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– Mi hermana pequeña y yo teníamos una costumbre cuando nevaba -dice.

– ¿Mary?

– Sí. Cada año, cuando la laguna que había cerca de casa se helaba, íbamos a hacer agujeros en el hielo.

– ¿Para qué?

Su sonrisa es hermosa.

– Para que los peces pudieran respirar.

Los miembros del club pasan por la escalera sin notar nuestra presencia, como pequeñas bolsas de calor en movimiento.

– Usábamos un palo de escoba -dice-, e íbamos por el lago haciendo agujeros. Como si fuera la tapa de una jarra.

– Una jarra para luciérnagas.

– Sí -dice Katie, cogiéndome de la mano-. Los patinadores nos odiaban.

– Mis hermanas me llevaban a montar en trineo -le digo.

Sus ojos brillan. Recuerda que tiene una ventaja sobre mí: ella es la hermana mayor, y yo el hermano pequeño.

– En Columbus no hay muchas colinas altas -continúo-, así que siempre íbamos a la misma.

– Y te subían montado en el trineo.

– ¿Ya te he hablado de esto?

– Es lo que hacen las hermanas mayores.

No puedo imaginarla tirando de un trineo colina arriba. Mis hermanas eran fuertes como una jauría.

– ¿Alguna vez te hablé de Dick Mayfield? -le pregunto.

– ¿De quién?

– Un muchacho que salía con mi hermana.

– ¿Qué pasó?

– Cada vez que llamaba, Sarah me echaba a patadas del teléfono.

Katie nota el tono fuerte de mi voz. Esto, también, es lo que hacen las hermanas mayores.

– No creo que Dick Mayfield tuviera mi número. -Sonríe, me abre la mano y dobla los dedos entre los míos. No puedo evitar pensar en Paul, en la bisagra que hizo antes con las manos.

– Pues consiguió el de mi hermana -digo-. Le bastó tener un viejo Cámaro rojo con llamas pintadas a los lados.

Katie sacude la cabeza con desaprobación.

– El semental Dick y su trampa para chicas -le digo-. Eso lo dije una noche, en presencia de Dick, y mi madre me mandó a la cama sin cenar.

Dick Mayfield, aparecido aquí como por arte de magia. Me llamaba Pequeño Tom. Una vez me llevó a dar una vuelta en el Cámaro y me contó un secreto. «El tamaño no importa. Lo que importa es el fuego que haya en tus motores.»

– Mary salía con un chico que tenía un Mustang 64 -dice Katie-. Le pregunté si hacían cosas en el asiento de atrás.

Me dijo que el chico era tan estirado que se negaba a ensuciar el coche.

Cuentos de sexo sublimados en forma de cuentos de coches, una forma de hablar de todo sin tener que hablar de nada.

– Mi primera novia tenía un Volkswagen que se le había inundado -le digo-. Si te tumbabas en el asiento de atrás, había un olor como de sushi. Así que nunca pudimos hacer nada.

Katie se vuelve hacia mí.

– ¿Tu primera novia conducía?

Al darme cuenta de lo que he revelado, tartamudeo.

– Yo tenía nueve años -digo, carraspeando-. Ella tenía diecisiete.

Katie ríe. Sigue un instante de silencio. Finalmente parece que el momento ha llegado.

– Se lo he dicho a Paul -le digo.

Ella levanta la cara.

– Ya no trabajaré más en el libro.

Katie tarda un rato en responder. Se lleva las manos a los hombros y se los frota para calentarse. Me doy cuenta, después de tantas pistas, de tantos contactos, que no se ha acostumbrado a la temperatura de este lugar.

– ¿Quieres ponerte mi chaqueta?

– Se me está poniendo la piel de gallina -dice ella.

Es imposible no mirarla. Tiene los brazos cubiertos de gotas diminutas. Las curvas de sus senos están pálidas como la piel de una bailarina de porcelana.

– Aquí tienes -le digo, quitándome la chaqueta y poniéndosela en los hombros.

Levanto el brazo derecho para abrazarla, pero ella lo sostiene en el aire. Y así, conmigo medio girado hacia ella, en actitud de espera, Katie se recuesta contra mí. El aroma de su perfume resurge de su pelo suelto. Ésta, por fin, es su respuesta.

