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Joa volvió a cerrar la puerta y se apoyó en ella para enfrentarse a su visitante.

– ¿Qué quiere?

– No tenía por qué haberse escapado de Palenque como lo hizo, créame.

– ¿Me está protegiendo, cuidando, vigilando…?

– Para ser una persona con un apellido tan singular es usted bastante belicosa. ¿Sabe que Mir significa «paz» en ruso?

– Sí, lo sé.

– Lógico -hizo un gesto de indiferencia mezclado con un rictus de dolor que le recordó a Marión Brando en El Padrino, una antigua película que siempre la había cautivado-. ¿Por qué se marchó de Palenque como lo hizo? Creía que éramos amigos. Lo que le conté de su madre era cierto. Estamos aquí por su bien.

– Sé que es cierto -se sorprendió a sí misma reconociéndolo por primera vez en voz alta-. Y ahora también sé que ustedes quieren destruir justo lo que ella representa.

– ¿Y qué es lo que ella representa? -alzó las cejas él.

– Un puente con las estrellas.

Las cejas de Nicolás Mayoral se mantuvieron en alto. En el interior de sus pupilas crepitó un fuego aún más helado que su figura.

– ¿Quién le ha dicho eso? -quiso saber.

Ya no se lo ocultó.

– Un guardián.

Nicolás Mayoral cambió el semblante. El rictus asociado a Brando en El Padrino se convirtió en el del Emperador de otra vieja saga, Star Wars.

– ¿Qué sabe de los guardianes?

– No mucho más que de ustedes, los jueces.

– Hace dos días lo ignoraba todo. ¿Qué ha sucedido en este tiempo? ¿Tiene relación con su escapada de Palenque? -su visitante mantuvo el mismo tono adusto.

– Dos días dan para mucho.

– ¿Ha venido a encontrarse con algún guardián? ¿Están aquí?

Joa pensó en David Escudé. Ahora sentía haber huido de su lado.

Posiblemente lo había sentido ya en plena ruta de Palenque a Chichén Itzá.

– Mire, señorita -continuó Nicolás Mayoral ante su silencio-, ellos son fanáticos, ¿comprende? Fanáticos locos y ciegos que… -pareció no encontrar las palabras adecuadas para seguir-. ¿Acaso no lo entiende? Lo que está en juego es el futuro de la raza humana, tal y como la conocemos. El futuro y su supervivencia, qué clase de pueblo somos y vamos a ser, si merecemos continuar siendo dueños de nuestro destino o no.

– ¿Usted habla de fanatismo?

– ¡Por Dios, no sea niña! -se agitó el juez-. ¿Le gusta la ciencia ficción? ¡Esto no lo es! ¡Esto es real, aquí y ahora! Los guardianes creen que los extraterrestres son una panacea, el futuro, la entrada en una nueva era de dimensiones fabulosas, la salvación de la raza humana después del deterioro de los últimos tiempos.

– ¿Y ustedes?

– ¡Hemos sobrevivido miles y miles de años, y seguiremos haciéndolo, por nuestra cuenta! ¿Quiere que la Tierra sea una colonia alienígena?

– ¿Y si no se trata de nada de eso? ¿Y si ya estuvieron aquí y vuelven para ver nuestra evolución?

– ¡Ninguna raza va de viaje sin ánimo de conquista, sobre todo si el nuevo mundo es más débil, y nosotros lo somos!

– ¿Y por qué han tardado tanto? ¿Han esperado a que fuéramos unos miles de millones de personas para venir a comernos? -se burló sin ganas.

– ¿Cómo puede hablar así?

– Porque yo soy hija de uno de ellos, ¿recuerda? -se apoyó con la espalda en la puerta y se cruzó de brazos. Todavía sentía miedo, inquietud, pero también se dejaba llenar por la ira y la rabia del momento-. Mi madre era la mujer más buena del mundo, así que si todos son como ella…

– ¿Y por qué desapareció dejándola sola?

– No lo sé.

– Vamos, mire en su corazón, pero sobre todo en su mente. Una madre es una madre, siempre, ¡por supuesto! ¿Y qué? Hitler también tuvo una madre que jamás imaginó que engendraría a un monstruo. Y muchos asesinos en serie tienen esposas e hijos que los ven como a personas maravillosas. ¡Usted la recuerda de niña! ¡Hemos controlado a las hijas de las tormentas durante años, hasta ahora! ¡Va a suceder algo y su padre quizá tenga la clave! ¡Ayúdenos!

