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Tenía que ponerse al día, recordar todo aquello.

– ¿Ha dormido bien? -le preguntó igual que su hijo la mujer.

– Sí, perfectamente. Lo necesitaba.

– ¿Las cosas de su padre…?

– Parecen en orden -obvió la falta de su agenda de trabajo.

– Imagino que querrá preguntarme si sé algo, pero lamentándolo mucho…

– ¿Sólo notificó la desaparición a nuestra embajada?

– También a la policía local, pero se limitaron a hacer algunas preguntas y poco más. Aquí los turistas van y vienen a miles, aunque su padre no era un turista como el resto, de eso fueron conscientes. Tratándose de un español y una desaparición pensaron que era cosa de la embajada. Muy distinto habría sido en caso de haber aparecido un cadáver, ¿comprende? Pero afortunadamente no es el caso.

– Su hijo me ha dicho que mi padre no recibía visitas.

– Ninguna, créame.

– ¿No tenía amigos o conocidos? Tantos días de trabajo en el mismo lugar…

– El viejo Bartolomé Sigüenza.

– ¿Quién?

– Es un personaje aquí, en Palenque. Lo sabe todo, es un experto en la cultura maya, su cultura, porque es verdaderamente auténtico, una enciclopedia andante y una persona encantadora. Participó en no pocas excavaciones cuando era más joven. Es amigo de todo el mundo, y alguna vez le vi paseando con el señor Mir, de noche. Incluso en ocasiones le acompañaba a las ruinas con el coche.

– ¿Dónde puedo encontrarle?

– En el Mercado Municipal, aquí cerca, por encima de la avenida Manuel Velázquez, y si no en el parque, por debajo de la misma avenida. No tiene más que preguntarle a alguien.

– Ha dicho que mi padre iba en coche a las ruinas.

– No son más que siete kilómetros y medio, pero sí, es más cómodo, y por estas tierras llueve mucho.

– ¿Dónde está ese vehículo?

– Lo renovaba semanalmente, y la agencia se lo llevó hace dos días. Lo siento.

– ¿Había algo en el interior?

– No, yo misma lo inspeccioné. Un par de mapas y poco más. Lo dejé en la habitación del señor.

– ¿Tienen Internet?

– Sí, claro. Su padre…

Joa miró por la ventana. Un gesto maquinal, vulgar. Pero que le paralizó el corazón. No creía en las casualidades.

Al otro lado de la calle, observando el hotel, medio oculto desde la entrada pero no desde su posición en el despacho de la directora, vio al mismo hombre del avión

que la había conducido hasta México, el joven agraciado, moreno, alto, de cabello un poco largo, facciones intensas, ojos penetrantes y cuerpo atlético.

Cómo olvidarlo

Demasiado atractivo.

Demasiado turbado en su presencia, al tropezarse ambos. Capaz de apartar su mirada como si fuera tímido. Joa se quedó sin respiración.

– ¿Le sucede algo? -preguntó Adela sin terminar la frase que estaba diciendo.

– Ese hombre…

– ¿Quién? -la mujer avanzó su cuerpo para mirar por la ventana.

– Vuelvo enseguida -se incorporó ella.

Fue lo más rápido que pudo. Salió del despacho y cruzó la recepción a la carrera. Salió al exterior golpeada por el intenso sol de mediodía y eso la cegó momentáneamente.

Cuando pudo aclarar la vista, él ya no estaba allí.

Joa cruzó la breve calle, con la pendiente descendiendo hacia la derecha. Miró arriba y abajo. Buscó en la que se cruzaba con Merle Greene. Oteó cualquier movimiento en portales o tiendas.

Nada.

Un fantasma.

O una ilusión.

¿Cuántos turistas de su vuelo España-México habrían ido a Palenque de visita?

¿Y justo se encontraba con el que había rehuido sus ojos al tropezar con él al salir del baño del avión?

Apretó los puños, impotente, de nuevo asustada.

– ¿Quién era? -escuchó la voz de la directora del hotel a su espalda.

– No estoy segura -mintió.

– Yo no he visto a nadie.

No había sido una alucinación. De eso estaba segura.

