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Había gente esperando tras ellos, pero Joa apuró al máximo la contemplación de la hermosa lápida. Le costaba respirar. El frío y la humedad penetraban en su cuerpo como una niebla que se apoderaba de su ser.

Se estremeció sin saber por qué, más allá de esa sensación gélida.

Fue al recorrer con la vista todos y cada uno de los relieves de la lápida, aunque le costaba ver desde su posición los más alejados, en el otro extremo, dada la débil luz del lugar.

Tenía que volver, con más tiempo.

Alguien tosió a su espalda.

– Hay que seguir -la tomó del brazo Benito Juárez.

Subieron por el interior del Templo de las Inscripciones hasta su cima y descendieron por la escalinata exterior en silencio. Sólo al llegar al nivel del suelo Joa repitió su estremecimiento.

– Vamos, te enseñaré el resto. Y no te separes de mí. Esto es tan tupido, tan denso -abarcó el conjunto con su mano libre-, que si te metes cinco metros por entre los árboles ya te pierdes, y no es broma. Más de una turista ha ido a orinar y luego el trabajo ha sido dar con ella.

Quería visitar las tumbas por las que su padre estaba allí, pero se lo tomó con calma, sin impaciencia, sin forzar la amabilidad de su inesperado guía.

Tenía muchas sensaciones.

Por un lado, que había visto algo en la tumba de Pakal sin llegar a precisar de qué se trataba. Por otro, que la estaban siguiendo.

13

Había mirado a su alrededor varias veces sin ver nada ni a nadie. Pero la percepción continuaba. Por esta razón no se dio cuenta de la presencia en el asfalto del agujero por el que casi se quedó sin la rueda delantera derecha de su coche de alquiler.

El traqueteo, el golpe con la cabeza, la hizo dejar de mirar por el espejo retrovisor para concentrarse en la carretera.

– Mierda -suspiró.

Detuvo el vehículo a los pocos metros para comprobar si la llanta había sufrido algún daño. Se tranquilizó al examinarla y ver que seguía igual. El simple hecho de agacharse y levantarse la hizo transpirar todavía más. Cuando regresó al volante paró el motor y dejó que la arroparan la calma y el silencio de la tarde aprovechando que se encontraba bajo la protección de unos árboles.

Un día agotador, intenso.

Pero sólo turístico.

Nada más.

Las tumbas veinticinco y veintiséis no le habían aportado nada. Las fechas y las profecías hacían referencia a hechos ya pasados en la historia. Dos tenían que ver con la llegada de los españoles. Y la veintisiete tendría que esperar a su reapertura para que los arqueólogos continuaran con sus trabajos de exploración, aunque se imaginó que más o menos lo que contenía sería lo mismo. La riqueza de lo hallado en ellas sí era enorme, pero por más que examinó los glifos que ya se encontraban a la vista, no consiguió sacar nada en claro. Incluso los expertos discutían sobre algunos de los significados. Las galerías, además, podían ser mucho más profundas. Un trabajo de años.

Alberto Ruz tardó cuatro en abrirse paso por aquella escalinata hasta el corazón del Templo de las Inscripciones.

Ella no podía esperar cuatro años, ni cuatro meses, ni cuatro semanas.

Ni tal vez cuatro días.

Los autocares con las hordas turísticas ya hacía mucho rato que habían desfilado con dirección a Villahermosa en su mayoría. La carretera estaba despejada.

Pasó un hombre con una bicicleta.

Una moto.

Un coche.

– ¿Papá, viste algo en esas tumbas o, simplemente, se te llevaron porque estabas cerca de dar con ello?

¿Y si las tumbas no tenían ninguna relación?

¿Y si el hecho de buscar a su madre había sido el detonante de su desaparición?

Cerró los ojos y se llevó una mano a los párpados, presionándoselos con fuerza hasta diseminar por su negrura un fantástico haz de luces multicolores. En España ya era la hora de acostarse, así que no le extrañó sentir aquella pesadez. Además, había pasado la mayor parte del día caminando por Palenque, de la mano de Benito Juárez y su sapiencia, bajo un sol de justicia.

Necesitaba un baño.

Se resignó a lo inevitable, a regresar al hotel sin saber qué más hacer, y puso de nuevo en marcha el coche. Cubrió los últimos cuatro kilómetros con la atención puesta en la carretera y la mente poblada de contradicciones. Al llegar a la ciudad se orientó para encontrar la calle Merle Greene sin necesidad de preguntar.

Al detenerse en la esquina para dejar paso a otro coche que circulaba en sentido descendente, un hombre se aproximó a ella.

Se inclinó sobre su ventanilla.

– ¿Es usted la hija del señor Julián?

De entrada, se sobresaltó. Después se encontró con la dulce afabilidad de un hombre ya mayor, con el rostro surcado de arrugas tan milenarias como la historia de su pueblo. Era un maya al cien por cien, tez de chocolate, sombrero de ala ancha, camisa blanca y bastón.

– ¿Quién es usted?

– Bartolomé Sigüenza -se presentó-. Hoy me dijeron que me buscaba. Yo también sabía de su llegada.

– ¿Dónde podemos hablar?

El anciano rodeó el coche por la parte delantera y se subió a él ocupando el asiento contiguo al del conductor.

– Dé la vuelta -le pidió-. Mejor que no nos vean hablar.

– ¿Por qué? -abrió los ojos ella.

– Precaución -se encogió de hombros su acompañante.

– ¿Estoy en peligro?

– No lo sé -reflejó tristeza en su mirada-. Ni siquiera sé si lo estoy yo. Lo único cierto es que su padre ha desaparecido, y ésas son cosas que dan que pensar. Aquí nunca había sucedido nada malo.

Se concentró en las maniobras. Dar la vuelta y alejarse del casco urbano, hacia el norte, como si se dirigieran a Villahermosa. Tenía las manos crispadas sobre el volante y le costaba frenar la ansiedad.

– ¿Qué es lo que sabe?

– No mucho, señorita.

– ¿Sabe dónde está mi padre?

– No.

– ¿Ni qué le ha podido suceder?

– Tampoco.

– ¿Entonces…?

– Yo le acompañaba a veces a las ruinas, otras dábamos paseos y hablábamos mucho, de historia, de mi gente, del pasado… Es una gran persona, con la que es fácil intimar.

– ¿Le dijo qué hacía aquí?

– No, sólo que estaba interesado en las nuevas tumbas y que para él era muy importante investigar en ellas. Hablaba mucho de su esposa y de usted, y de cómo la buscaba a ella.

– ¿Le contó lo de la desaparición de mi madre?

– Sí. Creía que encontraría pistas aquí.

– ¿Pistas en unas ruinas con cientos de años de antigüedad?

– Hay muchas preguntas esperando respuestas, señorita, y muchas respuestas a la espera de las preguntas adecuadas. Y no sólo aquí. Su padre también estuvo en Uxmal, Chichén Itzá… Y quería ir a Monte Albán, en Oaxaca.

– ¿Cuándo vio a mi padre por última vez?

– La noche en que desapareció.

– ¿Le dijo algo?

– Sí, que tenía la clave.

– ¿La clave? -su corazón se aceleró-. ¿La clave de

qué?

– No lo sé.

– ¿Dijo que la tenía o que la había encontrado?

– Que la tenía…, bueno, no estoy seguro. ¿No es lo mismo?

– No, no lo es. ¿Puede recordar exactamente sus palabras?

Bartolomé Sigüenza miró por la ventanilla. Joa giraba en ese momento a la derecha, por el Periférico Norte. Se agarraba a los asideros del coche, pese a ir a una velocidad más que reducida, como si nunca hubiera subido a uno.