– Paul -murmura desde el otro lado de la puerta.
Quedamos paralizados.
– Richard -dice Paul como si volviera en sí. Y antes de que Gil y yo podamos detenerlo, Paul estira el brazo hacia la puerta.
– ¡Aléjate de ahí! -dice Gil.
Pero Paul ya ha quitado el seguro, y una mano desde el otro lado hace girar el pomo.
Allí, de pie en el umbral, vestido con el mismo traje negro de anoche, está Richard Curry. Tiene los ojos desorbitados y parece sobresaltado. Lleva algo en la mano.
– Necesito hablar a solas con Paul -dice con voz ronca.
Paul ve lo que todos vemos: la leve mancha de sangre cerca del cuello de su camisa.
– ¡Sal de aquí! -ruge Gil.
– ¿Qué has hecho? -dice Paul.
Curry lo mira fijamente, luego levanta un brazo. Lleva algo en la mano extendida.
Gil avanza con cuidado hacia el corredor.
– Fuera -repite.
Curry lo ignora.
– Lo tengo, Paul. El plano. Tómalo.
– Ni siquiera te acerques -dice Gil con voz temblorosa-. Llamaremos a la policía.
Tengo los ojos fijos en el fajo oscuro que Curry lleva en la mano. Salgo al corredor detrás de Gil de manera que ambos estemos delante de Paul. Pero cuando Gil echa mano de su móvil, Curry nos coge desprevenidos, y en un solo movimiento se abre paso entre nosotros, empujando a Paul al interior del Salón de Oficiales, y da un portazo. Antes de que Gil y yo podamos reaccionar, suena el clic del seguro.
Gil golpea la puerta con el puño cerrado.
– ¡Abre! -grita, al tiempo que me empuja hacia atrás y embiste la puerta con el hombro. El grueso panel de madera no cede ni un milímetro. Retrocedemos y damos dos golpes jun-tos, hasta que el seguro parece ceder. Escucho ruidos que llegan desde el otro lado.
– Una vez más -dice Gil.
Tras el tercer empujón, el seguro metálico se desprende y la puerta se abre de un golpe con el sonido de un disparo solitario.
Nos catapultamos a la habitación y encontramos a Curry y a Paul a ambos extremos de la chimenea. La mano de Curry sigue extendida y sostiene el plano. Gil se lanza hacia ellos, golpeando a Curry a toda velocidad y derribándolo al suelo, contra la chimenea. La cabeza de Curry choca con el enrejado metálico, sacándolo de su sitio, provocando chispas y avivando el color de las brasas.
– ¡Richard! -dice Paul, corriendo hacia él.
Paul levanta a Curry de la chimenea y lo recuesta contra la barra. Curry trata de orientarse, pero la sangre que mana de su cabeza le cubre los ojos. Sólo ahora veo el plano en manos de Paul.
– ¿Estás bien? -Dice Paul, sacudiendo a Curry por los hombros-. ¡Necesita una ambulancia!
Pero Gil sigue concentrado.
– La policía se hará cargo.
En ese momento siento la oleada de calor. La barra ha estallado en llamas.
– ¡Atrás! -grita Gil.
Pero me quedo como clavado al suelo. El fuego se levanta hasta el techo, consumiendo las cortinas pegadas contra la pared. La llamarada, con la ayuda del alcohol, se mueve con velocidad, tragándose todo lo que hay a su alrededor.
– ¡Tom! -Grita Gil-. ¡Aléjalos de ahí! ¡Voy a por un extintor!
Curry se incorpora con ayuda de Paul. De repente, el hombre aparta a Paul de un empujón y sale trastabillando al pasillo.
– Richard -le suplica Paul, siguiéndolo.
Gil regresa corriendo y comienza a rociar las cortinas con el extintor. Pero el fuego crece demasiado rápido. Es imposible apagarlo. El humo sale por la puerta y va rodando por el techo.
Al final retrocedemos hacia la puerta: el humo y el calor nos obligan a salir. Me cubro la boca con la mano y siento que los pulmones se me cierran. Cuando me dirijo a la escalera, alcanzo a distinguir, a través de una nube densa de humo negro, a Paul y a Curry, alzando la voz y forcejeando.
Llamo a Paul, pero las botellas del bar comienzan a estallar y ahogan mi voz. La primera ola de fragmentos golpea a Gil. Lo quito de en medio, siempre atento a una respuesta de Paul.