Que le gustase alguien a primera vista no significaba que pensara en él después. Y menos tratándose de un desconocido del que no sabía nada, al que no había vuelto a ver, y al que creía que jamás volvería a ver.

Barcos en la noche.

– Estoy un poco nerviosa, supongo -llenó sus pulmones con el cálido aire de la mañana.

– ¿Va a ir a las ruinas? -le preguntó Adela.

– Sí, después de ver si localizo a ese hombre, Bartolomé Sigüenza.

– ¿Vendrá a comer?

– No lo sé.

– Puede comer por allí, pero aquí lo hacemos muy bien -sonrió con aplomo-. Necesita estar fuerte, querida.

– Gracias. ¿Puedo hacerle una pregunta más? -la formuló al ver que la mujer asentía-. Esta mañana, mientras desayunaba, ha venido a verme un hombre.

– Lo he visto, sí.

– ¿Le conoce?

– Nunca había estado por aquí antes, se lo aseguro. No olvido una cara.

– Bien -se resignó-. De nuevo gracias. ¿Cómo voy al mercado?

– Todo recto y luego a la izquierda -se lo señaló-. Puede ir en coche aunque no es mucho. Claro que si luego quiere desplazarse a las ruinas es mejor que se lo lleve y así no ha de volver.

Se despidió de la directora y se encaminó a su vehículo de alquiler. Se metió en él, abrió las ventanillas y lo puso en marcha. Apenas toleraba el aire acondicionado, por mucho calor que hiciese, así que no lo conectó. En menos de tres minutos se encontraba en la avenida Manuel Velázquez.

Aparcó el coche en un hueco y se internó en el Mercado Municipal, con sus puestos variopintos luciendo lo mejor de cada cual. La primera mujer a la que preguntó le dijo que no había visto a Bartolomé Sigüenza en un par de días. La segunda la informó de que tal vez estuviera en el parque. Ya en él, un anciano señaló una calle perpendicular.

– Vive ahí, en el 17. Mire a ver -manifestó con una dulce cantinela llena de acentos-. Pero hace dos días que no lo veo. Igual se puso malo.

La calle se llamaba Belizario Domínguez. El número 17 correspondía a una casita de una sola planta, paredes encaladas de blanco, ventanas verdes pero pintadas un siglo antes.

Llamó a la madera de la puerta con los nudillos.

Una vez.

Dos.

Ya no insistió más. Regresó al coche y se encaminó a las ruinas mayas de Palenque, rodeando el parque y La Ca ñada por el sur.

Iba a visitar uno de los lugares más mágicos y hermosos del pasado, y lo iba a hacer sola, sin su padre, llena de dudas e incertidumbres, aplastada por los nuevos pesos que acababan de echarle encima.

Sobre todo tras la visita y las increíbles revelaciones de aquel hombre llamado Nicolás Mayoral.

12

Su credencial le abrió el acceso. Poco importó que la fotografía no fuera la misma. Nadie se la miró, al menos en la entrada. Una vez dentro del recinto se quedó sin habla. Era más de lo que esperaba. Más de lo que creía. Más de lo que las imágenes podían mostrar. Más de lo que cualquier amante de la historia o las culturas antiguas pudiera incluso soñar.

Más, más y más. Palenque.

Sin saber por qué, se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Papá, ¿dónde estás? -le preguntó al viento.

Rodeado por colinas rebosantes de prieta vegetación que envolvían las distintas construcciones y templos, Palenque era una alfombra verde, cuidada, mimada, por la cual se movían los cientos de visitantes asombrados de cada día. El Palacio era la primera joya visible, con su torre y su bella serenidad ancestral, pero el Templo de las Inscripciones, la gran pirámide del conjunto, era el foco de atención máximo. Por un momento no supo qué hacer, si dirigirse a él para descender hasta la tumba de Pakal, o si buscar las nuevas tumbas que se hallaban en período de excavación y exploración, las números veinticinco, veintiséis y veintisiete. Luego pensó que la tumba de Pakal la podía visitar por sí misma, pero que a las otras, y más si se trabaja en ellas, difícilmente lograría acceder a pesar de su credencial. Así que buscó a alguien.