Выбрать главу

Así, cuando empezaron las contracciones del parto, mi madre llevó a cabo una maniobra de dilación del parto -así la llamó-, manteniéndome fuera de este mundo hasta que mi padre aceptara llegar a un acuerdo. En un momento de menos inspiración que desespero, acabé por ser Tom Corelli Sullivan; para bien o para mal, me acostumbré. Mi madre esperaba que pudiese esconder mi segundo nombre entre los otros dos, como si se tratara de ocultar el polvo bajo la alfombra. Pero mi padre, para quien los nombres eran de mucha importancia, siempre dijo que un Corelli sin Arcangelo era como un Stradivarius sin cuerdas. Alegaba que sólo había cedido a las exigencias de mi madre porque los riesgos eran más elevados de lo que ella reveló. Su maniobra de dilación, solía decir con una sonrisa, no ocurrió en la cama del parto, sino en el tálamo nupcial. Mi padre era de esas personas para las cuales haber realizado un pacto en momentos de pasión es la única excusa para un error de juicio.

Todo esto se lo conté a Paul pocas semanas después de conocerlo.

– Tienes razón -me dijo, cuando le expliqué mi pequeña metáfora del aerógrafo-. El tiempo no es ningún Da Vinci. -Se quedó pensando, y luego sonrió con esa delicadeza tan suya-. Ni siquiera un Rembrandt. No es más que un mal Jackson Pollock.

Desde el principio me pareció que me entendía.

Los tres me entendían: Paul, Charlie y Gil.

Capítulo 2

Ahora mismo, Charlie y yo estamos junto a la boca de una alcantarilla al pie de Dillon Gym, cerca del extremo sur del campus. En su gorra, la insignia de los Philadelphia 76ers cuelga de un hilo y se agita con el viento. Arriba, gigantescas nubes llenas de copos de nieve se sacuden bajo el ojo naranja de una luz de sodio. Esperamos. Charlie empieza a perder la paciencia porque unas estudiantes que hay al otro lado de la calle nos están haciendo perder el tiempo.

– Dime cuál es el plan -digo. Sobre su reloj palpita una luz y él baja la mirada. -Son las 7.07. Los vigilantes cambian de turno a las 7.30. Tenemos veintitrés minutos.

– ¿Crees que veinte minutos son suficiente para cogerlos? -Si logramos adivinar dónde van a estar, claro que sí -dice. Su mirada regresa al lado opuesto de la calle-. Vamos, chicas, vamos.

Una de ellas camina con coquetería bajo la ventisca. Lleva una falda primaveral, como si la nieve la hubiera cogido por sorpresa mientras se vestía. La otra, una chica peruana que conocí en un campeonato universitario, lleva la tradicional parka naranja del equipo de natación y saltos.

– Me olvidé de llamar a Katie -comento en cuanto lo recuerdo.

Charlie se da la vuelta.

– Es su aniversario. Tenía que llamarla para decirle cuándo iría a verla.

Katie Marchand, estudiante de segundo año, se ha ido convirtiendo en el tipo de novia que yo no merecía encontrar. La creciente importancia que ha cobrado en mi vida es un hecho que Charlie acepta, recordándose que las mujeres inteligentes suelen tener un pésimo gusto con los hombres.

– ¿Le has comprado algo?

– Sí. -Formo un rectángulo con las manos-. Una foto de esa galería que…

– Entonces no pasa nada por que no la llames -asiente Charlie. Sigue un sonido gutural, una especie de media risa-. De todos modos, lo más probable es que ahora mismo tenga otras cosas en qué pensar.

– ¿Y eso qué significa?

Charlie alarga una mano, coge un copo de nieve en el aire.

– Primera nevada. Olimpiadas al Desnudo.

– Dios mío. Me he olvidado por completo.

