– Le he mentido a la policía acerca de Vincent -dice Paul-. No puedo estar aquí cuando lo encuentren.
Cruzo tras ellos la puerta delantera y llegamos dando tumbos al Saab. Gil enciende el motor, inundándolo de gasolina, y el coche ruge en punto muerto, haciendo tanto ruido que las luces de la casa vecina vuelven a encenderse. Mete primera y acelera de nuevo: los neumáticos se aferran al asfalto y el coche sale disparado. En el momento en que doblamos por un camino adyacente vemos el primer coche patrulla que llega por el extremo opuesto de la calle. Lo vemos detenerse frente a la casa de Taft.
– ¿Adonde vamos? -dice Gil, mirando a Paul por el espejo retrovisor.
– Al Ivy.
Capítulo 28
Cuando llegamos, el club está en silencio. Alguien ha apilado trapos viejos sobre el suelo del vestíbulo para secar el alcohol que Parker ha derramado, pero todavía relucen charcos aquí y allá.
Las cortinas y los manteles están manchados. El personal no aparece por ninguna parte. Kelly Danner parece haber echado del club hasta la última alma.
La alfombra de la escalera está húmeda, porque los asistentes han arrastrado alcohol con las suelas de sus zapatos al subir. Tras entrar en el Salón de Oficiales, Gil cierra la puerta y enciende la lámpara del techo. Los restos de la barra destrozada han sido apilados en una esquina. En la chimenea hay un fuego abandonado, pero las brasas están ardiendo todavía, escupiendo llamas dispersas y un calor intenso.
Al ver el teléfono sobre la mesa, pienso en el número que no pude recordar cuando el teléfono de Gil se apagó, y comprendo de repente de qué se trata todo este asunto. Un fallo de la memoria; un error en la comunicación. La línea que conectaba a Paul y a Curry se ha llenado de estática, y de alguna manera el mensaje de Curry se ha perdido. Sin embargo, Curry ha dejado muy claro cuáles son sus exigencias.
«Dime dónde está el plano, Vincent -le dijo en la conferencia del Viernes Santo-, y no volverás a verme. Nada más hay entre nosotros.» Pero Taft se negó.
Gil saca una llave y abre la caja fuerte de caoba.
– Aquí lo tienes -le dice a Paul, sacando el mapa.
Puedo ver a Curry de nuevo, avanzando hacia Paul en el patio y luego regresando hacia la capilla, hacia Dickinson Hall, hacia el despacho de Bill Stein.
– Dios mío -dice Gil-, ¿cómo vamos a enfrentarnos a esto?
– Llama a la policía -le digo-. Curry puede venir a por Paul.
– No -dice Paul-. Él no me haría daño.
Pero Gil se refería a otra cosa: enfrentarnos a lo que hemos hecho, huir de casa de Taft.
– ¿Curry ha matado a Taft? -dice.
Pongo el seguro de la puerta.
– Y a Bill.
De repente parece que el aire no circula en la habitación. Los restos de la barra, que alguien ha traído de abajo, dan al lugar un olor dulce y podrido.
Gil está de pie en la cabecera de la mesa, atónito.
– No me hará daño -repite Paul.
Pero recuerdo la carta que encontramos en el escritorio de Bill. «Tengo una propuesta que hacerte. Aquí hay más que suficiente para satisfacernos a ambos.» Seguida de la respuesta de Curry, que hasta este momento he malinterpreta-do: «¿Y de Paul qué?».
– Sí que te hará daño -le digo.
– Te equivocas, Tom -me espeta.
Pero a cada momento veo más claramente adonde conduce todo esto.
– Cuando fuimos a la exposición, tú le enseñaste el diario a Curry -le digo-. Él supo de inmediato que Taft se lo había robado.
– Sí, pero…
– Stein le dijo que te robarían la tesina. Y Curry quiso conseguirla antes que ellos.
– Tom…
– Luego, en el hospital, le hablaste de todo lo que habías encontrado. Llegaste incluso a decirle que estabas buscando el plano.
Trato de coger el teléfono, pero Paul pone una mano sobre el auricular.
– Detente, Tom -dice-. Escúchame.
– Pero es que los ha matado.
Ahora es Paul quien se acerca, con aspecto desconsolado, y nos dice algo que Gil y yo no nos esperábamos.
