espectáculo de la historia se contonea, y las demás parejas los eluden: es la cuarentena de un par de leprosos sociales.
Katie parece disgustada. Toda la magia de nuestro baile se ha evaporado.
– Ese gilipollas -dice.
– ¿Qué te ha hecho?
Y así surge, de una tirada, la historia que no me llegó por encontrarme ausente; la historia de la que no debía enterarme hasta más tarde.
– Parker trató de hacerme el «tercer piso» en el proceso de selección. Dijo que votaría en mi contra si no le hacía un baile erótico. Ahora dice que fue una broma.
Estamos en medio del vestíbulo principal, lo bastante cerca de la pista de baile para alcanzar a ver a Parker con las manos sobre las caderas de Verónica.
– Qué hijo de puta. ¿Y tú qué hiciste?
– Se lo dije a Gil. -Cuando pronuncia su nombre, sus ojos se dirigen a la escalera, donde Gil conversa con dos estudiantes de tercero.
– ¿Eso fue todo?
En ese instante espero que invoque el nombre de Donald, que me recuerde cuál era mi lugar, pero no lo hace.
– Sí -es lo único que dice-. Gil lo echó del proceso.
Quiere decir que no debo darle importancia, que no es así como quería que me enterara. Ya ha pasado por suficientes molestias. Pero no logro evitar que me suba la temperatura.
– Iré a decirle algo a Parker -le digo.
Katie me mira con severidad.
– No, Tom. Esta noche no.
– Pero es que no puede actuar…
– Mira -dice, cortándome-, mejor olvídalo. No dejemos que nos eche a perder nuestra noche.
– Sólo trataba de…
Katie me pone un dedo en los labios.
– Lo sé. Vamos a otra parte.
Mira a nuestro alrededor, pero hay un esmoquin en cada rincón, conversaciones y copas de vino y hombres con bandejas de plata. Esta es la magia del Ivy. Aquí nunca estamos solos.
– Tal vez podamos ir al Salón Presidencial -digo.
Ella asiente.
– Le preguntaré a Gil.
Noto la confianza que surge en su voz cuando pronuncia ese nombre. Gil se ha portado bien con ella, tal vez más que bien, y probablemente sin ni siquiera darse cuenta. Ella acudió a él para contarle lo de Parker cuando yo no estaba por ninguna parte. Gil es la primera persona en la que piensa cuando necesita algo pequeño. Tal vez para ella es importante que conversen durante el desayuno, aunque después él casi lo olvide. Gil ha sido como un hermano mayor para ella, igual que lo fue para mí en primer año. Lo que sea bueno para él es bueno para nosotros.
– No hay problema -le dice Gil-. No habrá nadie allí.
Así que la sigo al sótano observando los movimientos de sus músculos bajo el vestido, la forma en que se mueven sus piernas, la tensión de sus caderas.
Cuando se encienden las luces veo la habitación en que Paul y yo trabajamos tantas noches. El lugar sigue iguaclass="underline" no ha sufrido los preparativos del baile. Es una geografía de anotaciones y dibujos y libros apilados en cordilleras que cruzan la habitación, y son, en ciertos lugares, tan altas como nosotros.
– Aquí no hace tanto calor -digo, buscando algo que decir. Parece que han apagado el termostato del resto del edificio para evitar que la primera planta se recaliente.
Katie mira a su alrededor. Las anotaciones de Paul están pegadas al marco de la chimenea; sus diagramas decoran las paredes. Estamos rodeados por Colonna.
– Tal vez no deberíamos estar aquí -dice.
No sé si la preocupa que importunemos a Paul, o que Paul pueda importunarnos a nosotros. Cuanto más tiempo permanecemos allí de pie, evaluando la habitación, más claramente siento la distancia que se forma entre nosotros. Éste no es el lugar adecuado para nuestras necesidades.
– ¿Has oído hablar del gato de Schródinger? -digo al fin, porque no se me ocurre otra manera de expresar lo que siento.
– ¿En filosofía?
– En cualquier parte.
En mi solitaria clase de física, el profesor usaba el gato de Schródinger como ejemplo de mecánica ondulatoria cuando la mayoría de nosotros éramos demasiado lentos para entender v = -e2/r.
Un gato imaginario es puesto en una caja cerrada con una dosis de cianuro, que se le dará sólo si se activa un contador Geiger. La trampa, me parece, está en que es imposible saber si el gato está vivo o muerto antes de abrir la caja; hasta ese momento, la probabilidad indica que la caja contiene, por partes iguales, un gato vivo y otro muerto.
– Sí -me dice-. ¿Y qué?
– En este momento siento que el gato no está ni vivo ni muerto -le digo-. No está nada.
Katie le da vueltas al asunto, preguntándose adonde quiero ir a parar.
– Quieres abrir la caja -dice al fin, sentándose sobre la mesa.
Le digo que sí y me pongo a su lado sobre la mesa. El enorme tablón de madera nos acepta en silencio. No sé cómo decirle el resto: que individualmente somos el científico; juntos, somos el gato.
En vez de responder, Katie me pasa un dedo por la sien derecha, poniéndome el pelo detrás de la oreja, como si hubiera dicho algo tierno. Quizás sepa ya cómo resolver mi acertijo. Somos más grandes que la caja de Schródinger, me dice. Como todo gato que se respete, tenemos nueve vidas.
– ¿Alguna vez ha nevado así en Ohio? -dice, cambiando conscientemente de tema. Sé que afuera ha comenzado a nevar de nuevo, con más fuerza que antes: todo el invierno concentrado en esta tormenta.
– En abril, no -le digo.
Estamos juntos sobre la mesa, a pocos centímetros el uno del otro.
– En New Hampshire tampoco -dice Katie-. Al menos, no en abril.
Acepto lo que trata de hacer: trata de llevarme a cualquier parte, pero fuera de aquí. Siempre he querido saber más acerca de su vida en su casa, saber qué hacía su familia alrededor de la mesa del comedor. El norte de Nueva Inglaterra es en mi imaginación una especie de Alpes norteamericanos: montañas por todas partes, San Bernardos que llevan regalos.