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– Llevaremos a Paul a casa de Taft -dice Gil cuando los alcanzo en el Salón de Oficiales.

– ¿Qué?

– Tiene que recoger algo. Un plano.

– ¿Y queréis ir ahora mismo?

– Taft está en la comisaría -dice Gil, repitiendo como un loro lo que Paul ha explicado-. Paul necesita que lo llevemos.

Casi puedo ver la maquinaria funcionando en su cabeza: Gil quiere ayudar, igual que lo hizo Charlie; quiere desmentir lo que le dije en el aparcamiento.

Paul no dice nada. Puedo ver en su expresión que prefería hacer este viaje a solas con Gil.

Estoy a punto de explicarle a Gil que no puedo acompañarlos, que Paul y él tendrán que ir sin mí, cuando todo se vuelve de repente más complicado. Katie aparece en la puerta.

– ¿Qué sucede? -pregunta.

– Nada -digo-. Volvamos abajo.

– No he podido hablar con Sam -dice, malinterpretando-lo todo-. Tengo que contarle lo de Taft. ¿Te importa que vaya a la sede del Prince?

Gil ve su oportunidad.

– Perfecto. Tom viene con nosotros al Instituto. Podemos encontrarnos en la misa.

Katie está a punto de acceder, pero la expresión de mi rostro nos delata.

– ¿Por qué? -pregunta.

– Es algo importante -dice Gil simplemente. Es una de las pocas veces en el curso de nuestra amistad en que el tono de su voz sugiere que la importancia a que se refiere es más grande que él mismo.

– Vale -dice Katie con recelo, y enseguida me coge una mano entre las suyas-. Te veré en la capilla.

Está a punto de añadir algo más, pero entonces nos llega un golpe fuerte y sordo seguido de una explosión de cristales.

Gil se apresura escaleras abajo; los demás bajamos tras él, y vemos al llegar un inmenso charco de desechos. Un líquido del color de la sangre se esparce en todas direcciones arrastrando pedazos de vidrio. De pie en medio de todo, en un perímetro que el resto de la gente ha evacuado, está Parker Hassett, rojo de ira. Acaba de echar abajo el bar entero: estantes y botellas y todo lo demás.

– ¿Qué diablos pasa aquí? -le pregunta Gil a un estudiante de segundo que observa la escena.

– Parker ha estallado, eso es todo. Alguien lo ha llamado alcohólico y él se ha vuelto loco.

Verónica Terry se ha levantado las faldas desordenadas de su vestido blanco, ahora bordeado de rosa y salpicado de vino.

– Se han pasado la noche provocándolo -grita.

– Por Dios -dice Gil-, ¿cómo habéis dejado que se emborrache así?

Ella lo mira con expresión vacua, esperando simpatía y recibiendo simples muestras de enfado. Los asistentes más próximos se hablan en susurros, reprimiendo sonrisas de satisfacción.

Brooks le dice a uno de los encargados que vuelva a poner en pie la barra y saque botellas de la bodega para volver a llenar los estantes, mientras Donald Morgan, con aspecto de presidente que acaba de tomar posesión, intenta calmar a Parker entre las interrupciones de los folloneros. De la multitud llegan voces contenidas: ¡borracho!, ¡colgado!, y también cosas peores. También risas que bordean el insulto. Parker está frente a mí, en el otro extremo de la habitación; ha sufrido cortes en varias partes por la metralla de las botellas caídas, y allí está, en medio de un charco de bebidas combinadas, quieto como un niño que mezcla los restos de las copas. Cuando por fin se vuelve hacia Donald, está iracundo.

Katie se lleva una mano a la boca al ver lo que sigue. Parker se lanza contra Donald, y los dos caen al suelo, forcejeando al principio, después golpeándose con los puños. He aquí el espectáculo que todos esperaban ver, el merecido de Parker después de un millón de ofensas insignificantes, el momento de justicia por lo que hizo en el tercer piso, la violencia que resulta de dos años de odio creciente. Un empleado llega con una fregona, dando pie al espectáculo de un hombre fregando junto a una pelea. Sobre el suelo de madera las corrientes de vino y licores se cruzan a toda velocidad, rebotando en las paredes, y ni una gota es absorbida, ni por la fregona ni por la alfombra ni por un esmoquin, y mientras tanto los dos hombres siguen luchando, un palpito de brazos y piernas negros, un insecto tratando de enderezarse antes de morir ahogado.

– Vámonos -dice Gil, rodeando la trifulca que a partir de ahora es problema de otra persona.

Paul y yo lo seguimos sin decir palabra, chapoteando al caminar en la estela de bourbon, vino y brandy.

Los caminos que recorremos son hilos negros sobre un gran vestido blanco. El Saab avanza con paso firme, aun cuando Gil lleva el acelerador a fondo y el viento aúlla a nuestro alrededor. En Nassau Street han chocado dos coches, y sus faros se encienden y se apagan, sus conductores se gritan, las sombras tiemblan sobre un par de camiones de remolque aparcados sobre la acera. Un vigilante sale de la cabina de seguridad del norte del campus (que, en el resplandor de las bengalas, ha tomado un tono rosa), y nos hace gestos para indicarnos que la entrada está cerrada, pero Paul ya ha comenzado a guiarnos hacia el oeste, lejos del campus. Gil mete tercera, luego cuarta, pasando calles que son como rayas.

– Muéstrale la carta -dice Gil.

Paul se saca algo del abrigo y me lo pasa al asiento de atrás.

– ¿Qué es?

El sobre está abierto por arriba, pero la esquina superior izquierda lleva el sello del Decano de Estudiantes.

– La he encontrado esta noche en nuestro buzón -dice Gil.

Señor Harris:

El motivo de esta carta es notificarle que mi despacho ha iniciado una investigación por acusaciones de plagio realizadas contra usted por su asesor de tesina, el profesor Vincent Taft. Debido a la naturaleza de las acusaciones, y su efecto sobre su graduación, se ha programado para la próxima semana una reunión especial del Comité Disciplinario, en la cual se considerará su caso y se llegará a una decisión. Por favor, contácteme para programar una reunión preliminar y para confirmar recibo de esta carta. Atentamente,

Marshall Meadows Decano adjunto de Estudiantes

– Sabía muy bien lo que hacía -dice Paul cuando he terminado de leer.

– ¿Quién?

– Vincent. Esta mañana.

– ¿Al amenazarte con la carta?

– Sabía que no tenía pruebas en mi contra. Así que ha comenzado a hablar de tu padre.

Noto el tono de acusación que se inmiscuye en su voz. Todo regresa al momento en que empujé a Taft.

– Has sido tú el que ha salido corriendo -digo entre dientes.

El barro salpica el chasis del coche cuando la suspensión pasa por un bache.

– También he sido yo el que ha llamado a la policía -dice.

– ¿Qué?

– Por eso se han llevado a Vincent -dice-. Les dije que había visto a Vincent cerca de Dickinson cuando mataron a Bill.

– Les has mentido.

Espero que Gil reaccione, pero él tiene la mirada fija en el camino. Mirando la nuca de Paul, tengo la extraña sensación de verme a mí mismo desde atrás, de estar de nuevo en el coche de mi padre.

– ¿Es aquí? -dice Gil.

Las casas que hay frente a nosotros están hechas de listones blancos. En la de Taft, todas las ventanas están apagadas. Justo detrás de las casas está la frontera del bosque del Instituto con su bóveda de ramas cubierta de nieve.