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– Abajo. -Es la última palabra que oigo llegar desde el interior de la habitación. Es Curry quien la pronuncia-. Abajo.

Y de nuevo, desde fuera:

– ¡Date prisa! ¡Salta!

– ¡Paul! -grito, retrocediendo hacia el alféizar de la ventana al tiempo que las llamas comienzan a acorralarme. El humo caliente me presiona el pecho como un puño cerrado. Del otro lado de la habitación, la puerta de acceso a la escalera de servicio se cierra de un golpe. Ya no se ve a nadie. Me dejo caer.

Esto es lo último que recuerdo antes de hundirme en la nieve fangosa. Lo siguiente es tan sólo una explosión, como un repentino amanecer en medio de la noche. Un cilindro de gas que hace que el edificio entero se desplome. Y comienza a llover hollín.

Me oigo gritar en medio del silencio. A los bomberos. A Gil. A quien pueda escucharme. Lo he visto, grito: Richard Curry abriendo la entrada a la escalera de servicio y arrastrando a Paul.

– Escuchadme.

Y al principio lo hacen. Dos bomberos, al escucharme, se acercan al edificio. Hay un médico a mi lado. Trata de entender.

– ¿Qué escalera? -Pregunta-. ¿Adonde salen?

– A los túneles -le digo-. Salen cerca de los túneles.

Enseguida el humo se dispersa y las mangueras revelan la fachada del club y todo empieza a cambiar. Cada vez buscan menos, escuchan menos. No queda nada, dicen entre pasos lentos. No hay nadie adentro.

– Paul está vivo -les grito-. Lo he visto.

Pero cada segundo es un gol en su contra. Cada segundo es un puñado de arena. Por la forma en que Gil me está mirando, me doy cuenta de cuánto ha cambiado todo.

– Estoy bien -le dice al médico que le cuida el brazo. Se limpia una mejilla húmeda y luego me señala-. Ayude a mi amigo.

La luna cuelga sobre nosotros como un ojo vigilante, y allí sentado, con la mirada fija más allá de los hombres que riegan con mangueras la casa destrozada, imagino la voz de Paul.

– De alguna forma -dice desde lejos, mirándome mientras nos tomamos un café-, siento que también es mi padre.

Sobre la cortina negra del cielo puedo ver su rostro, tan lleno de certeza que incluso ahora le creo.

– ¿Entonces qué opinas? -me está preguntando.

– ¿De ir a Chicago?

– De ir a Chicago juntos.

Adonde nos llevaron esa noche, qué preguntas nos hicieron, no lo recuerdo. El fuego seguía ardiendo frente a mí, y la voz de Paul me hablaba al oído, como si aún pudiera resurgir de entre las llamas. Antes del amanecer vi mil caras, mil portadores de mensajes de esperanza: amigos a quienes el fuego había sacado de sus habitaciones, profesores a quienes el ruido de las sirenas había despertado; incluso la misa en la capilla fue suspendida a media ceremonia debido al espectáculo. Y todos se reunieron alrededor de nosotros como un tesoro viajero -cada cara, una moneda-, como si se hubiera ordenado desde las altas esferas que habríamos de sufrir nuestras pérdidas contando lo que nos quedaba. Tal vez supe entonces que entrábamos en una pobreza muy, muy rica. Qué oscuro sentido del humor tienen los dioses que inventaron esto. Mi hermano Paul, sacrificado en el día de Pascua. El caparazón de la ironía cayéndonos con fuerza en la cabeza.

Esa noche los tres sobrevivimos juntos por simple necesidad. Nos reunimos en el hospitaclass="underline" Gil, Charlie y yo, compañeros de cuarto nuevamente. Ninguno habló. Charlie se acariciaba el crucifijo del cuello, Gil dormía, yo miraba las paredes. Mientras no tuviéramos noticias de Paul, seguíamos empeñándonos en el mito de su supervivencia, el mito de su resurrección. No debí haber creído que una amistad fuese indivisible, igual que no lo es una familia. Y sin embargo el mito me sostuvo en ese momento. En ese momento, y para siempre jamás.

El mito, digo, no la esperanza.

Pues la caja de la esperanza ya estaba vacía.

