– Aquí no hace tanto calor -digo, buscando algo que decir. Parece que han apagado el termostato del resto del edificio para evitar que la primera planta se recaliente.
Katie mira a su alrededor. Las anotaciones de Paul están pegadas al marco de la chimenea; sus diagramas decoran las paredes. Estamos rodeados por Colonna.
– Tal vez no deberíamos estar aquí -dice.
No sé si la preocupa que importunemos a Paul, o que Paul pueda importunarnos a nosotros. Cuanto más tiempo permanecemos allí de pie, evaluando la habitación, más claramente siento la distancia que se forma entre nosotros. Éste no es el lugar adecuado para nuestras necesidades.
– ¿Has oído hablar del gato de Schródinger? -digo al fin, porque no se me ocurre otra manera de expresar lo que siento.
– ¿En filosofía?
– En cualquier parte.
En mi solitaria clase de física, el profesor usaba el gato de Schródinger como ejemplo de mecánica ondulatoria cuando la mayoría de nosotros éramos demasiado lentos para entender v = -e2/r.
Un gato imaginario es puesto en una caja cerrada con una dosis de cianuro, que se le dará sólo si se activa un contador Geiger. La trampa, me parece, está en que es imposible saber si el gato está vivo o muerto antes de abrir la caja; hasta ese momento, la probabilidad indica que la caja contiene, por partes iguales, un gato vivo y otro muerto.
– Sí -me dice-. ¿Y qué?
– En este momento siento que el gato no está ni vivo ni muerto -le digo-. No está nada.
Katie le da vueltas al asunto, preguntándose adonde quiero ir a parar.
– Quieres abrir la caja -dice al fin, sentándose sobre la mesa.
Le digo que sí y me pongo a su lado sobre la mesa. El enorme tablón de madera nos acepta en silencio. No sé cómo decirle el resto: que individualmente somos el científico; juntos, somos el gato.
En vez de responder, Katie me pasa un dedo por la sien derecha, poniéndome el pelo detrás de la oreja, como si hubiera dicho algo tierno. Quizás sepa ya cómo resolver mi acertijo. Somos más grandes que la caja de Schródinger, me dice. Como todo gato que se respete, tenemos nueve vidas.
– ¿Alguna vez ha nevado así en Ohio? -dice, cambiando conscientemente de tema. Sé que afuera ha comenzado a nevar de nuevo, con más fuerza que antes: todo el invierno concentrado en esta tormenta.
– En abril, no -le digo.
Estamos juntos sobre la mesa, a pocos centímetros el uno del otro.
– En New Hampshire tampoco -dice Katie-. Al menos, no en abril.
Acepto lo que trata de hacer: trata de llevarme a cualquier parte, pero fuera de aquí. Siempre he querido saber más acerca de su vida en su casa, saber qué hacía su familia alrededor de la mesa del comedor. El norte de Nueva Inglaterra es en mi imaginación una especie de Alpes norteamericanos: montañas por todas partes, San Bernardos que llevan regalos.
– Mi hermana pequeña y yo teníamos una costumbre cuando nevaba -dice.
– ¿Mary?
– Sí. Cada año, cuando la laguna que había cerca de casa se helaba, íbamos a hacer agujeros en el hielo.
– ¿Para qué?
Su sonrisa es hermosa.
– Para que los peces pudieran respirar.
Los miembros del club pasan por la escalera sin notar nuestra presencia, como pequeñas bolsas de calor en movimiento.
– Usábamos un palo de escoba -dice-, e íbamos por el lago haciendo agujeros. Como si fuera la tapa de una jarra.
– Una jarra para luciérnagas.
– Sí -dice Katie, cogiéndome de la mano-. Los patinadores nos odiaban.
– Mis hermanas me llevaban a montar en trineo -le digo.
Sus ojos brillan. Recuerda que tiene una ventaja sobre mí: ella es la hermana mayor, y yo el hermano pequeño.
– En Columbus no hay muchas colinas altas -continúo-, así que siempre íbamos a la misma.
– Y te subían montado en el trineo.
– ¿Ya te he hablado de esto?
– Es lo que hacen las hermanas mayores.
No puedo imaginarla tirando de un trineo colina arriba. Mis hermanas eran fuertes como una jauría.
– ¿Alguna vez te hablé de Dick Mayfield? -le pregunto.
