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– Sigue en la comisaría -dice Paul, casi para sí mismo-. Las luces están apagadas.

– Dios mío, Paul -digo-. ¿Qué certeza tienes de que el plano esté ahí dentro?

– Aparte de su despacho, es el único lugar donde puede haberlo escondido.

Gil ni siquiera nos escucha. Sacudido por la imagen de la casa de Taft, retira la presión sobre el freno y deja que el coche avance en punto muerto, preparado para echar marcha atrás. Sin embargo, justo cuando su pie comienza a apretar el embrague, Paul abre la puerta y sale de un salto a la acera.

– Maldita sea. -Gil detiene el Saab y se baja-. ¡Paul!

Cuando Gil abre la puerta el viento chilla y amortigua sus palabras. Paul dice algo, señalando la casa, pero no alcanzo a escucharle. Empieza a avanzar hacia la casa entre la nieve.

– Paul… -Me bajo del coche tratando de hablar en susurros.

En la casa vecina se enciende una luz, pero Paul no presta atención. Acelera el paso, llega al porche de la casa de Taft y pone la oreja sobre la puerta, golpeando suavemente.

El viento azota las columnas de la fachada levantando ráfagas de nieve de los aleros. La ventana de la casa vecina vuelve a apagarse. Cuando no recibe respuesta, Paul hace girar el pomo de la puerta, pero está cerrada con llave.

– ¿Qué hacemos? -dice Gil a su lado.

Paul golpea de nuevo, enseguida se saca del bolsillo un llavero y mete una llave en la ranura. Apoyando un hombro en la madera, empuja la puerta y los goznes chirrían.

– No podemos hacer esto -digo al acercarme, mostrando un poco de autoridad.

Pero Paul ya ha entrado y examina la planta baja. Sin decir palabra, ha penetrado hasta el fondo de la casa.

– ¿Vincent? -Su voz tantea la oscuridad-. Vincent, ¿estás aquí?

Las palabras se vuelven distantes. Escucho pies sobre la escalera, y luego nada.

– ¿Adonde ha ido? -dice Gil, acercándose a mí.

Hay un olor extraño aquí, distante pero fuerte. El viento nos da por la espalda, nos sacude las chaquetas y golpea a Gil en la cabeza, levantando con la corriente mechones de su pelo. Me doy la vuelta y cierro la puerta. El móvil de Gil comienza a sonar.

Aprieto el interruptor de la pared, pero la habitación sigue a oscuras. Mis ojos ya comienzan a acostumbrarse. Al frente está el comedor de Taft: muebles barrocos y paredes oscuras y sillas con patas en forma de garra. En el otro extremo está el nacimiento de la escalera.

El móvil de Gil vuelve a sonar. Está detrás de mí, llamando a Paul. El olor se hace más intenso. En la repisa que hay junto a la escalera se agolpan tres objetos: una cartera hecha jirones, un llavero y un par de gafas. De repente, todo encaja.

Me doy la vuelta.

– Contesta el teléfono.

Cuando Gil se mete la mano en el bolsillo, yo ya corro escaleras arriba.

– ¿Katie? -lo oigo decir.

Todo se compone de sombras superpuestas. La escalera parece fracturada, como la oscuridad a través de un prisma. La voz de Gil se hace más fuerte.

– ¿Qué? Dios mío…

Y luego sube a toda prisa, empujándome, gritándome que me apresure, diciéndome lo que ya sé.

– Taft no está en la comisaría. Lo han soltado hace una hora.

Llegamos al descansillo a tiempo para escuchar el grito de Paul.

Gil me empuja hacia arriba, hacia el ruido. Como si viera la sombra de una ola momentos antes del impacto, me percato de que ya es demasiado tarde, ya ha sucedido. Gil me rebasa, moviéndose por un pasillo hacia la derecha; cobro conciencia de mí mismo en breves imágenes, relámpagos que surgen entre los meros instintos. Mis piernas se mueven. El tiempo se detiene poco a poco; el mundo pedalea a poca velocidad.

– Dios mío -gime Paul-. Ayudadme.

Las paredes de la habitación están inundadas de luz de luna. La voz de Paul llega del cuarto de baño. El olor viene de allí: el olor de los fuegos artificiales, de las pistolas de juguete, el olor del desorden. Hay sangre en las paredes. En la bañera hay un cuerpo. Paul está de rodillas, doblado sobre el borde de porcelana.

