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– ¿De acuerdo?

– Está bien -asintió.

– No cree problemas, ni se los cree a sí misma -insistió el juez-. Si hubiera colaborado antes no habríamos llegado a esto. A fin de cuentas perseguimos lo mismo: dar con su padre, y quizá con su madre.

Ricardo abrió la puerta. Sebastián pasó a ocuparse de ella. Nicolás Mayoral salió el último. Los cuatro avanzaron en dirección a la recepción del hotel. Joa se preguntó hasta qué grado de violencia eran capaces de llegar en su afán de llevársela. Si gritaba o se resistía, ¿qué harían?

Miró al hombre que la retenía por el brazo.

Y por entre los pliegues de la chaqueta vio la culata de la pistola.

0 quizá él quería que la viese.

Sebastián le lanzó una sonrisa cargada de cinismo.

Mientras Ricardo se acodaba en el mostrador para atender la cuenta y el papeleo propio de cualquier salida de un establecimiento hotelero, Sebastián, el juez y ella alcanzaron la calle. La camioneta, con los cristales oscuros, estaba estacionada en la parte frontal. La desactivó Nicolás Mayoral con un mando a distancia y fue el que abrió la puerta para que entraran ellos. Esperaron en silencio a que volviera Ricardo con el equipaje.

Fueron menos de tres minutos.

– He dicho que se encarguen del coche -mencionó el gorila haciendo referencia al vehículo de alquiler de Joa-. Por lo demás, todo arreglado.

Se puso al volante después de colocar la bolsa y la cartera en la parte de atrás y conectó el encendido.

– Andando -suspiró el juez.

El hotel Hacienda se hizo pequeño en la distancia.

Joa cerró los ojos, mitad confundida, mitad aturdida. De pronto la inundó una inmensa decepción. Le había fallado a su padre. Llevaba seis días dando palos de ciego. Seis días, desde la notificación de la embajada, en los que su vida había dado un vuelco absoluto. Ya nada tenía un sentido real. Toda aquella frustración convergía en su miedo y, al mismo tiempo, la hacía exudar rabia.

Una rabia sorda.

Tan poderosa…

Si ella desaparecía no habría nadie a quien avisar. La abuela no contaba. Nadie sabía de su existencia.

– ¿Adonde vamos? -repitió la última pregunta formulada en su habitación de hotel.

– Va a examinar esos papeles, y va a hacerlo a fondo -dijo Nicolás Mayoral-. Y si ya sabe algo, le vaciaremos el cerebro, se lo aseguro.

– ¿Por qué la trata de usted? -preguntó Ricardo-. No es más que una cría.

– Vosotros los jóvenes habéis perdido el sentido del respeto y la proporción -lo fulminó el juez con un deje de superioridad-. Nuestra amiga es una mujer -la cubrió con una mirada aséptica antes de agregar-: ¿Verdad, Georgina?

– ¡Vayase al diablo!

Nicolás Mayoral se encogió de hombros y la ignoró a partir de entonces. Contempló el paisaje por la ventanilla y durante los siguientes minutos nadie abrió la boca. La camioneta circuló por la carretera principal a lo largo de un par de kilómetros hasta tomar un desvío polvoriento a la izquierda. En ese instante la adelantó un coche, a mayor velocidad de la permitida. Los llenó de polvo y se alejó hasta desaparecer en el primer recodo del camino.

Joa se inquietó un poco más.

Aquél parecía un lugar sin retorno. A no ser que fueran a cambiar de coche o se dirigieran a un lugar en el que los esperase una avioneta.

– Pero qué… -oyó rezongar a Ricardo.

Todos dirigieron la vista al frente. El coche que los acababa de adelantar menos de un minuto antes se encontraba atravesado en el camino, impidiendo el paso.

Y no había nadie al volante.

– Maldito idiota -farfulló Sebastián.

– Baja a ver -le ordenó el juez.

Obedeció la orden. Abrió la puerta lateral de la derecha y descendió de la camioneta para aproximarse al vehículo. Era un compacto. Un coche de alquiler. Desde sus posiciones vieron a Sebastián caminar hacia él. No logró dar más allá de cinco pasos.

