– Eres un romántico.
– ¡Claro que lo soy! ¡Un romántico, y también un utópico posibilista!
– ¿Vives de ser guardián?
– Soy profesor.
– ¿De qué?
– De literatura, aunque tuve que salir a escape para seguirte.
– Genial. ¿Cuántos sois?
– Suficientes, en todas partes. Pero los jueces son más, y poseen más medios. Hay mucha gente importante entre ellos. Nosotros nos financiamos con varias fundaciones, organizaciones diversas…
– ¿Cómo os reconocéis unos a otros?
– Llegamos a esto por diversas razones, y no hay un listín telefónico con los «asociados». Cada uno conoce a los de su entorno, por si nos necesitamos, por cuestiones de apoyo o necesidad de relevos. Hay un guardián jefe en cada zona de conflicto.
– ¿Zona de conflicto?
– Un lugar en el que reside una niña de las tormentas. 0 su hija, como es tu caso.
– ¿Cuál fue tu razón para serlo, que tu padre lo fuera?
– Mi padre se enamoró de la niña de las tormentas que vigilaba en Catania, pocos años después de morir mi madre. Se llamaba Claudina. Cometió un error: le reveló su identidad demasiado pronto, y eso hizo que ella comprendiera el peligro de estar juntos. El resto fue trágico. Claudina se marchó y mi padre… acabó suicidándose.
– Lo siento muchísimo. Debió de ser muy duro para ti. ¿Se suicidó por amor a esa mujer?
– ¿Tan inverosímil te parece?
Ella nunca había sido romántica.
¿0 tal vez era que no había aparecido la persona adecuada?
Cerró los ojos y reclinó la cabeza en la pared. No se había movido desde que David inició su relato. Tuvo que estirar las piernas y los brazos.
Supo que él la miraba.
– Estoy agotada -fue sincera.
– Lo entiendo. Y lo siento.
– ¿Qué quieres de mí?
– Ayudarte a buscar a tu padre.
– ¿Y si no sucede nada? ¿Y si se trata de otra de esas profecías que luego no se cumplen?
– Hay demasiados indicios que prueban lo contrario, pero nos falta algo, una clave, ese dónde, y estoy casi seguro de que tu padre encontró todo eso.
– Hoy he estado en Palenque, he visitado las tumbas en las que trabajaba, y no hay nada. Harán falta años para excavarlas y descifrar su contenido. Recuerda que todo lo escrito por los mayas, salvo en estelas, pirámides o tumbas, se destruyó cuando llegaron aquí los españoles, y que sólo quedan los códices de Madrid, Dresde y París.
– ¿Y esto? -David señaló los papeles de su padre.
– Los he examinado a conciencia. No he visto nada. Son dibujos, fotos…
– ¿Y si él te dejó algo en ellos?
– Lo pensé, pero por más que los miro no veo nada.
– Puede que estés confusa, alterada. Recuerda lo que dijo Tagore. Que las lágrimas no te dejan ver las estrellas del cielo.
– ¿Eso lo dijo Tagore?
– Sí.
– Escucha -suspiró para centrar sus pensamientos-. Dices que las hijas de las tormentas no saben cuál es su misión todavía, y que en unos días llegaremos a esa cita según la profecía maya que habla del fin de nuestro mundo. 0 ellas mienten y sí saben cuál es su misión, o estamos demasiado cerca de la cita como para que tenga relación alguna. Puede que ellos vuelvan, pero dentro de otros cien, o mil años.
– El tiempo es relativo, cierto. Pero hablamos de una raza superior que tal vez lo haya dominado.
– ¿Por qué han de ser superiores, porque viajan por el espacio y nos visitaron hace muchos años o dejaron aquí a un puñado de niñas?
– Es suficiente, ¿no crees?
– Los mayas fueron astrólogos extraordinarios, vale, pero también un pueblo sangriento, que hacía sacrificios humanos. ¿No crees que si esos extraterrestres son tan increíbles lo que dejaron fue bastante primitivo?
