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Ojalá le den caña a Taft, pienso.

– ¿Cuándo?

– Hace una hora, tal vez dos. Acabo de hablar con Tim Stone, el del Instituto.

Sigue un momento incómodo.

– ¿Has encontrado a Curry? -pregunto, limpiándome el pintalabios de la boca.

Pero en la pausa que precede a su respuesta, revivimos nuestra discusión acerca de la Hypnerotomachia, acerca de las prioridades que me he impuesto.

– He venido para hablar con Gil -dice Paul cortando la conversación.

Katie y yo observamos cómo sigue la pared hacia el escritorio, recoge algunos de sus viejos dibujos, los de la cripta que durante meses ha estado bosquejando, y luego desaparece tan rápido como ha llegado.

Al salir deja un remolino de papeles sacudiéndose en la pequeña corriente de la puerta.

Cuando Katie baja de la mesa, puedo adivinar lo que se le pasa por la cabeza. Es imposible escapar de este libro. Ni con todas las decisiones del mundo me será posible dejarlo atrás. Incluso aquí, en el Ivy, donde Katie pensaba que estaríamos a salvo, la Hypnerotomachia está en cada rincón: en las paredes, en el aire, interrumpiéndonos cuando menos lo esperamos.

Para mi sorpresa, sin embargo, se concentra en lo que ha dicho Paul.

– Vamos -me dice con un estallido de energía-. Necesito encontrar a Sam. Si detienen a Taft, tendrá que cambiar los titulares.

Arriba, en el vestíbulo, encontramos a Paul y a Gil hablando en una esquina. El lugar parece haber quedado mudo ante el espectáculo del ermitaño del club apareciendo en un acontecimiento público de esta naturaleza.

– ¿Dónde está Sam? -le pregunta Katie a la pareja de su amiga.

Estoy demasiado distraído para escuchar la respuesta. Durante dos años he considerado a Paul el hazmerreír del Ivy la criatura curiosa que se mantiene encerrada en el desván. Pero ahora los estudiantes de cuarto están pendientes de él como si uno de los viejos retratos hubiera cobrado vida.

La expresión en el rostro de Paul revela necesidad, casi desesperación; si es consciente de que el club entero lo está mirando, no da ninguna señal de ello. Al acercarme a ellos, tratando de oír lo que dicen, veo que Paul le entrega a Gil un papel doblado que me resulta familiar. El mapa de la cripta de Colonna.

Ambos se dan la vuelta para irse. Los asistentes observan a Gil salir por el vestíbulo principal. Los de último año son los primeros en comprender. Uno a uno, los responsables del club comienzan a golpear con los nudillos las mesas y las barandas y las viejas paredes de roble. Brooks, el vicepresidente, es el primero en hacerlo; lo sigue Carter-Simmons, tesorero del club; y finalmente el golpeteo, el estruendo de la despedida, llega de todos los rincones. Parker, todavía en la pista de baile, comienza a golpear más fuerte que los demás, tratando por última vez de sobresalir. Pero es demasiado tarde. La salida de Gil como su entrada, ocurre en el instante preciso, con la ciencia de un paso de baile que se ha de ejecutar una sola vez. Cuando el ruido de la multitud se acalla por fin, salgo detrás de ellos.

– Llevaremos a Paul a casa de Taft -dice Gil cuando los alcanzo en el Salón de Oficiales.

– ¿Qué?

– Tiene que recoger algo. Un plano.

– ¿Y queréis ir ahora mismo?

– Taft está en la comisaría -dice Gil, repitiendo como un loro lo que Paul ha explicado-. Paul necesita que lo llevemos.

Casi puedo ver la maquinaria funcionando en su cabeza: Gil quiere ayudar, igual que lo hizo Charlie; quiere desmentir lo que le dije en el aparcamiento.

Paul no dice nada. Puedo ver en su expresión que prefería hacer este viaje a solas con Gil.

Estoy a punto de explicarle a Gil que no puedo acompañarlos, que Paul y él tendrán que ir sin mí, cuando todo se vuelve de repente más complicado. Katie aparece en la puerta.

– ¿Qué sucede? -pregunta.

– Nada -digo-. Volvamos abajo.

– No he podido hablar con Sam -dice, malinterpretando-lo todo-. Tengo que contarle lo de Taft. ¿Te importa que vaya a la sede del Prince?