– Quieren destruir…

– ¡No! -la detuvo el grito airado de Nicolás Mayoral-. ¡Queremos preservar! ¡Preservar! ¡Sólo buscamos la preservación de la raza humana!

– ¿Y usted ha hablado de Hitler? Lo que acaba de decir no es más que otra forma de racismo, como los nazis.

– ¡Hablamos de toda la Tierra, con sus cientos de etnias!

– ¿Por qué no mataron a las hijas de las tormentas directamente?

– Habrían enviado más e ignoraríamos quiénes son y de qué lugar vienen. Lo importante es que regresen, saber cuándo y cómo, pero sobre todo dónde. Saberlo y estar allí. Será el momento de hacerles ver que no podrán con nosotros, descubrir sus vulnerabilidades.

– ¿Y si no las tienen?

– Todos tenemos vulnerabilidades.

– ¿Por qué los estúpidos siempre están seguros y los inteligentes dudan y se hacen preguntas?

– ¿Quiere herirme, es eso? -soltó un bufido-. No nos tome por ignorantes. No nos llamamos jueces por azar.

– ¿Jueces de qué?

– Ya basta -Nicolás Mayoral se puso en pie-. Me temo que esta conversación ha terminado.

– ¿Y si barren la Tierra de un plumazo como represalia, hartos de nosotros y de nuestras estúpidas pequeñeces? -insistió Joa.

El juez no respondió. Caminó hasta su encuentro, la apartó de la puerta y la abrió para llamar a sus dos secuaces.

– Voy a gritar -anunció ella.

– No nos obligue a hacerle daño -la previno franqueando a ambos el acceso a la habitación-. Sería un gesto inútil -y dirigiéndose a ellos agregó-: Metedlo todo en su bolsa de viaje y pagad la cuenta. Nos vamos en cuanto todo esté listo.

– ¿Adonde? -se puso en guardia Joa.

No obtuvo ninguna respuesta.

Pero tampoco encontró en su ánimo fuerzas para resistirse.

21

No le quedaba ningún escape. Ellos eran tres y los dos gorilas tenían pinta de eso mismo, de gorilas, no de jueces. Resistirse era arriesgarse en exceso. El miedo parecía haberla paralizado de golpe.

Jueces, guardianes… Si ninguno tenía a su padre, ¿quién más estaba metido en todo aquello? ¿Quién se lo había llevado? ¿Y si se había perdido solo? ¿Y si había dado con su madre? ¿Y si lo tenían…?

Desde el otro lado de la habitación miró al cielo, que oscurecía muy rápido en el declinar del día. En aquellos momentos parecía extraordinario pensar en extraterrestres, tanto como en predicciones hechas cientos, miles de años antes por parte de unas criaturas primitivas. Sonaba irreal. El atardecer era hermosamente dramático. Hermoso por su belleza. Dramático porque iban a llevársela y no sabía adonde.

– Ni lo intente -la previno uno de los hombres creyendo que pensaba en la posibilidad de saltar por la terraza.

Metían su ropa en la bolsa. Pronto la tendría tan sucia como arrugada. La cartera con los papeles rescatados de la habitación de su padre en Palenque no había sido abierta.

Por una vez pensó en una posibilidad más: que junto a la libreta de trabajo de su padre se hubieran llevado también alguna otra cosa, la clave de aquella búsqueda, de aquel lío, y que por eso no conseguía sacar nada en claro, ni dar con una pista que no existía.

Todavía no había investigado a fondo.

¿Por qué no husmeó en los libros acerca de los mayas o en Internet para descubrir algo más cuando tuvo tiempo?

– Vamos a salir todos juntos -Nicolás Mayoral la sujetó por el brazo con una zarpa de hierro. Ya no era un adusto hombre mayor, sino un chacal con mirada de hielo-. Ricardo pagará la cuenta -era el que llevaba la bolsa de viaje y la cartera con los papeles-, y Sebastián la llevará a usted, ¿de acuerdo?

No quiso responder, pero él la obligó cerrando más su zarpa de hierro en torno a su brazo mientras repetía: