– Las he robado de la decoración del baile -dice vacilante, como si no estuviera seguro de ser bienvenido-. Más vale que te guste.
– ¿Y de vino nada? -La voz de Charlie es débil.
Gil sonríe torpemente.
– Para ti, sólo lo barato. -Da un par de pasos y extiende la mano hacia Charlie-. La enfermera me ha dicho que tenemos dos minutos. ¿Cómo te encuentras?
– He estado mejor -dice Charlie-. Pero también he estado peor.
– Creo que tu madre está aquí -replica Gil, buscando todavía cómo comenzar.
Charlie ha comenzado a adormilarse, pero se las arregla para sonreír una vez más.
– Pasa desapercibida fácilmente.
– No te irás sin despedirte, ¿verdad? -pregunta Gil en voz baja.
– ¿Del hospital? -dice Charlie, ya demasiado enajenado como para reconocer la intención de la pregunta.
– Sí.
– Tal vez -susurra Charlie-. La comida de este lugar -exhala- es espantosa.
Su cabeza vuelve a caer sobre la almohada en el momento en que la enfermera de cara áspera regresa para decir que se nos ha acabado el tiempo, que Charlie necesita descansar.
– Duerme bien, tío -dice Gil, poniendo el ramo de flores sobre la mesilla de noche.
Charlie no lo escucha. Ya ha comenzado a respirar por la boca.
Antes de irnos vuelvo a mirarlo: allí, sentado en su cama, envuelto en vendajes y rodeado de tubos de gota a gota, me hace pensar en las tiras cómicas que leía de niño. El gigante caído que la medicina logró reconstruir. El paciente cuya misteriosa recuperación sorprendió a los médicos locales. La oscuridad cae sobre Gotham, pero los titulares son los mismos. Hoy, un superhéroe se ha enfrentado a las fuerzas de la naturaleza y ha vivido para quejarse de la comida.
– ¿Se pondrá bien? -pregunta Gil cuando llegamos al aparcamiento de visitantes. El Saab es el único coche. Todavía tiene el capó tan caliente que derrite la nieve que le ha caído.
– Creo que sí.
– El pecho tiene bastante mala pinta.
Ignoro cómo será la rehabilitación para una víctima de quemaduras, pero volver a acostumbrarte a tu propia piel no puede ser fácil.
– Pensaba que no vendrías -le digo.
Gil vacila.
– Me hubiera gustado estar allí, con vosotros.
– ¿Cuándo?
– Todo el día.
– ¿Es una broma?
Se vuelve hacia mí.
– No. ¿Qué quieres decir?
Nos detenemos a pocos metros del coche. Me doy cuenta de que estoy enfadado con él, enfadado por lo difícil que le ha resultado encontrar qué decirle a Charlie, enfadado por el hecho de que esta tarde tuviera miedo de venir a visitarlo.
– Tú estabas donde querías estar -le digo.
– He venido tan pronto como he sabido lo que ocurría.
– No has estado con nosotros.
– ¿Cuándo? -dice-. ¿Esta mañana?
– Todo este tiempo.
– Dios mío. Tom…
– ¿Sabes por qué está donde está?
– Porque tomó la decisión equivocada.
– Porque quiso ayudar. No quería que fuéramos solos al despacho de Taft. No quería que le pasara algo a Paul en los túneles.
– ¿Qué quieres, Tom? ¿Una disculpa? Mea culpa. No puedo competir con Charlie. Él es así. Así ha sido siempre.
– Así eras tú también. ¿Sabes qué me ha dicho la señora Freeman? ¿Qué fue lo primero que me dijo al verme llegar? Me habló del robo de la campana de Nassau Hall.
Gil se pasa una mano por el pelo.
– Me culpa a mí de eso. Siempre lo ha hecho. ¿Sabes por qué?
– Porque cree que Charlie es un santo.
– Porque no puede creer que tú seas capaz de algo así.
– ¿Y qué? -dice Gil exhalando.
– Que sí eres capaz de algo así. Fuiste capaz. Lo hiciste.
Parece no saber qué decir.
– ¿Se te ha ocurrido que tal vez llevara media docena de cervezas entre pecho y espalda cuando me encontré con vosotros esa noche? Tal vez no estaba en mis cabales.
– O tal vez eras distinto entonces.
– Sí, Tom. Tal vez era distinto.
Silencio. Los primeros hoyuelos de nieve se forman en el capó del Saab. Esas palabras implican, de alguna manera, una confesión.
– Mira -dice-, lo siento.