Katie inclina la cabeza hacia un lado, y yo meto el brazo bajo la chaqueta, cruzando el espacio oscuro bajo los hombros cubiertos y poniendo la mano en el lado opuesto de su cintura. Los dedos se me pegan a la tela áspera de su vestido, presos de una fricción inesperada, y me doy cuenta de que la abrazo con firmeza y sin esfuerzo al mismo tiempo. Un mechón de pelo le cae sobre la cara, pero Katie no hace nada para apartárselo. Hay una mancha de pintalabios justo debajo de su boca, tan pequeña que sólo puede verse a una distancia mínima, y me sorprende estar a esa distancia. Enseguida, Katie está tan cerca de mí que es imposible ver nada, y siento en la boca una cierta calidez, unos labios que se acercan.

Capítulo 27

Justo cuando el beso se vuelve más profundo, oigo que la puerta se abre. Estoy a punto de decirle algo agresivo al intruso, pero en ese momento veo a Paul de pie frente a nosotros.

– ¿Qué sucede? -le digo, echándome hacia atrás de una sacudida.

Paul echa una mirada alrededor, sobresaltado.

– Han vuelto a llevarse a Vincent para interrogarlo -logra decir. La impresión que le causa encontrar a Katie en su habitación se refleja en la impresión que le causa a Katie encontrarlo a él en cualquier parte.

Ojalá le den caña a Taft, pienso.

– ¿Cuándo?

– Hace una hora, tal vez dos. Acabo de hablar con Tim Stone, el del Instituto.

Sigue un momento incómodo.

– ¿Has encontrado a Curry? -pregunto, limpiándome el pintalabios de la boca.

Pero en la pausa que precede a su respuesta, revivimos nuestra discusión acerca de la Hypnerotomachia , acerca de las prioridades que me he impuesto.

– He venido para hablar con Gil -dice Paul cortando la conversación.

Katie y yo observamos cómo sigue la pared hacia el escritorio, recoge algunos de sus viejos dibujos, los de la cripta que durante meses ha estado bosquejando, y luego desaparece tan rápido como ha llegado.

Al salir deja un remolino de papeles sacudiéndose en la pequeña corriente de la puerta.

Cuando Katie baja de la mesa, puedo adivinar lo que se le pasa por la cabeza. Es imposible escapar de este libro. Ni con todas las decisiones del mundo me será posible dejarlo atrás. Incluso aquí, en el Ivy, donde Katie pensaba que estaríamos a salvo, la Hypnerotomachia está en cada rincón: en las paredes, en el aire, interrumpiéndonos cuando menos lo esperamos.

Para mi sorpresa, sin embargo, se concentra en lo que ha dicho Paul.

– Vamos -me dice con un estallido de energía-. Necesito encontrar a Sam. Si detienen a Taft, tendrá que cambiar los titulares.

Arriba, en el vestíbulo, encontramos a Paul y a Gil hablando en una esquina. El lugar parece haber quedado mudo ante el espectáculo del ermitaño del club apareciendo en un acontecimiento público de esta naturaleza.

– ¿Dónde está Sam? -le pregunta Katie a la pareja de su amiga.

Estoy demasiado distraído para escuchar la respuesta. Durante dos años he considerado a Paul el hazmerreír del Ivy la criatura curiosa que se mantiene encerrada en el desván. Pero ahora los estudiantes de cuarto están pendientes de él como si uno de los viejos retratos hubiera cobrado vida.

La expresión en el rostro de Paul revela necesidad, casi desesperación; si es consciente de que el club entero lo está mirando, no da ninguna señal de ello. Al acercarme a ellos, tratando de oír lo que dicen, veo que Paul le entrega a Gil un papel doblado que me resulta familiar. El mapa de la cripta de Colonna.

Ambos se dan la vuelta para irse. Los asistentes observan a Gil salir por el vestíbulo principal. Los de último año son los primeros en comprender. Uno a uno, los responsables del club comienzan a golpear con los nudillos las mesas y las barandas y las viejas paredes de roble. Brooks, el vicepresidente, es el primero en hacerlo; lo sigue Carter-Simmons, tesorero del club; y finalmente el golpeteo, el estruendo de la despedida, llega de todos los rincones. Parker, todavía en la pista de baile, comienza a golpear más fuerte que los demás, tratando por última vez de sobresalir. Pero es demasiado tarde. La salida de Gil como su entrada, ocurre en el instante preciso, con la ciencia de un paso de baile que se ha de ejecutar una sola vez. Cuando el ruido de la multitud se acalla por fin, salgo detrás de ellos.