– Pudieron dejar su esencia, un conocimiento. Luego ya sabes que la raza humana siempre evoluciona mal.
– ¿Qué conexiones ves entre los mayas y ellos, aparte de la astrología y sus predicciones?
– ¿Por qué crees que dejaron cincuenta y dos niñas?
– ¿Y si hubo más?
– Fueron cincuenta y dos.
– Los mayas tienen el número 13 como centro de todos sus cálculos -asintió Joa-. Es el número de articulaciones del cuerpo humano, un cuello, dos hombros, dos codos, dos muñecas, dos más en la cadera, dos rodillas y dos tobillos. Y 52 es múltiplo de 13.
– ¿Lo ves?
– Los visionarios siempre encuentran pistas en lo más normal.
– No soy un visionario. Y sabes que todo lo que te digo es cierto.
Joa miró por la ventana. No tardaría en amanecer.
– ¿Dónde están las otras dos hijas de las que desaparecieron?
– Una en la India, otra en Jordania.
– ¿Sabes algo de ellas?
– No, la verdad. En su caso, creo que ni siquiera están controladas.
– ¿Por qué?
– Lo ignoro.
– ¿Fuiste tú quien registró nuestra casa en Barcelona?
– No -frunció el ceño-. ¿La registraron?
– La misma noche en que me dijeron que mi padre había desaparecido.
– Pudieron ser los jueces.
– ¿Por qué?
– No lo sé.
– ¿Hay alguien más metido en esto?
– ¿Alguien?
– No sé, guardianes, jueces… ¿Vigilantes? ¿Protectores? ¿Testigos del Universo Conocido?
– No quieras ser cínica.
– ¡Alguien me ha seguido y no creo que fueras tú!
– ¿Cómo lo sabes?
– Tengo percepciones.
David Escudé no dijo nada. La miró con el peso de la evidencia.
– ¡Oh, vamos! -ella hizo un gesto de disgusto.
– Necesitas conocer tus orígenes, Joa.
– Ya sé mis orígenes, por lo menos los que creía normales y ahora los que según ese hombre de esta mañana y tú me habéis revelado.
– ¿Nunca te contó nada tu abuela materna?
– No.
– ¿Cuánto hace que no la ves?
– Demasiado -admitió.
– Estás en México. La tierra de los huicholes no queda tan lejos. Quizá allá consiguieras las respuestas que no tienes.
Efectivamente, lo había pensado. Oírselo decir a él en voz alta la hizo estremecer.
– Eres un puente con las estrellas, ¿no te das cuenta? -suspiró David-. Hija de una de ellos y de un terráqueo.
– ¿Y las otras dos, no lo son?
– No tienen un padre arqueólogo que busca desesperadamente a la mujer que ama.
– Me gustaría conocer a una de esas cuarenta y nueve mujeres.
– La más asequible, porque la conocemos bien, está en Medellín, Colombia. Podríamos ir y volver en un par de días si crees que servirá de algo.
– ¿Así de fácil?
– Tu instinto es todo lo que tenemos. Ella tenía algo más, lo dicho por su padre a Bartolomé Sigüenza.
Chichén Itzá.
– Descansa un poco -le sugirió él.
– ¿Contigo aquí?
– Tengo una habitación cerca. Puedo ir a por mis cosas y volver en una hora.
– Que sean dos, o mejor tres.
– De acuerdo -se puso en pie-. No creo que tu padre siga aquí, en Palenque, aunque tampoco tengo la menor idea de quién se lo ha llevado ni adonde. Pero iremos a Medellín y volveremos, ¿te parece?
Sostuvo su mirada.
– Vale -asintió.
David Escudé sonrió.
– Gracias por confiar en mí, aunque sea todo lo que tienes -dijo.
– No confío en ti -espetó ella con contundencia-. Pero sí, eres todo lo que tengo. Ahora déjame, ¿quieres?