– ¿Por qué?
– Debí visitar a Charlie la primera vez. Cuando te vi, cuando vi a Paul.
– Olvídalo.
– Soy tozudo. Siempre he sido tozudo.
Hace hincapié en siempre, como para decir: Mira, Tom, hay cosas que nunca cambian.
Pero todo ha cambiado. En una semana, en un día, en una hora. Charlie, luego Paul. Ahora, de repente, Gil.
– No lo sé -le digo.
– ¿No sabes qué?
– No sé qué has estado haciendo todo este tiempo. No sé por qué todo es tan distinto. Dios mío, ni siquiera sé lo que harás el año que viene.
Gil se saca del bolsillo de atrás la cadena con las llaves y abre las puertas del coche.
– Vámonos de aquí -dice-. Antes de morir congelados.
Y aquí estamos, en la nieve, solos en el aparcamiento del hospital. El sol ya casi se ha hundido tras el extremo del cielo, cediendo a la oscuridad, dándole a todo una textura de ceniza.
– Entra -dice Gil-. Hablemos.
Capítulo 25
Aquella noche volví a conocer a Gil por primera vez, y acaso por última. Estuvo casi tan encantador como lo recordaba: gracioso, interesado, inteligente acerca de las cosas que importaban, petulante acerca de las que no. Regresamos al dormitorio escuchando a Sinatra en el coche; la conversación nunca decayó, y antes de que se me pasara por la cabeza qué me pondría para el baile, abrí la puerta de mi habitación y encontré un esmoquin esperándome sobre una percha, planchado e impecable, con una nota pegada a la bolsa de plástico. «Tom, si no te queda bien, es que has encogido. Gil.» En medio de todo lo demás, había encontrado tiempo para llevar uno de mis trajes a la tienda de alquiler y pedir un esmoquin de la misma talla.
– Mi padre cree que debería tomarme un tiempo -dice respondiendo a mi pregunta de antes-. Viajar un poco. Europa, Suramérica.
Es extraño recordar a quien conoces de toda la vida. No es como volver a la casa en que creciste y darte cuenta de que ha dejado su forma impresa en ti, de que las paredes que has levantado y las puertas que has abierto desde tu partida siguen el diseño que viste por primera vez aquí. Es, más bien, como regresar a casa y ver a tu madre o hermana, que tienen edad suficiente para no haber crecido desde que te fuiste pero no tanta como para no haber envejecido, y darte cuenta por primera vez del aspecto que tienen para el resto del mundo, de lo bellas que te parecerían si no las conocieras de antemano; darte cuenta, en fin, de lo que vieron tu padre y tu cuñado cuando más las juzgaron pero menos las conocieron.
– ¿Honestamente? -Dice Gil-. No lo he decidido. No estoy seguro de que mi padre sea la persona adecuada para dar consejos. El Saab fue idea suya, y fue un gran error. Estaba pensando en lo que le hubiera gustado tener a mi edad. Me habla como si yo fuera otra persona.
Gil tenía razón. Ya no es el estudiante de primero que pone a volar un par de pantalones en Nassau Hall. Se ha vuelto más cuidadoso, más circunspecto. Viéndolo, uno lo tomaría por alguien experimentado y retraído. La autoridad natural que hay en su manera de hablar y en su lenguaje corporal es ahora más pronunciada: es una cualidad que el Ivy ha sabido cultivar. Lleva ropa un tono más oscuro, y su pelo, que siempre ha llevado lo bastante largo como para llamar la atención, ahora nunca está despeinado. Ha engordado un poco, lo cual lo vuelve guapo de una manera distinta, un poco más seria, y las pequeñas afectaciones que trajo de Exeter -el anillo que llevaba en el dedo meñique, el pendiente en la oreja- han desaparecido calladamente.
– Supongo que esperaré hasta último minuto. Lo decidiré durante la graduación: algo espontáneo, algo inesperado. Tal vez dedicarme a la arquitectura. Tal vez volver a navegar.
Y aquí está, cambiándose de ropa, quitándose los pantalones de lana delante de mí sin darse cuenta del perfecto desconocido que soy: su nueva versión todavía no me ha conocido. Me doy cuenta de que tal vez soy un extraño para mí mismo, de que nunca he podido ver a la persona que Katie estuvo esperando ayer durante toda la noche: el último modelo, el yo más actualizado. En todo esto hay un acertijo, una paradoja. Ranas y pozos y el curioso caso de Tom Sullivan, que se miraba al espejo y podía ver el pasado.