La figura humana surgió de su izquierda. Fue muy rápida. Bastaron dos zancadas para situarse a su lado. Luego una patada proyectada hacia las alturas le golpeó la mandíbula con un seco chasquido que llegó hasta ellos con nitidez. Sebastián giró en redondo, sorprendido y pillado a contrapié por la electricidad del ataque. Antes de que se venciera hacia atrás, un segundo impacto, con la otra pierna, le hizo dar prácticamente una vuelta sobre sí mismo.

Quedó tendido sobre el camino, inmóvil. Para entonces Joa había reconocido ya a David Escudé.

Ricardo reaccionó tarde y mal. Quiso abrir la portezuela y sacar su arma al mismo tiempo. El cuerpo de Sebastián aún se movía después de su aterrizaje de emergencia cuando ya David estaba junto a la ventanilla y le disparaba un fulminante directo de derecha. Ricardo lo encajó bastante bien, pero perdió toda la iniciativa. David lo agarró por la ropa y tiró de él con violencia, sacándolo de la camioneta sin apenas impedimento. Mientras lo lanzaba al suelo descargó el golpe definitivo, en su nuca, con la mano abierta.

Todo había sido muy rápido.

Pero ellos eran tres.

Y Nicolás Mayoral también iba armado.

Joa estaba demasiado pendiente de la lucha y su fulgurante rapidez como para reaccionar. No se apercibió del gesto del juez. No fue consciente de nada hasta que al volverse David para entrar en la camioneta se encontró con la pistola al final de la mano extendida. La mirada del guardián fue lo que la hizo volver la cabeza y ver por primera vez el arma.

La cara de Nicolás Mayoral.

La presión del dedo índice sobre el gatillo.

David Escudé nunca lograría apartarse, ni llegar hasta él.

Entonces la rabia de Joa se hizo potencia, energía pura. Sintió una luz en su corazón, o en su alma, o en ambos mundos a la vez. Fue como si una batería escondida en algún lugar de sí misma se activase de manera inesperada y realizara una especie de fisión nuclear en su mente.

La energía pasó a través de sus ojos, silenciosa, inde-tectable.

Y en el momento de apretar el gatillo, la pistola de Nicolás Mayoral se movió hacia arriba.

La bala atravesó la parte superior de la camioneta esparciendo un eco doloroso a su alrededor.

– ¡Pero qué…! -gruñó sorprendido el juez.

Volvió a bajar la mano armada.

Ya no pudo hacer nada más.

La rabia de Joa pasó de la pistola a su dueño.

Lo empujó a él, sin tocarlo.

Lo aplastó contra el lateral de la camioneta y luego lo derribó hacia atrás, igual que si fuera un muñeco de trapo bajo los efectos de un vendaval.

– ¡Vamos! -David le tendió una mano para ayudarla a salir del vehículo, superando su pasmo.

Joa le obedeció, pero no para correr junto a él hasta su coche.

– ¡No puedo irme sin las cosas de mi padre! -gritó.

Fue a la parte de atrás de la camioneta. David no supo qué hacer, si seguirla, por si el juez retomaba la iniciativa, o si dirigirse a su coche para ponerlo en marcha. Optó por lo primero. Joa ya había abierto las dos puertas traseras.

Se encontró con la estupefacta mirada de Nicolás Mayoral, tendido en el suelo, inmóvil.

– ¡No vaya con él! -le suplicó.

Ella cogió la cartera de su padre y su bolsa de viaje, aunque lo esencial era lo primero.

– ¡Es el eslabón perdido, por Dios! -le gritó el juez-. ¿No lo entiende, Georgina? ¡El eslabón perdido!

Joa pasó de él. Cargando sus cosas emprendió la carrera hasta el coche de David. Metió la bolsa y la cartera por la ventanilla, casi saltó sobre el asiento del copiloto y esperó a que su compañero lo pusiera en marcha.

Salieron zumbando sin necesidad de volver la vista

atrás.

22

David Escudé no habló hasta que penetraron en la carretera general y se vieron abrigados por la presencia de otros coches. ¿Cómo has hecho eso? -le preguntó. Joa seguía alucinada, por el rescate, por lo sucedido, por su acción.