– ¿Y bien, Tom? -Pregunta Gil-. ¿Por cuál te inclinas?
Charlie levanta la mirada de la nevera.
– Sí -dice-. Nos tienes en ascuas.
Gil y yo soltamos un gruñido. «Estar en ascuas» es una de las expresiones que Charlie falló en su examen parcial. La asoció con Moby Dick en lugar de las Aventuras de Roderick Random, de Tobías Smollett, con el argumento de que le sonaba más como argot marinero que como sinónimo de suspense. Y ahora no hace más que repetirla.
– Por favor, déjalo -dice Gil.
– Dime un solo médico que sepa lo que quiere decir estar en ascuas -dice Charlie.
Antes de que podamos responder, nos llega un crujido de la habitación que comparto con Paul. De repente, allí está él en persona, de pie en el umbral y vestido sólo con calzoncillos y camiseta.
– ¿Sólo uno? -Dice, frotándose los ojos-. Tobias Smollett. Era cirujano.
La mirada de Charlie regresa a los imanes.
– Era de esperar.
Gil suelta una risita, pero no dice nada.
– Creíamos que habías ido al Ivy -dice Charlie cuando el silencio se vuelve incómodo.
Paul niega con la cabeza, y enseguida se dirige a su escritorio para recoger su cuaderno de notas. Tiene el pelo pajizo aplastado sobre la cabeza y marcas de almohada en la cara.
– No hay suficiente privacidad -dice-. He vuelto a trabajar en mi litera y me he quedado dormido.
Lleva dos noches, tal vez más, sin apenas pegar ojo. El director de su tesina, el profesor Vincent Taft, lo ha estado presionando para que aporte más y más documentos cada semana; y a diferencia de otros directores a los que no les importa dejar a los estudiantes a expensas de sus propias esperanzas, Taft ha estado apoyando a Paul desde el principio.
– ¿Finalmente qué, Tom? -Pregunta Gil, rompiendo el silencio-. ¿Qué has decidido?
Levanto la mirada. Gil se refiere a las cartas que tengo frente a mí; las he estado mirando de reojo mientras intentaba leer el libro. La primera es de la Universidad de Chicago, que me ha admitido en un programa de doctorado en Literatura. Llevo los libros en la sangre, al igual que Charlie la Medicina, y un doctorado en Chicago me iría bastante bien. La verdad es que tuve que pelearme por la carta algo más de lo que hubiera querido, en parte porque mis calificaciones en Princeton no han sido sobresalientes, pero sobre todo porque no sé exactamente qué quiero hacer con mi vida y los buenos programas de postrado pueden oler la indecisión como los perros el miedo.
– Tú ve donde esté el dinero -dice Gil sin despegar los ojos de Audrey Hepburn.
Gil es hijo de un banquero de Manhattan. Para él, Princeton nunca ha sido un destino, tan sólo un asiento de ventanilla con buenas vistas, una escala de camino a Wall Street. En este sentido, Gil es una caricatura de sí mismo, pero se las arregla para sonreír cada vez que lo mortificamos con el tema. Sabemos que su sonrisa vale su peso en oro: ni siquiera Charlie, que de seguro hará una pequeña fortuna como médico, podrá nunca soñar con ganar el dinero que ganará Gil.
– No le hagas caso -dice Paul desde el otro extremo de la habitación-. Haz lo que el corazón te diga.
Lo miro. Me sorprende que tenga en mente algo que no sea su tesina.
– Haz lo que el dinero te diga -dice Gil mientras se pone de pie para sacar de la nevera una botella de agua.
– ¿Cuánto te han ofrecido? -pregunta Charlie, ignorando por un instante su juego de imanes.
– Cuarenta y uno -especula Gil, y unas cuantas palabras isabelinas caen de la nevera al cerrarse la puerta-. Con incentivos de cinco. Más opciones.
El semestre de primavera es el momento en que se realizan las ofertas de empleo y el de 1999 resulta ser muy fructífero. Cuarenta y un mil dólares al año es casi el doble de lo que yo esperaba ganar con mi humilde diploma de Literatura pero, comparado con los contratos que he visto firmar a mis compañeros de clase, podría pensarse que apenas me servirá para sobrevivir.
Cojo la carta de Daedalus, una firma de Internet de Austin que dice haber desarrollado el software más avanzado del mundo para racionalizar los trámites administrativos de las empresas. No sé prácticamente nada de esa compañía, no digamos ya de lo que son los trámites administrativos de las empresas, pero un amigo de la residencia me sugirió que me entrevistara con ellos y, dado que habían comenzado a circular rumores acerca de los elevados salarios que esta nueva y desconocida empresa de Texas pagaba a sus empleados, eso fue lo que hice. Muy de acuerdo con las tendencias habituales, a Daedalus no le importó que yo lo ignorara todo acerca de ellos y de su sector. Si era capaz de resolver un par de acertijos en la entrevista, y demostraba ser más o menos amable y saber expresarme con cierta propiedad, el trabajo sería mío. Y así, muy a la manera del César, fui, lo hice y lo obtuve.
– Casi -digo, leyendo la carta-. Cuarenta y tres mil al año. Incentivos de tres mil. Mil quinientos en opciones.
– Y qué más -añade Paul desde el otro lado de la habitación. Él es el único que actúa como si hablar de dinero fuera de peor gusto que tocarlo-. Vanidad de vanidades.
Charlie ha comenzado de nuevo a cambiar los imanes de sitio. Con voz fulminante de barítono, imita al predicador de su iglesia, un hombre negro y diminuto de Georgia que acaba que graduarse en el Seminario de Teología de Princeton.
– Vanidad de vanidades. Todo es vanidad.
– Sé honesto contigo mismo, Tom -dice Paul con impaciencia pero sin llegar nunca a mirarme a los ojos-. Una compañía que cree que alguien como tú merece un sueldo semejante no puede durar mucho. Ni siquiera sabes a qué se dedican.
Regresa a su cuaderno y sigue garabateando. Como la mayoría de los profetas, su destino es ser ignorado.
Gil sigue concentrado en el televisor, pero Charlie levanta la mirada, atento al tono nervioso que ha adquirido la voz de Paul. Se frota una mano contra la barba incipiente y luego dice:
– Bueno, ya basta. Me parece que es hora de desahogarse.
Por primera vez, Gil despega la mirada de la película. Debe de haber oído lo mismo que yo: el vago énfasis en la palabra «desahogo».
– ¿Ahora? -pregunto.
Gil mira el reloj; le gusta la idea.
– Tenemos media hora, más o menos -dice y como señal de apoyo llega incluso a apagar el televisor, dejando que Audrey se desvanezca en el interior del tubo.
Charlie cierra su libro de Fitzgerald de un golpe; empieza a bullir de actividad. El lomo roto se abre en son de protesta, pero Charlie arroja el libro al sofá.
– Estoy trabajando -objeta Paul-. Tengo que terminar esto.
Me lanza una mirada extraña.
– ¿Qué? -pregunto. Pero Paul permanece en silencio. – ¿Qué pasa, chicas? -dice Charlie con impaciencia. -Todavía está nevando -les recuerdo. La primera nevada del año ha llegado aullando esta mañana, justo cuando la primavera parecía haberse acomodado en las ramas de los árboles. Ahora se habla de treinta centímetros de nieve, tal vez más. En el campus, las actividades de Semana Santa, entre las que este año hay una conferencia de Viernes Santo de Vincent Taft, han sufrido alteraciones. El viento se levanta y las temperaturas caen: no se puede decir que sea el clima propicio para lo que Charlie tiene en mente.