– ¿De quién?
– Un muchacho que salía con mi hermana.
– ¿Qué pasó?
– Cada vez que llamaba, Sarah me echaba a patadas del teléfono.
Katie nota el tono fuerte de mi voz. Esto, también, es lo que hacen las hermanas mayores.
– No creo que Dick Mayfield tuviera mi número. -Sonríe, me abre la mano y dobla los dedos entre los míos. No puedo evitar pensar en Paul, en la bisagra que hizo antes con las manos.
– Pues consiguió el de mi hermana -digo-. Le bastó tener un viejo Cámaro rojo con llamas pintadas a los lados.
Katie sacude la cabeza con desaprobación.
– El semental Dick y su trampa para chicas -le digo-. Eso lo dije una noche, en presencia de Dick, y mi madre me mandó a la cama sin cenar.
Dick Mayfield, aparecido aquí como por arte de magia. Me llamaba Pequeño Tom. Una vez me llevó a dar una vuelta en el Cámaro y me contó un secreto. «El tamaño no importa. Lo que importa es el fuego que haya en tus motores.»
– Mary salía con un chico que tenía un Mustang 64 -dice Katie-. Le pregunté si hacían cosas en el asiento de atrás.
Me dijo que el chico era tan estirado que se negaba a ensuciar el coche.
Cuentos de sexo sublimados en forma de cuentos de coches, una forma de hablar de todo sin tener que hablar de nada.
– Mi primera novia tenía un Volkswagen que se le había inundado -le digo-. Si te tumbabas en el asiento de atrás, había un olor como de sushi. Así que nunca pudimos hacer nada.
Katie se vuelve hacia mí.
– ¿Tu primera novia conducía?
Al darme cuenta de lo que he revelado, tartamudeo.
– Yo tenía nueve años -digo, carraspeando-. Ella tenía diecisiete.
Katie ríe. Sigue un instante de silencio. Finalmente parece que el momento ha llegado.
– Se lo he dicho a Paul -le digo.
Ella levanta la cara.
– Ya no trabajaré más en el libro.
Katie tarda un rato en responder. Se lleva las manos a los hombros y se los frota para calentarse. Me doy cuenta, después de tantas pistas, de tantos contactos, que no se ha acostumbrado a la temperatura de este lugar.
– ¿Quieres ponerte mi chaqueta?
– Se me está poniendo la piel de gallina -dice ella.
Es imposible no mirarla. Tiene los brazos cubiertos de gotas diminutas. Las curvas de sus senos están pálidas como la piel de una bailarina de porcelana.
– Aquí tienes -le digo, quitándome la chaqueta y poniéndosela en los hombros.
Levanto el brazo derecho para abrazarla, pero ella lo sostiene en el aire. Y así, conmigo medio girado hacia ella, en actitud de espera, Katie se recuesta contra mí. El aroma de su perfume resurge de su pelo suelto. Ésta, por fin, es su respuesta.
Katie inclina la cabeza hacia un lado, y yo meto el brazo bajo la chaqueta, cruzando el espacio oscuro bajo los hombros cubiertos y poniendo la mano en el lado opuesto de su cintura. Los dedos se me pegan a la tela áspera de su vestido, presos de una fricción inesperada, y me doy cuenta de que la abrazo con firmeza y sin esfuerzo al mismo tiempo. Un mechón de pelo le cae sobre la cara, pero Katie no hace nada para apartárselo. Hay una mancha de pintalabios justo debajo de su boca, tan pequeña que sólo puede verse a una distancia mínima, y me sorprende estar a esa distancia. Enseguida, Katie está tan cerca de mí que es imposible ver nada, y siento en la boca una cierta calidez, unos labios que se acercan.
Capítulo 27
Justo cuando el beso se vuelve más profundo, oigo que la puerta se abre. Estoy a punto de decirle algo agresivo al intruso, pero en ese momento veo a Paul de pie frente a nosotros.
– ¿Qué sucede? -le digo, echándome hacia atrás de una sacudida.
Paul echa una mirada alrededor, sobresaltado.
– Han vuelto a llevarse a Vincent para interrogarlo -logra decir. La impresión que le causa encontrar a Katie en su habitación se refleja en la impresión que le causa a Katie encontrarlo a él en cualquier parte.