– Sí. Eso es exactamente lo que quiero decirte. ¿Puedes escucharme, por favor? A eso se refería con lo que me dijo en el hospital. ¿Lo recuerdas? Justo antes de que llegaras a la sala de espera. «Tú y yo nos entendemos, hijo mío.» Me dijo que estaba tan preocupado por mí que no podía dormir.
– ¿Y?
La voz de Paul tiembla.
– Después dijo: «Si hubiera sabido lo que harías, habría hecho las cosas de otra forma». Richard pensaba que yo sabía que él había matado a Bill. Se refería a que lo habría hecho de otra forma si hubiera sabido que yo saldría temprano de la conferencia de Vincent. Así habría evitado que la policía me interrogara.
Gil comienza a caminar en círculos. En el otro lado de la habitación se quiebra uno de los troncos de la chimenea.
– ¿Recuerdas el poema que mencionó en la exposición?
– Browning. «Andrea del Sarto.»
– ¿Cómo era?
– Tú haces lo que tantos sueñan toda su vida -le digo-. ¿Lo que sueñan? No: lo que intentan, por lo que sufren, en lo que fracasan.
– ¿Por qué escogería ese poema?
– Porque iba bien con la pintura de Del Sarto.
Paul da un manotazo sobre la mesa.
– No. Porque tú y yo hemos resuelto lo que Vincent, tu padre y él no pudieron resolver. Lo que Richard soñó toda su vida con hacer. Lo que intentó, por lo que sufrió, en lo que fracasó.
En ese momento lo cubre una frustración que no he visto desde la época en que trabajábamos juntos, cuando parecía esperar que actuáramos como un solo organismo, que pensáramos con una sola mente. «Estás tardando mucho en resolver este acertijo. No tiene por qué ser tan difícil.» Aquí estamos, resolviendo acertijos nuevamente, interpretando las intenciones de un hombre que, según Paul, deberíamos conocer de igual manera. Para Paul, nunca he llegado a entender lo suficiente a Colonna, ni tampoco a Curry.
– No lo entiendo -dice Gil, viendo que algo se ha interpuesto entre Paul y yo y que ese algo está fuera de su experiencia.
– Los cuadros -dice Paul, todavía dirigiéndose a mí, tratando de hacerme entender-. Las historias de José. Hasta te expliqué lo que significaban. Es sólo que no sabíamos a qué se refería Richard. «Y Jacob amaba a José más que a sus otros hijos, por ser el hijo de su vejez. Y le hizo una túnica de varios colores.»
Espera que le dé alguna señal, que le diga que lo comprendo. Pero no puedo.
– Es un regalo -dice finalmente-. Richard cree que me está haciendo un regalo.
– ¿Un regalo? -Dice Gil-. Pero ¿te has vuelto loco? ¿Qué regalo?
– Esto -dice Paul, extendiendo los brazos y abarcándolo todo-. Lo que le hizo a Bill. Lo que le hizo a Vincent. Impidió que me lo arrebataran. Me ha regalado mi trabajo en la Hypnerotomachia.
Cuando lo dice, hay una ecuanimidad horrible en su voz; el orgullo y la tristeza girando alrededor de una callada certidumbre.
– Hace treinta años, Vincent se lo robó todo a Richard. Ahora él no dejará que me ocurra lo mismo a mí.
– Curry le mintió a Stein -le digo. Me niego a permitir que caiga en la trampa de un hombre capaz de manipular las debilidades de un huérfano-. Le mintió a Taft. Ahora hace lo mismo contigo.
Pero Paul ya está más allá de la duda. Bajo el horror y la incredulidad de su voz hay algo que se parece mucho a la gratitud. Estamos, una vez más, en una habitación llena de cuadros prestados, otra exposición en el museo de la paternidad construido por Curry para el hijo que nunca llegó a tener, y los gestos han sido tan espléndidos que los motivos ya no importan. Es la brecha finaclass="underline" me recuerda, súbitamente, que Paul y yo no somos hermanos. Que creemos en cosas distintas.
Gil comienza a hablar, interponiéndose para traer la discusión de vuelta a la tierra, pero en ese momento nos llega ruido de pasos desde fuera. Los tres nos damos la vuelta.
– ¿Qué diablos ha sido eso? -dice Gil.
Entonces nos llega la voz de Curry.