Выбрать главу

Se quedó quieta.

– Voy a retirar la mano, ¿de acuerdo? -se ofreció él-. Por Dios, no grites. Es por tu bien. Has de confiar en mí.

Tardó unos segundos en reaccionar. Luego asintió con la cabeza. La mano se apartó de su boca despacio. Las miradas de uno y otra eran expectantes.

– Bien, bien, tranquila -suspiró el aparecido.

Mantuvo la presión sobre su cuerpo.

– ¿Por qué? -preguntó Joa.

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué he de confiar en ti?

– Te lo he dicho: soy tu amigo. Estoy aquí por tu seguridad.

– ¿Y has de entrar por la ventana, de noche, para que me sienta segura?

– No quería que me vieran. Mejor si puedo moverme en las sombras.

– Mierda, ¿de qué vas? -se agitó para obligarle a salir de encima de ella-. ¿Moverte en las sombras? ¿Qué es esto, una mala película de espías?

– Voy a encender la luz, ¿de acuerdo?

Alargó el brazo y le dio al interruptor de la lámpara de la mesita de noche. Joa parpadeó un poco. El no. Con cuidado se apartó de su cuerpo y quedó sentado en la cama. Un deje de turbación la hizo subirse el embozo de la sábana porque dormía desnuda.

– ¿Quién eres?

– Me llamo David Escudé.

– ¿Por qué me has llamado Joa? Sólo mis amigos me llaman así.

– Para que entendieras que yo también lo soy.

– Le dijo la araña a la hormiga.

– Soy tu guardián.

Lo manifestó como si fuera un cargo, no una simple expresión familiar.

– ¿Mi guardián?

– Nunca has oído hablar de los guardianes, ¿verdad?

– No.

Calculó las posibilidades que tenía de saltar de la cama, por el otro lado, y lanzarse por la ventana sobre el jardín, o llegar a la puerta y abrirla. Eso al margen de que estaba desnuda.

– ¿Y tampoco de los jueces?

Estaba acorralada. Sin escape.

– Guardianes, jueces… ¿Vas a decirme de qué va

esto?

– El hombre de esta mañana era un juez. Logró impactarla. Capturar toda su atención.

– ¿Cuánto hace que me sigues?

– Desde que saliste de Barcelona.

– ¿Por mi… seguridad?

– Ya te lo he dicho: soy tu guardián. ¿Qué te ha dicho el juez?

– Nicolás Mayoral. No me ha hablado para nada de que fuera juez.

– Se llaman así por lo que hacen, o lo que intentan, no porque lo sean. De la misma forma nosotros cuidamos de las hijas de las tormentas, y en este caso de ti, por ser hija de una de ella.

Las hijas de las tormentas.

Lo mismo de lo que le había hablado el hombre de la mañana.

– ¿Qué te ha dicho? -insistió el tal David.

– No, primero tú -Joa se rindió a lo evidente, sin capacidad para luchar o enfrentarse a tantas novedades en tan poco tiempo-. Dime de qué va todo esto.

– Es largo, y complicado.

– ¿En serio? -lanzó un bufido de sarcasmo, aunque lo que menos tenía en ese momento era sentido del humor.

– Sí, lo es.

– ¿Sabes dónde está mi padre? -mostró un atisbo de esperanza.

– No, lo siento. Pero hemos de encontrarle.

– ¿Hemos? -puso cara de incredulidad.

– Ha desaparecido por algo, y además inesperado.

– Buscaba a mi madre.

– Estamos al tanto. Y pensamos que quizá la haya encontrado o haya dado con el camino para llegar hasta ella.

Ya no podía más. Lo que menos necesitaba era un diálogo del que desconocía los argumentos y con el que andaba perdida.

– Empieza -se cruzó de brazos rendida-. Y de entrada cuéntame no sólo la verdad, sino por qué diablos he de confiar en un tipo que me sigue desde Barcelona, me asalta de noche, me da un susto de muerte y me dice que es mi guardián, ¿vale?

La sonrisa de David Escudé la desarmó.