Gil ve su oportunidad.

– Perfecto. Tom viene con nosotros al Instituto. Podemos encontrarnos en la misa.

Katie está a punto de acceder, pero la expresión de mi rostro nos delata.

– ¿Por qué? -pregunta.

– Es algo importante -dice Gil simplemente. Es una de las pocas veces en el curso de nuestra amistad en que el tono de su voz sugiere que la importancia a que se refiere es más grande que él mismo.

– Vale -dice Katie con recelo, y enseguida me coge una mano entre las suyas-. Te veré en la capilla.

Está a punto de añadir algo más, pero entonces nos llega un golpe fuerte y sordo seguido de una explosión de cristales.

Gil se apresura escaleras abajo; los demás bajamos tras él, y vemos al llegar un inmenso charco de desechos. Un líquido del color de la sangre se esparce en todas direcciones arrastrando pedazos de vidrio. De pie en medio de todo, en un perímetro que el resto de la gente ha evacuado, está Parker Hassett, rojo de ira. Acaba de echar abajo el bar entero: estantes y botellas y todo lo demás.

– ¿Qué diablos pasa aquí? -le pregunta Gil a un estudiante de segundo que observa la escena.

– Parker ha estallado, eso es todo. Alguien lo ha llamado alcohólico y él se ha vuelto loco.

Verónica Terry se ha levantado las faldas desordenadas de su vestido blanco, ahora bordeado de rosa y salpicado de vino.

– Se han pasado la noche provocándolo -grita.

– Por Dios -dice Gil-, ¿cómo habéis dejado que se emborrache así?

Ella lo mira con expresión vacua, esperando simpatía y recibiendo simples muestras de enfado. Los asistentes más próximos se hablan en susurros, reprimiendo sonrisas de satisfacción.

Brooks le dice a uno de los encargados que vuelva a poner en pie la barra y saque botellas de la bodega para volver a llenar los estantes, mientras Donald Morgan, con aspecto de presidente que acaba de tomar posesión, intenta calmar a Parker entre las interrupciones de los folloneros. De la multitud llegan voces contenidas: ¡borracho!, ¡colgado!, y también cosas peores. También risas que bordean el insulto. Parker está frente a mí, en el otro extremo de la habitación; ha sufrido cortes en varias partes por la metralla de las botellas caídas, y allí está, en medio de un charco de bebidas combinadas, quieto como un niño que mezcla los restos de las copas. Cuando por fin se vuelve hacia Donald, está iracundo.

Katie se lleva una mano a la boca al ver lo que sigue. Parker se lanza contra Donald, y los dos caen al suelo, forcejeando al principio, después golpeándose con los puños. He aquí el espectáculo que todos esperaban ver, el merecido de Parker después de un millón de ofensas insignificantes, el momento de justicia por lo que hizo en el tercer piso, la violencia que resulta de dos años de odio creciente. Un empleado llega con una fregona, dando pie al espectáculo de un hombre fregando junto a una pelea. Sobre el suelo de madera las corrientes de vino y licores se cruzan a toda velocidad, rebotando en las paredes, y ni una gota es absorbida, ni por la fregona ni por la alfombra ni por un esmoquin, y mientras tanto los dos hombres siguen luchando, un palpito de brazos y piernas negros, un insecto tratando de enderezarse antes de morir ahogado.

– Vámonos -dice Gil, rodeando la trifulca que a partir de ahora es problema de otra persona.

Paul y yo lo seguimos sin decir palabra, chapoteando al caminar en la estela de bourbon, vino y brandy.

Los caminos que recorremos son hilos negros sobre un gran vestido blanco. El Saab avanza con paso firme, aun cuando Gil lleva el acelerador a fondo y el viento aúlla a nuestro alrededor. En Nassau Street han chocado dos coches, y sus faros se encienden y se apagan, sus conductores se gritan, las sombras tiemblan sobre un par de camiones de remolque aparcados sobre la acera. Un vigilante sale de la cabina de seguridad del norte del campus (que, en el resplandor de las bengalas, ha tomado un tono rosa), y nos hace gestos para indicarnos que la entrada está cerrada, pero Paul ya ha comenzado a guiarnos hacia el oeste, lejos del campus. Gil mete tercera, luego cuarta, pasando calles que son como rayas.