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Se tropezó con un rótulo hecho a mano señalizando la tumba veinticinco sin darse cuenta y se detuvo. No era más que un agujero practicado en el suelo, con unas escalinatas toscas que descendían hacia las profundidades de la tierra. Un poco más allá, a unos cincuenta metros, descubrió un segundo rótulo indicando que allí se encontraba la número veintiséis. Las dos estaban valladas con una cinta de plástico y cuatro hierros hundidos en el verdor de la hierba, de forma harto tosca.

Vaciló un segundo.

Entonces salió un hombre de la tumba número veinticinco.

Tendría unos sesenta años, sudaba y estaba sucio. Su calva reflejó los rayos del sol bajo el fulgor de aquella mañana sin nubes. No se dio cuenta de su presencia, envuelto en sus pensamientos, hasta que ella lo detuvo.

– Señor…

El hombre la miró a través de sus gafas redondas.

– ¿Sí?

Joa le enseñó la credencial de su padre.

– Me llamo Georgina Mir -se presentó-. Podría…

El desconocido no la dejó terminar la frase.

– ¡Georgina! ¿Es posible? ¡Dios…, la de veces que tu padre habla de ti, lamentando que no estuvieras a su lado viendo esto! ¿De dónde sales? ¿Y Julián? ¡Hace días que no le vemos! ¿No estará enfermo?

Eran demasiadas preguntas para responderlas de golpe. Y no tenía ganas de ser explícita. Todavía no.

– Sí, ha estado enfermo, por eso he venido a verle -optó por manifestar.

– ¿Algo grave? -el rostro del hombre reflejó preocupación.

– No, no, de verdad.

– ¡Él y sus secretos! ¡A veces es tan misterioso…! ¡Podía habernos hecho llegar un mensaje, habríamos ido a verle!

– No pasa nada -evadió dar más detalles-. Yo he aprovechado el tiempo para hacer una visita. No quisiera molestar.

– ¿Molestar? ¡Me encantará enseñarte esto, querida! ¡Y más si me coges del brazo! -le mostró un absoluto entusiasmo por la posibilidad-. Por cierto, soy Benito Juárez.

– ¿En serio?

– Bueno, él se llamaba Benito Pablo Juárez García y fue presidente. Yo me conformo con ser Benito Antonio Juárez Mesa y ser arqueólogo. De Guadalajara, por supuesto -levantó la cabeza con orgullo-. ¡Puro Jalisco!

Joa se colgó de su brazo, como le había pedido.

– De acuerdo -sonrió-. ¿Por dónde empezamos?

– ¡Por el astronauta, mujer!

Se alejaron de las tumbas excavadas en tierra. Benito Juárez se convirtió de inmediato en una ametralladora oral, inundándola con datos y sapiencia mientras tomaba fotos con su pequeña cámara digital. De momento prefirió no hacer ninguna pregunta más, actuar con cautela. No conocía a nadie, pero a ella era como si la conociera todo el mundo.

¿Cuánto tiempo lograría mantener en secreto la desaparición de su padre?

– ¡Eres preciosa! -abrió los ojos hasta la desmesura el arqueólogo mexicano-. Como tu madre.

– ¿Conoció a mi madre?

– Claro que conocí a tu madre, hace ya muchos años. Tan hermosa, tan especial y única… Julián y yo somos viejos amigos, camaradas. Por eso lo llamé cuando empezamos a encontrar cosas extraordinarias en las tres nuevas tumbas, la veinticinco, la veintiséis y la veintisiete. Lo invité a venir como amigo pero también como experto, para que me ayudara.

– ¿De qué clase de cosas extraordinarias habla?

– ¿No te lo contó por teléfono? ¡Ay, Julián! -elevó su mano libre al cielo-. ¡Siempre tan reservado, sin dar nada por seguro hasta haberlo comprobado y recomprobado diez veces! ¡Esas tumbas están llenas de estelas impresionantes, fechas, profecías, un galimatías considerable…! Nos llevará mucho acabar de excavarlas, y aún mucho más nos llevará descifrar lo que estamos encontrando. Todo está en bastante mal estado, con partes muy derruidas, piedras casi borradas a causa de la humedad, hundimientos de galerías, así que eso complica la interpretación de los glifos.

– Me gustaría ver esas tumbas.

– Tenemos problemas en la veintisiete. Ayer se cayó un trozo de galería a pesar del cuidado con el que actuamos y vamos a necesitar unos días para desbrozar, apuntalar y continuar. Ahorita mismo está cerrada. Pero puedo dejarte bajar a las otras dos, al menos unos metros.