En ese momento la escucho a través del humo:
– ¡Vete, Tom! ¡Salid de aquí!
Los reflejos diminutos del fuego se esparcen por las paredes. Un cuello de botella sale disparado por encima de la escalera, flota un instante sobre nosotros, lanzando llamas, y luego cae a la planta baja.
Durante un instante no ocurre nada. Pero enseguida el trozo de vidrio aterriza en la pila de trapos empapados, entrando en contacto con el whisky y el brandy y la ginebra, y el suelo relampaguea. De abajo llegan sonidos de cosas que estallan, de madera en combustión, de fuego esparciéndose. La puerta delantera ya está bloqueada. Gil pide ayuda a gritos por el móvil. El fuego se levanta hacia el primer piso. Me parece tener la cabeza llena de chispas, y cuando cierro los ojos veo una luz blanca. Siento que voy flotando sobre la ola de calor. Todo parece tan lento, tan pesado. La escayola del techo se cae en pedazos. La pista de baile tiembla como un espejismo.
– ¿Cómo saldremos? -grito.
– La escalera de servicio -dice Gil-. Por arriba.
– ¡Paul! -grito de nuevo.
Pero no hay respuesta. Me acerco un poco a la escalera, pero las voces han desaparecido. Paul y Curry no están allí.
– ¡Paul!
La llamarada ha devorado el Salón de Oficiales y comienza a moverse hacia nosotros. Siento el muslo extrañamente dormido. Gil se vuelve hacia mí y me señala. La pernera del pantalón está rota, y la sangre corre por la tela del esmoquin, negro sobre negro. Gil se quita la chaqueta y la ata alrededor de la herida. El túnel de fuego parece encerrarnos, empujarnos hacia arriba. El aire está casi negro.
Gil me empuja hacia el tercer piso. Arriba no se ve nada, sólo sombras de gris. Una franja de luz resplandece por debajo de una puerta al fondo del pasillo. Avanzamos. El fuego ha llegado al pie de las escaleras, pero parece mantenerse a raya.
En ese momento lo escucho: un gemido agudo que llega desde dentro de la habitación.
El sonido nos paraliza durante un instante. Con la certeza de una premonición, siento que estamos entrando en la sombra del tiempo, un paso en la cima de una montaña elevada en el cual la oscuridad del cielo queda al alcance de la mano.
Gil se lanza hacia la puerta. Cuando lo hace, vuelve a mí la sensación de ebriedad del baile. El calor del cuerpo como el hormigueo previo al vuelo. Las manos de Katie sobre mi cuerpo, su aliento sobre mí, sus labios sobre mí.
Richard Curry discute con Paul detrás de una mesa larga, en el extremo opuesto de la habitación. Lleva en la mano una botella vacía. Su cabeza, cubierta de sangre, parece balancearse sobre sus hombros. Aquí no hay nada más que el olor del alcohol, los restos de una botella derramados sobre la mesa. Un armario abierto revela otro alijo de licor, el secreto de un antiguo presidente del Ivy. La habitación es tan ancha como el propio edificio. La luz de la luna la llena de un color plateado. Las paredes están cubiertas por estanterías; detrás de Curry, los lomos de cuero se hunden en la oscuridad. En la pared norte hay dos ventanas. Por todas partes relucen los charcos.
– ¡Paul! -Grita Gil-. ¡Te está bloqueando la escalera de servicio!
Paul se vuelve para mirar, pero los ojos de Curry están fijos en Gil y en mí. La visión de ese hombre me paraliza. Las arrugas de su rostro son tan profundas que la gravedad parece tirar de él, arrastrarlo hacia abajo.
– Richard -dice Paul con firmeza, como si le hablara a un niño-, todos debemos salir de aquí.
– Aléjate -grita Gil, dando un paso adelante.
Pero cuando lo hace, Curry rompe la botella contra una mesa y ataca, cortando a Gil en el brazo con el cuello roto de la botella. La sangre corre como cintas negras entre los dedos de Gil. El retrocede, viendo cómo la sangre le cubre el brazo. Ante esto, Paul se apoya en la pared, como vencido.
– Toma -le digo, sacándome el pañuelo del bolsillo.
Gil se mueve con lentitud. Cuando se quita la mano del brazo para coger el pañuelo, veo que el corte es profundo. En cuanto la presión desaparece, la sangre llena el surco abierto.
– ¡Vete! -le digo, llevándolo a la ventana-. ¡Salta! Las ramas amortiguarán la caída.