Llegó el día de la graduación, cálido y verde, sin un rastro de viento, como si la Semana Santa no hubiera existido nunca. Incluso había una mariposa revoloteando en el aire como un emblema desplazado, mientras, en el patio de Nassau Hall, rodeado de compañeros -todos con nuestras togas y birretes-, esperaba a que me llamaran. Imaginé que arriba, en la torre, una campana tañía silenciosamente y sin badajo: justo detrás de los pliegues de este mundo, Paul celebraba nuestra buena fortuna.
En la luz de aquel día había fantasmas por todas partes. Las mujeres del baile del Ivy, vestidas con sus trajes de noche, bailaban en el cielo como ángeles de la Natividad, anunciando la llegada de una nueva estación. Los participantes de las Olimpiadas al Desnudo corrían por el patio, sin avergonzarse nunca de su desnudez, como espectros de la estación que acababa de pasar. El estudiante encargado del discurso de apertura bromeaba en latín, pero yo no entendía las bromas, y por un instante imaginé que era Taft quien se dirigía a nosotros; Taft, y tras él Francesco Colonna, y tras ellos un coro de filósofos arrugados que pronunciaban entre todos un refrán solemne, como apóstoles ebrios cantando el Himno de Batalla de la República.
Los tres regresamos a la habitación una última vez antes de la ceremonia. Charlie había decidido volver a Filadelfia y pasar el verano trabajando en una ambulancia antes de comenzar los estudios de Medicina en otoño. Después de tantos titubeos, nos dijo finalmente, había escogido la Universidad de Pensilvania. Quería estar cerca de casa. Gil recogió las chucherías de su habitación con un cierto entusiasmo que no me esperaba. Confesó que esa misma tarde había comprado un billete para un vuelo que salía de Nueva York: pasaría una temporada en Europa, dijo. A Italia, qué coincidencia. Necesitaba tiempo para tomar decisiones.
Cuando se hubo ido, Charlie y yo fuimos juntos a recoger el correo de nuestro último día. Dentro del buzón había cuatro sobres pequeños, todos de idéntico tamaño. Contenían impresos de registro para el directorio de ex alumnos: uno para cada uno de nosotros. Me metí el mío el bolsillo y, al darme cuenta de que su nombre no había sido tachado de la lista del curso, cogí también el de Paul. Me pregunté si también le habrían sacado un diploma que ahora estaría perdido en alguna parte y que nadie recogería. Pero en el cuarto sobre, el que iba dirigido a Gil, el nombre de Gil había sido tachado y en su lugar estaba el mío, escrito con su letra. Lo abrí y lo leí. El impreso estaba lleno, y aparecía la dirección de un hotel en Italia.
«Querido Tom -se leía en el borde interior del sobre-. Te he dejado aquí el de Paul. He pensado que te gustaría tenerlo. Dile a Charlie que siento mucho haberme ido tan de prisa. Sé que lo entendéis. Si vais a Italia, llamad. G.»
Antes de despedirnos, le di un abrazo a Charlie. Una semana después, me llamó a casa para preguntarme si tenía intenciones de asistir a la reunión de la promoción, al año siguiente. Era el tipo de pretexto que sólo Charlie podía inventar para una simple llamada, y hablamos varias horas. Al final me pidió que le diera la dirección de Gil en Italia. Dijo que había encontrado una postal que a Gil le gustaría. Intentó describírmela. Mientras lo escuchaba, me percaté de que Gil no le había dado su dirección. Las cosas entre ellos dos nunca se habían recuperado del todo.
No fui a Italia ni ese verano ni los que siguieron. Gil y yo nos vimos tres veces en los cuatro años siguientes, siempre en reuniones de nuestra promoción. Cada vez teníamos menos cosas que contarnos. Los hechos de su vida se acomodaron gradualmente con la elegante predestinación de las palabras de una letanía. Después de todo, había regresado a Manhattan; como su padre, se hizo banquero. Al contrario de lo que me ocurrió a mí, él parecía madurar bastante bien. A los veintiséis anunció su compromiso con una hermosa mujer un año más joven que nosotros, que me recordaba a una estrella de alguna vieja película. Viéndolos juntos, ya no pude seguir negando el destino de la vida de Gil.
Charlie y yo nos mantuvimos mucho más en contacto. Para ser honestos, Charlie no me perdía de vista. En mi vida, él ostenta la distinción de ser el amigo más trabajador que he tenido nunca, el que se niega a permitir que una amistad fracase simplemente porque las distancias crecen y los recuerdos se desvanecen. En primer año de Medicina se casó con una mujer que me recordaba a su madre. Su primer bebé fue una niña, y le pusieron el nombre de la abuela. El segundo fue un niño, y se llamó como yo. En mi calidad de soltero, puedo juzgar honestamente la labor de Charlie como padre, sin preocuparme por cómo me veré comparado con él. La única manera de hacerle justicia es decir que es mejor padre que amigo. En su manera de cuidar de sus hijos hay un rastro del afán de protección natural, la energía atlética, la enorme gratitud por el privilegio de la vida que siempre mostró en Princeton. Ahora es pediatra: el médico de Dios. Su mujer dice que todavía, en ciertos fines de semana, sale de ronda con la ambulancia. Espero que algún día, según sus creencias, Charlie Freeman llegue al cielo en la hora del juicio. Nunca he conocido a un hombre mejor.
Sobre lo que fue de mi vida me cuesta mucho hablar. Después de la graduación volví a Columbus. Salvo por un breve viaje a New Hampshire, pasé en casa los tres meses del verano. Ya fuera por el hecho de que comprendiera mi dolor mejor incluso que yo mismo, o porque no podía evitar alegrarse de que hubiera -hubiéramos- dejado Princeton atrás, mi madre se mostró más abierta que nunca. Hablaba conmigo, hacía bromas, comíamos juntos, íbamos a sentarnos en la vieja colina de los trineos, por la cual mis hermanas solían subirme de niño, y me contaba lo que había estado haciendo con su vida. Había planes de abrir una segunda librería, esta vez en Cleveland. Explicó el modelo de negocio, la forma en que había llevado los libros de contabilidad, la posibilidad de vender la casa ahora que se quedaría vacía. Sólo entendí la parte más importante de sus explicaciones: que su vida había empezado a seguir adelante.
Para mí, en cambio, el problema no era seguir adelante con mi vida. Era comprender. A medida que ha pasado el tiempo, las demás incertidumbres de mi vida parecen haberse aclarado de un modo en el que nunca lo ha hecho la vida de mi padre. Puedo imaginar lo que pensó Richard Curry durante el fin de semana de Pascua: que Paul estaba en la misma posición en que él mismo había estado una vez, que sería insoportable permitir que su hijo huérfano se convirtiera en un nuevo Bill Stein o Vincent Taft, o incluso en un nuevo Richard Curry. El viejo amigo de mi padre creía en el don del borrón y cuenta nueva, un cheque en blanco con fondos ilimitados; pero tardamos demasiado tiempo en comprenderle. Incluso Paul, en esos días en que yo todavía guardaba la esperanza de su supervivencia, me daba razones para pensar que simplemente nos había dejado atrás a todos, que había escapado a través de los túneles para nunca más volver; el decano lo había dejado sin apenas posibilidades de graduarse; yo lo había dejado sin ninguna posibilidad de ir a Chicago. Cuando le pregunté dónde le gustaría estar, él me contestó con toda honestidad: en Roma, con una pala. Yo, en cambio, no tuve edad suficiente para hacerle a mi padre esas preguntas, si bien es cierto que retrospectivamente mi padre parece el tipo de persona que las habría contestado honestamente.