Las Olimpiadas al Desnudo son una de las más apreciadas tradiciones de Princeton. Cada año, la noche de la primera nevada, los estudiantes de segundo se reúnen en el patio de Holder Hall. Se presentan en manada, cientos y cientos de ellos, y allí, rodeados de residencias repletas de espectadores procedentes de todo el campus, se quitan la ropa con la heroica despreocupación de un roedor que se dirige a la trampa y comienzan a correr como locos. Se trata de un rito que debió nacer en los viejos tiempos de la universidad, cuando Princeton era una institución para hombres y la desnudez colectiva era una expresión de ciertas prerrogativas masculinas, como orinar de pie o declarar la guerra. Pero luego las mujeres se unieron a la refriega, y esta especie de acogedora melé se transformó en el acontecimiento imprescindible del año académico. Hasta los medios de comunicación se presentan para grabarlo, con camionetas de transmisión vía satélite y cámaras de vídeo llegadas de Filadelfia o Nueva York. La mera idea de las Olimpiadas al Desnudo es como una hoguera en medio de los meses más fríos de la universidad, pero este año, ahora que ha llegado el turno de Katie, de repente me interesa más cuidar el fuego del hogar.

– ¿Listo? -dice Charlie en cuanto se alejan las dos estudiantes.

Remuevo el pie sobre la tapa de la alcantarilla para sacudir la nieve.

Charlie se arrodilla y mete ambos índices en las rendijas de la tapa. La retira, arrastrándola, y la nieve sofoca el chirrido del hierro contra el asfalto.

– Tú primero -dice, poniéndome una mano en la espalda.

– ¿Y las mochilas?

– No te andes con rodeos. ¡Venga ya!

Me pongo de rodillas y apoyo las manos a ambos lados de la alcantarilla abierta. De abajo sale un calor denso. Cuando intento bajar, el volumen de mi anorak de esquí se atasca en los bordes de la abertura.

– Maldita sea, Tom, un muerto se mueve más rápido. Mueve los pies y encontrarás un escalón de hierro. Hay una escalera en la pared.

Al sentir que el pie se me engancha en el peldaño superior, comienzo a bajar.

– Bien -dice Charlie-. Coge esto.

A empujones, mete mi mochila por la abertura, y luego la suya.

En la oscuridad hay una red de conductos que se extiende en ambas direcciones. La visibilidad es escasa y en el aire resuenan silbidos y ruidos metálicos. Éste es el sistema circulatorio de Princeton; los pasadizos llevan vapor desde la caldera central hasta los dormitorios y los edificios académicos del norte del campus.

Según Charlie, el vapor viaja por estos tubos a una presión de dieciocho kilos por centímetro cuadrado. Los cilindros más pequeños contienen líneas de alto voltaje o gas natural. Aun así, nunca he visto advertencias en los túneles, ni un solo triángulo fluorescente o aviso de normativas universitarias. A la universidad le gustaría olvidarse de la existencia de este lugar. La única señal que hay en esta entrada fue escrita hace mucho tiempo en pintura negra: lasciate ogni speranza, voi ch'intrate. Paul, a quien este lugar no parece haber intimidado nunca, sonrió la primera vez que la vio. «Dejad toda esperanza -dijo, traduciendo a Dante para el resto del grupo-, vosotros los que entráis.»

Después de introducirse, Charlie pone la tapa en su sitio y ahora avanza hacia el fondo. Al bajarse del último peldaño, se quita la gorra. La luz reverbera en las perlas de sudor de su frente. El peinado afro que le ha crecido tras cuatro meses sin cortarse el pelo roza el techo. «No es un peinado afro -nos ha dicho varias veces-. Es medio afro. Un half-fro.»

Charlie percibe un tufillo de aire viciado, y enseguida saca un frasco de Vicks Vap-O-Rub de la mochila.

– Ponte debajo de la nariz. No olerás nada.

Lo rechazo. Se trata de un truco que aprendió el verano que hizo prácticas con el médico local, una manera de no sentir el olor de los cadáveres durante las autopsias. Después de lo ocurrido a mi padre no he tenido la profesión médica en muy alta estima; para mí, los médicos son parásitos, segundas opiniones de rostro cambiante. Pero ver a Charlie en un hospital es otra cosa. Charlie es el hombre fuerte del personal de ambulancias, el tipo al que se acude para casos difíciles; es capaz de sacarle veinticinco horas al día si es para darle a algún desconocido la oportunidad de luchar contra lo que él llama el Ladrón.