Una sonrisa limpia, afectuosa.

Llena de ternura.

– Vale -asintió él-. ¿Quieres ponerte algo encima para que estés más cómoda?

15

No tenía ganas de huir. Primero, escuchar. No le haría daño. Mientras él se daba la vuelta, se incorporó y se vistió con lo que encontró a mano. Fue más que rápida. Ni siquiera utilizó ropa interior. Una camiseta y los pantalones cortos. Cuando hubo terminado se sentó en la cama, en cuclillas, con la espalda apoyada en la pared y las manos sobre el regazo. Casi una postura zen. -Ya.

Su compañero recuperó la visual.

Le miró las manos, los pies. Un gesto significativo.

– ¿Por dónde quieres que empiece?

– Por mi madre.

– ¿Qué sabes de ella?

– Pues… -la pregunta se le antojó irracional.

– ¿Recuerdas el día de su desaparición?

– El 15 de septiembre de 1999.

– ¿No te dice nada esa fecha?

– No.

– No soy para nada experto en culturas antiguas, pero cuando investigamos sobre su desaparición encontramos datos significativos. Y todos encajan de una forma u otra en vuestras vidas.

– Ilumíname -se puso cínica.

– Tus padres se casaron en 1990. Cuando ella quedó embarazada a los pocos meses…

– De pocos meses nada. Fue en 1993.

– Tu madre estaba en estado en 1991. Perdió a la que hubiera sido su primera hija, tu hermana mayor, el 11 de julio de ese año, el día del gran eclipse de Sol pronosticado por los mayas hace cientos de años.

Joa se quedó sin habla.

– Tú sí naciste, a comienzos del 94, pero también estuviste a punto de morir en septiembre de ese año, coincidiendo con las fuertes perturbaciones en el magnetismo terrestre que causaron alteraciones importantes en la orientación de las aves migratorias y los cetáceos, e incluso en el funcionamiento de los aviones.

– Tuve…

– Da lo mismo. Escucha. En 1996 la sonda espacial Soho descubrió que el Sol no presentaba ya polos magnéticos, sólo un campo homogeneizado. Fue la antesala de las tormentas magnéticas de nuestro astro rey en 1997. Un año después, otro misterio: la NASA detectó la extraordinaria emisión de un flujo de energía proveniente del centro de la galaxia. Fue tan potente que los volvió locos. Pero, una vez más, nadie encontró la menor explicación a todo ello. Así llegamos al eclipse total de Sol el 11 de agosto de 1999, también anunciado por los mayas con cientos de años de antelación y minuciosa exactitud. Un mes después, el 15 de septiembre, una enorme explosión proveniente del espacio eclipsó durante horas el brillo de muchas estrellas. Las radiaciones de rayos X, gamma y ondas de radio se multiplicaron por cien. Todos los astrónomos del planeta se quedaron a cuadros. Nadie supo qué sucedía. Nadie dio la menor explicación, porque no tenía sentido darla. Era un misterio de proporciones asombrosas.

– Y fue el día que desapareció mi madre.

– El 11 de agosto de 1999 no sólo presenciamos el último eclipse total del milenio, sino que fuimos testigos de una configuración astrológica inaudita, una gran cruz cósmica formada por el Sol, la Luna y tres planetas por un lado, y los signos de Leo, Acuario, Tauro y Escorpión por el otro. Esa cruz nos remite al Apocalipsis, porque evoca los Cuatro Vivientes Custodios del Trono. El primero se describe como un león, el segundo parecido a un toro, el tercero a un ser humano -Acuario es «El aguador»-, y el cuarto, semejante a un águila, que sería Escorpión. Luego, durante los días transcurridos entre el 11 de agosto y el 15 de septiembre, y los que siguieron a este último, la Tierra se vio sacudida por un alud de incesantes desgracias: terremoto escala 5,9 en Grecia, escala 7,4 en Turquía, escala 7,6 en Taiwán, otros como el de Oaxaca, en México, y más en todo el planeta, así como inundaciones catastróficas en China, también en México, incendios… Miles y miles de muertos.