Taft está muerto.

Gil sale a trompicones de la habitación, pero mis ojos se enredan en la imagen. Taft yace de espaldas en la bañera con la tripa aplastada. Tiene un balazo en el pecho y otro entre los ojos, y un chorro de sangre todavía corre sobre su frente. Cuando Paul alarga un brazo tembloroso, siento el impulso repentino de reír. La sensación llega y luego se va. Me siento adormilado, casi ebrio.

Gil está llamando a la policía.

– Es una emergencia -dice-. En Olden Street. En el Instituto.

En el silencio, su voz resuena con fuerza. Paul farfulla el número de la casa y Gil lo repite al teléfono.

– Dense prisa.

De repente Paul se levanta del suelo.

– Tenemos que salir de aquí.

– ¿Qué?

Poco a poco recupero la noción de la realidad. Le pongo a Paul una mano en el hombro, pero él sale disparado hacia la habitación y comienza a buscar en todas partes: debajo de la cama, entre las puertas del armario de Taft, en estanterías altas escogidas al azar.

– No está aquí -dice. Luego se da la vuelta, como golpeado por otra idea-. El mapa -nos espeta-. ¿Dónde está mi mapa?

Gil me mira como diciendo: ya está, Paul ha se ha vuelto loco.

– En la caja fuerte del Ivy -le dice, cogiéndolo por el brazo-. Donde lo hemos dejado.

Pero Paul se libera y empieza a bajar la escalera, solo. A lo lejos se oye el sonido de las sirenas.

– No podemos irnos -digo en voz alta.

Gil me mira de reojo, pero sigue a Paul. Las sirenas se acercan: están a varias calles de aquí, pero cada vez se hacen más fuertes. Por la ventana veo las colinas del color del metal. En una iglesia, en alguna parte, ha llegado el día de Pascua.

– Le he mentido a la policía acerca de Vincent -dice Paul-. No puedo estar aquí cuando lo encuentren.

Cruzo tras ellos la puerta delantera y llegamos dando tumbos al Saab. Gil enciende el motor, inundándolo de gasolina, y el coche ruge en punto muerto, haciendo tanto ruido que las luces de la casa vecina vuelven a encenderse. Mete primera y acelera de nuevo: los neumáticos se aferran al asfalto y el coche sale disparado. En el momento en que doblamos por un camino adyacente vemos el primer coche patrulla que llega por el extremo opuesto de la calle. Lo vemos detenerse frente a la casa de Taft.

– ¿Adonde vamos? -dice Gil, mirando a Paul por el espejo retrovisor.

– Al Ivy.

Capítulo 28

Cuando llegamos, el club está en silencio. Alguien ha apilado trapos viejos sobre el suelo del vestíbulo para secar el alcohol que Parker ha derramado, pero todavía relucen charcos aquí y allá.

Las cortinas y los manteles están manchados. El personal no aparece por ninguna parte. Kelly Danner parece haber echado del club hasta la última alma.

La alfombra de la escalera está húmeda, porque los asistentes han arrastrado alcohol con las suelas de sus zapatos al subir. Tras entrar en el Salón de Oficiales, Gil cierra la puerta y enciende la lámpara del techo. Los restos de la barra destrozada han sido apilados en una esquina. En la chimenea hay un fuego abandonado, pero las brasas están ardiendo todavía, escupiendo llamas dispersas y un calor intenso.

Al ver el teléfono sobre la mesa, pienso en el número que no pude recordar cuando el teléfono de Gil se apagó, y comprendo de repente de qué se trata todo este asunto. Un fallo de la memoria; un error en la comunicación. La línea que conectaba a Paul y a Curry se ha llenado de estática, y de alguna manera el mensaje de Curry se ha perdido. Sin embargo, Curry ha dejado muy claro cuáles son sus exigencias.

«Dime dónde está el plano, Vincent -le dijo en la conferencia del Viernes Santo-, y no volverás a verme. Nada más hay entre nosotros.» Pero Taft se negó.

Gil saca una llave y abre la caja fuerte de caoba.

– Aquí lo tienes -le dice a Paul, sacando el mapa.

Puedo ver a Curry de nuevo, avanzando hacia Paul en el patio y luego regresando hacia la capilla, hacia Dickinson Hall, hacia el despacho de Bill Stein.