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– Dijo: «Por fin el camino, Bartolomé. Tengo la clave. He de volver a Chichén Itzá». Eso fue lo que dijo, sí.

– ¿Chichén Itzá, por qué?

– Lo ignoro.

– ¿Y usted no le preguntó?

– Las personas cuentan lo que quieren contar, sin necesidad de preguntas. A veces caminábamos en silencio y era suficiente. Otras discutíamos sobre temas arqueológicos, interpretaciones de glifos o signos, y lo hacíamos por horas. Esa noche le vi feliz, excitado, y respeté eso. No me dijo nada más y yo no le incomodé. Sabía que hablaba de su esposa.

– ¿Y al desaparecer, qué pensó?

La respuesta tardó en producirse.

– No lo sé. Confusión, supongo.

– ¿Mi padre tenía miedo de algo o por algo?

– No lo parecía, aunque a veces…

– Siga -le empujó a seguir hablando.

– No sé cómo explicárselo. Era precavido, hablaba poco por su teléfono, y en más de una ocasión entre nosotros lo hacía en voz baja, como si pudieran escucharnos, o miraba hacia atrás, como si pudieran seguirnos. Pero si su esposa había desaparecido años atrás y seguía algún rastro, es lógico, ¿no?

– ¿De qué tiene miedo usted, señor Sigüenza? Antes ha hablado de precaución, y de que ni siquiera sabía si pudiera estar en peligro.

– Vino a verme un hombre. Me hizo preguntas. Las mismas que usted, pero claro, es su hija. Él por contra…

– ¿Cómo era ese hombre? -se envaró.

– Extraño -fue su único comentario.

– ¿Llevaba un bastón con una cabeza de león de

plata?

– Sí -la miró con cien arrugas poblando su frente.

– También ha venido a verme a mí, esta mañana. Me ha contado una historia extraordinaria.

– Soy viejo, señorita -la voz de Bartolomé Sigüenza se hizo débil y dolorida-. He visto el mal muchas veces, algunas de cerca. Y ese hombre encarnaba al mal, ¿sabe? Lo encarnaba de una forma que pocas veces recuerdo haber conocido. Sonreía, era afable, pero no me engañó. Sus ojos eran fríos. Dos pedazos de hielo con pupilas. Tenga cuidado con él.

– ¿Sabe quién era?

– No, pero sé que es poderoso, y los demás también.

– ¿Quiénes son los demás?

– Habló varias veces de «nosotros». Y en sus labios esa palabra cobró otra dimensión. Por eso le digo que son poderosos, y que ha de cuidarse. Ésa era la razón por la que quería verla. Para prevenirla.

Llegaba tarde, pero llegaba.

El Periférico Norte terminaba. Otro giro a la derecha y enfiló el Periférico Oriente.

– Déjeme al llegar a la avenida de Miguel Hidalgo -le pidió el maya-. Estos días vivo en casa de una prima.

No le preguntó si era otro signo de precaución. No fue necesario.

– ¿Cuál es Miguel Hidalgo? -suspiró Joa sabiendo que no iba a arrancarle nada más porque tampoco tenía nada más que contarle.

– Yo la aviso -Bartolomé Sigüenza miró al frente.

Quizá tuviera cien años de edad.

Su mente y lo que contenía en cambio eran milenarios.

14

De nuevo en su habitación, las palabras de Bartolomé Sigüenza repitiendo lo dicho por su padre la martillearon hasta producirle dolor de cabeza.

«Por fin el camino, Bartolomé. Tengo la clave. He de volver a Chichén Itzá.»

El camino. La clave. Chichén Itzá.

¿Qué camino, qué clave, por qué las ruinas de otra ciudad maya?

Se abocó una vez más sobre los papeles dejados por su padre. Miró las fotografías, los mapas, el dibujo de la lápida de la tumba de Pakal, las dos hojas con las seis figuras numeradas de glifos… Lo único que experimentaba era desazón, pero el estremecimiento ante el dibujo de la lápida se repitió una vez más.

Como si algo, en ella, la llamara.

A gritos.

Salió de la habitación para ir a cenar, pero antes buscó a Adela. La encontró en la misma recepción, estudiando datos relativos a las facturas de sus clientes. Al verla se levantó envuelta en una sonrisa.

– ¿Qué tal el día?

– He estado en las ruinas.

– ¿Alguna noticia?

– No.

La dueña del hotel hizo un gesto ambiguo. Joa lo interpretó como de disgusto. Un cliente había desaparecido, y eso era malo para su establecimiento. Lo peor era que la noticia se mantenía latente en un discreto segundo plano tras comunicárselo únicamente a la embajada de España en el país.

Un secreto y un misterio difíciles de guardar.

– Debería hablar con la policía local.

– Lo haré mañana.

– No creo que le aporten mucho más, pero aun así…

– Antes le he preguntado si tenía conexión a Internet y cuando iba a decirme algo acerca de mi padre he creído ver a… una persona en la calle. Luego ya no hemos seguido hablando.

– Iba a decirle que su padre trabajaba mucho con la red.

– ¿Puedo ver el ordenador?

– Claro. Venga.

La condujo a una pequeña, muy pequeña sala presidida por un televisor junto a la pared y un ordenador situado sobre una mesita, con una silla al frente. El precio por la conexión se encontraba a la vista. Cinco dólares la hora.

– ¿Quiere entrar?

– Sí.

– Le daré la clave. No haga caso del letrero del pago. Utilice lo que desee libremente mientras esté aquí.

– Gracias.

La mujer puso en marcha el ordenador, insertó el código de acceso y le abrió el portal. Luego la dejó sola. Joa fue directamente a la barra superior y pulsó la palabra «Historial». Las entradas y el nombre de las páginas buscadas en los últimos días aparecieron frente a ella. Llegaban hasta una semana antes, justo el día de la desaparición de su padre. Comprobó los nombres y encontró los de algunas webs relacionadas con Palenque y el mundo maya, mapas, datos acerca de los códices de Madrid y Dresden, el diccionario FAMSI de John Montgomery, etc. Tanto podía haberlas visitado él como cualquier otro turista ávido de más detalles sobre lo que estaba viendo allí. Por si acaso anotó las direcciones en Internet de todas ellas. Lo último que examinó fueron las descargas de aquel día. Había una «Introducción a los Jeroglíficos Mayas» descargada en PDF. Tal vez fuera su padre, pero lo dudó. Era un experto. No necesitaba manuales de aprendiz.

Salvo que quisiera comprobar algo, por elemental que resultase.

Otro camino cerrado.

0 no.

Se guardó la relación de webs y abandonó la salita. Fue al comedor, cenó sin hablar con nadie más, ajena a los turistas y su entusiasmo feroz, y se retiró a la habitación dispuesta a pasar su segunda noche en el hotel. Cuanto más durmiese, mejor. Necesitaría el máximo de capacidad para tener la mente despejada, las ideas claras. Capacidad y energía.

Apagó la luz temprano y cerró los ojos.

La ventana abierta apenas si permitía el paso de una leve corriente con un atisbo de frescor. Nada de aire acondicionado. El único riesgo era que penetrara en la estancia algún bicho malintencionado.

Algún mosquito.

Nunca supo cuándo se quedó dormida, pero sí cuándo despertó.

Y por qué.

Primero, el roce, demasiado ostensible. Luego, el instinto, el grito de alarma disparado en su mente. Por último, la realidad de aquella presencia.

El intruso lo hizo bien. Con su mano derecha le tapó la boca. Con la izquierda presionó su brazo y con el cuerpo le aplastó el pecho, inmovilizándola. Lo único que le quedaba eran las piernas. Pero salvo patalear, poco más iba a conseguir.

Joa abrió los ojos con pánico.

Su cuerpo ardió.

– ¡Cálmate, no te haré nada! ¡Soy un amigo!

La voz, sin acento mexicano, sonó junto a su oído.

No la escuchó.

Forcejeó un instante más, una eternidad, de manera que el intruso repitió su orden.

– ¡Joa, quieta, por Dios! ¡Estoy aquí por tu seguridad!

Esta vez sí lo entendió. Centró sus asustados ojos en el rostro del intruso y, recortada por la suave y difusa luz que penetraba por la ventana, reconoció la imagen de su compañero de vuelo, el mismo que había creído ver por la mañana en la calle, frente al hotel.