Capítulo 29

El tiempo, como un médico, se lavó las manos de nosotros. Antes de que Charlie hubiera salido del hospital, ya habíamos dejado de ser noticia. Nuestros compañeros de clase nos miraban como si estuviéramos fuera de contexto, como si fuéramos recuerdos fugitivos con un aura de antigua importancia.

En cuestión de una semana, la nube de violencia que había pasado sobre Princeton se había dispersado. Los estudiantes volvieron a recorrer el campus por las noches, primero en grupos, luego solos. Incapaz de conciliar el sueño, yo solía ir caminando al WaWa en mitad de la noche, y al llegar encontraba el lugar lleno de gente. Richard Curry pervivía en las conversaciones. También Paul. Pero poco a poco los nombres que me resultaban conocidos desaparecieron y fueron reemplazados por exámenes y partidos interuniversitarios de lacrosse y por la rutina anual de la Charla de Primavera, por la estudiante de último año que se había acostado con su asesor de tesina, por el episodio final de un programa de televisión. Incluso los titulares que leía mientras hacía fila en el registro, que fueron la única compañía que tuve mientras el resto del mundo parecía estar con amigos, sugerían que el mundo había comenzado a avanzar sin nosotros.

Diecisiete días después de Pascua, la primera página del Princeton Packet anunciaba que el plan para construir un parking subterráneo en el pueblo había sido rechazado. Sólo en la parte inferior de la página se dio la noticia de que un ex alumno adinerado había donado dos millones de dólares para la reconstrucción del Ivy.

Charlie salió del hospital al cabo de cinco días, pero pasó dos semanas más en rehabilitación. Los doctores sugirieron que se le hiciera la cirugía estética en el pecho, donde ciertas zonas de la piel se habían vuelto gruesas y cartilaginosas, pero Charlie se negó. Con una excepción, lo visité todos los días. Charlie me pedía que le llevara patatas fritas del WaWa, libros para sus clases, los resultados de todos los partidos de los Sixers. Siempre me daba un motivo para volver a verlo.

Más de una vez se propuso mostrarme sus quemaduras. Al principio me pareció que intentaba probarse algo a sí mismo: que no se sentía desfigurado, que era más fuerte que el accidente. Más tarde intuí que la verdad era la opuesta. Quería asegurarse de que yo supiera que aquello lo había cambiado. Parecía temer que hubiera dejado de formar parte de mi vida, de la vida de Gil, en el momento en que había entrado en los túneles siguiendo a Paul. Nos las arreglábamos sin él; cada uno se reponía de sus pérdidas por su cuenta. Sabía que habíamos empezado a sentirnos como extraños en nuestra propia piel, y quería que supiésemos que se encontraba en la misma posición, que estábamos juntos en esto.

Me sorprendió que Gil lo visitara tanto. Estuve presente en varias de esas visitas, y siempre percibí entre ellos la misma incomodidad. Ambos se sentían culpables, y sus culpas se hacían más intensas cada vez que se veían. Por más irracional que fuera, Charlie creía que nos había abandonado al no estar con nosotros en el Ivy. A veces llegaba a ver la sangre de Paul en sus propias manos, porque la muerte de nuestro amigo le parecía el precio de su propia debilidad. Gil parecía sentir que también él nos había abandonado, pero mucho tiempo atrás y de formas más difíciles de expresar. El que Charlie, habiendo hecho tanto por nosotros, pudiera sentirse tan culpable, sólo lograba que Gil se sintiera peor.

Una noche, antes de irse a dormir, Gil me pidió perdón. Decía que le habría gustado hacer las cosas de otro modo. Nos merecíamos algo mejor. A partir de esa noche no volví a encontrarlo viendo películas viejas. Comía en restaurantes que quedaban más y más lejos del campus. Cada vez que lo invitaba a comer en mi club, él encontraba una razón para negarse. Fueron necesarios cuatro o cinco rechazos para que yo entendiera que no era la compañía lo que lo molestaba; era la idea de pasar cerca del Ivy. Cuando Charlie salió del hospital, él y yo desayunábamos, comíamos, cenábamos juntos. Gil comía solo cada vez con más frecuencia.