– Gracias.

Estaban al pie de la escalinata del Templo de las Inscripciones. Se habían ido acercando a su maravillosa magnificencia mientras hablaban. Cuando Joa inició el ascenso se sintió igual que si penetrara por el túnel del tiempo, en un viaje mágico hacia el pasado. Casi se olvidó de tomar fotos. Había deseado tantas veces subir aquellos escalones con su padre… Y ahora lo hacía del brazo de un desconocido, buscando Dios sabía qué, porque comprendía que lo único que estaba haciendo de momento era dar palos de ciego.

– ¿Conoces la historia de la tumba de Pakal?

– Vagamente.

– Fue el arqueólogo mexicano Alberto Ruz el que encontró en esta pirámide las escaleras abovedadas que descendían hacia sus profundidades -habían llegado ya a lo alto, y las escaleras se encontraban delante de ellos, angostas, de techo bajo, con lo cual tuvieron que iniciar el descenso en fila india, precedidos por un grupo de turistas japoneses y por delante de otro grupo de ingleses o norteamericanos-. Ruz tardó casi cuatro años en recorrer lo que ahora tú y yo bajaremos en un par de minutos. Tuvo que avanzar centímetro a centímetro, quitando tierra, respetando el entorno… Limpió veinticinco metros de relleno y manipostería colocado intencionadamente para evitar el acceso a su interior. En 1952 alcanzó la antecámara, presidida por una enorme laja de piedra triangular que la bloqueaba, y tras ella encontró los esqueletos de media docena de jóvenes, víctimas sacrificadas en honor del difunto. El último paso fue penetrar en la cámara sepulcral, a dos metros bajo el nivel del suelo.

Esperaron a que los que los precedían visitaran el angosto punto culminante del descenso. Joa apenas si podía contener su entusiasmo y ansiedad.

– La cámara mide diez por siete metros y las paredes están decoradas con relieves de estuco. El sarcófago, monolítico, situado cerca de su centro, contenía el esqueleto de Pakal, algo nada habitual en el mundo maya. Además, su estatura era superior a la media de esa gente. Entre este detalle y el relieve de la lápida comenzó a fraguarse la leyenda de que era un astronauta, algo que en los años sesenta y setenta se disparó de una forma casi cómica. Todos quisieron ver en la postura del personaje de la lápida a un astronauta en su cápsula.

– Conozco la historia.

– Tuvo que ser impresionante para Ruz -admitió Benito Juárez-. Levantaron la lápida, que pesa cinco toneladas, con poleas que tuvieron que bajar hasta aquí, con cuidado de no dañar ni romper nada, y encontraron el cuerpo de Pakal en posición de decúbito supino, o sea estirado y boca arriba, con su cara cubierta por una máscara de mosaicos de jade y orejeras. Por encima del cuerpo había también joyas de jade y madreperlas, así como semillas y dos figuras de jade representando al Dios Sol. El cuerpo y las ofrendas habían sido cubiertos por cinabrio rojo. Bajo el sarcófago encontraron dos cabezas de terracota con motivos en rojo. Ah, y una serpiente de la misma materia que iba del sarcófago hasta la puerta simbolizando el enlace entre los vivos y el más allá.

Les tocó el turno a ellos. La lápida de la tumba se apareció por primera vez ante sus ojos con su maravillosa leyenda a cuestas. Desde su posición la veía en perspectiva. Tres metros y ochenta centímetros de largo con aquellos motivos esculpidos en bajorrelieve y con una larga inscripción alrededor en la cual se hablaba de las gestas del muerto así como su fecha de nacimiento y su muerte tanto como las de sus predecesores.

– Impresionante -suspiró Joa.

– Pakal, apodado El Grande porque uno de sus tíos se llamaba igual, nació el 6 de marzo del 603, fue rey desde el 615 y murió el 30 de agosto del 684. La exactitud de las fechas es normal en un mundo tan concienzudo como el maya -concluyó su relato Benito Juárez-. Fue un rey muy querido por su pueblo. Él y su descendiente, K'inich Kan Balam, que significa «Serpiente Jaguar Orientado al Sol», fueron los que construyeron la mayoría de los edificios de Palenque. Una época que coincide con el momento más álgido de la ciudad y los alrededores, porque también establecieron alianzas mediante bodas que garantizaron paz y prosperidad.